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lunes, 29 de octubre de 2018

Día 39














Pensaba hoy en lo íntimo y lo público en la escritura. Y mientras le daba vueltas a la cosa me acordé de una frase de Enrique Vila-Matas que decía “Escribir es dejar de ser escritor”. Una frase, como casi todas las de Vila-Matas, que nunca sabré si se le ocurrió a él o, en cambio, la tomó prestada de algún otro escritor, algo que hace habitualmente. En este caso me parece que es más bien lo segundo. Porque al tiempo de haberme cruzado con la frase de Vila-Matas di con una entrevista que le hicieron hace varios años a otro escritor que admiro, Fogwill, en la que el argentino decía algo parecido: “Escribo para no ser escritor”.
Pero sea de quien fuese, desde la primera vez que di con ella, la frase me interesó mucho. Porque en definitiva, lo que viene a decir es que uno no puede estar haciendo dos cosas a la vez. Sobre todo cuando se trata de escribir. Y es que el acto de escribir deja poco tiempo para que, además, uno vaya por ahí (cuando digo por ahí, me refiero a las calles o las redes) haciéndose el escritor. Escribir es una actividad íntima y muy solitaria. Implica, como mínimo, pasarse horas y horas solo y encerrado, escribiendo o leyendo.
Y cuando uno no está enfrascado en esta actividad íntima y solitaria, muchas veces se la pasa caminando, con la mirada clavada en las baldosas, y pensando como un loco en las cosas que está escribiendo. Dándole vueltas a una frase que se empeña en quedar horrible o una escena que no termina de encajar en ningún lado.
Del otro lado, y en oposición a está imagen del escritor enfrascado en un mundo íntimo y solitario, escribiendo sin parar o pensando en lo que escribe, está la otra imagen, la de la máscara. La imagen del ser escritor. Y digo en oposición porque esta imagen máscara, la del ser escritor, no es nada compatible con la de aquel otro personaje tan solitario del que hablábamos, y hace que éste tenga que salir de su encierro para poner todo su ser a la parrilla. Exponer sus entrañas para que se cocinen al calor de los otros.
Y para eso, inevitablemente, tiene que dejar de escribir. Y si uno anda demasiado tiempo por ahí siendo escritor dejará de tener tiempo para estar en casa encerrado dándole vueltas a una idea o golpeando las teclas. Y así dejará inmediatamente de ser escritor. O pasará a ser de la estirpe de los escritores que nunca escriben nada.
Con esto no quiero desmerecer el maravilloso arte de vivir. No me malinterpreten. Considero que para escribir y mejorar la propia escritura, vivir es imprescindible. Pero no nos confundamos. Vivir es otra cosa, nada tiene que ver con ir por la vida haciéndose el escritor.
Es más, diría que vivir es alejarse todo lo posible de esa idea de ser escritor. Vivir sería, para quien escribe, lo que el fin de semana es para el oficinista. Desconexión.
En mi caso, siempre me sentí más a gusto del lado de lo íntimo. Es decir, disfruto más con el suave balanceo entre lo íntimo y lo desconectado. 
On/Off.

jueves, 20 de septiembre de 2018

Día 35

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20 de septiembre

Esta misma mañana, mientras el escritor compartía un rato con un amigo en la cafetería de su barrio, éste le preguntó por qué, en lo que se suponía que era un diario sobre la escritura de su próxima novela, no escribía él cosas que tuvieran alguna relación con la novela.

El amigo parecía realmente desconcertado. Por lo que el escritor sintió que debía darle una respuesta que lo dejase satisfecho. Así que le pidió que le diese unos minutos para reflexionar sobre el tema antes de contestarle. Él siempre fue un pensador más bien lento y no de esas personas que disponen de una agilidad envidiable que les permite dar respuestas certeras e inmediatas a preguntas más bien complicadas. Él no. Él tiene que tomarse su tiempo y darle vueltas a las posibles respuestas, porque siempre creyó que todas las preguntas tienen más de una respuesta posible y no es bueno ser tan categórico a la hora de responder. Y, además, siempre ha tenido el ¿problema? de que las preguntas le generan más preguntas y casi nunca respuestas.

Así que en seguida activó ese mecanismo mental que baraja entre diferentes opciones y sopesó las posibles, múltiples respuestas. Primero se le ocurrió decirle que en realidad, aunque quizás no lo parezca, todo tiene que ver con la novela. Que cuando uno está escribiendo no hay nada que uno haga, escriba o piense que no esté, de un modo u otro, relacionado con lo que está escribiendo. Y es que, en definitiva, cualquier cosa que le suceda al escritor, puede acoplarse al proceso mental de creación y terminar siendo una parte (aunque a veces muy deformada) de la historia.

Luego se le ocurrió que quizás podría responderle que: cómo sabía él cuáles cosas de las que escribía tenían o no que ver con la novela si ni siquiera sabía de qué iba la novela. Es decir, cómo podía saber que las cosas que estaba escribiendo en el diario no serían luego parte de las acciones o parte del discurso que los personajes.

Se le ocurrieron varias cosas más que responder, hasta que le vino a la cabeza aquella escena en la que, parece ser, un periodista francés, le preguntó a Dalí que qué era él el surrealismo y Dalí, con su habitual histrionismo, alzando el dedo índice al aire, le respondió: ¡Je suis le surrèalisme! Una respuesta que al escritor siempre le gustó muchísimo, por cierto.

"Dale, contestame", le dijo entonces el amigo, viendo tal vez que ya estaba tardando demasiado en responder a su pregunta sobre la escritura del diario. "Decime, ¿por qué carajo no escribís sobre la novela, eh?"

Y, tal vez por la presión o porque la pregunta del amigo ahora le pareció algo desafiante, como si éste quisiera desenmascarar alguna mentira oculta, el escritor, casi gritándole en la cara y un poco respondiendo a ese desafío, le respondió con el dedo índice bien alto:

¡Je suis le roman!

lunes, 17 de septiembre de 2018

Día 34

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17 de septiembre

Buscar cosas ya dichas para tener cosas que decir. En eso puede que consista la originalidad, si es que existe. Porque, si bien puede que sea verdad aquello de que todo está dicho, no todo está dicho como uno podría decirlo. Eso es lo que hace que parezca que aún queda mucho por decir.

Se preguntaba Siri Hustvedt en El mundo deslumbrante: "¿Recordamos cuáles son las fuentes de nuestras propias ideas, de nuestras propias palabras?".

Y el escritor se pregunta ahora, mientras escribe esta nueva entrada en el diario de escritura de su próxima novela, de quién serán las ideas que está copiando en este cuaderno. Pero es inútil, él nunca ha tenido buena memoria para acordarse de todo lo que leyó, ni de dónde salen las cosas que se le ocurren. Por eso, piensa, es probable que esto que está escribiendo ahora se lo haya robado a alguien, eso sí, sin ninguna intención de plagio.

Además, qué probabilidades hay de que esto que escribe sea una exacta reproducción de algo que ya fue dicho por otro. Puede que también él haya llegado hasta esas ideas solo, por un camino distinto pero convergente con el de otro que ya ha escrito sobre eso. Y esta idea le hace volver a pensar en aquella teoría de la intertextualidad de la que ya ha hablado en textos anteriores y que tanto le gusta ¿Cómo no llegar a ideas parecidas si cada texto es parte de un todo conectado a la gran matrix de los textos?

Ahora se da cuenta de lo inútil que sería entonces plantearse si cada pensamiento que tenemos no será quizás una mala copia de algo que ya fue pensado por alguien. Inútil, sobre todo si uno no es Funes, el memorioso, aquel personaje de Borges que tenía una memoria que no le permitía olvidar ni siquiera un detalle.

Así que no hay escapatoria, piensa el escritor. Si queremos aspirar a algún tipo de originalidad nada mejor que vivir, leer mucho y luego olvidarse de toda referencia para que los recuerdos se mezclen con las vivencias y así, con un poco de suerte, surja de ese puchero algo parecido a una idea original. Sólo a eso podemos aspirar.

 

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Día 33

Lectura y Locura | “Esperando a los bárbaros” de John M ...

12 de septiembre

El escritor está sentado en su escritorio. La luz de la mañana, que entra por la ventana del estudio, cae sobre los libros de la estantería. El efecto que producen los rayos que atraviesan, oblicuos, las ramas del níspero que está al otro lado de la ventana, creando sobre los lomos de los libros una especie de juego de sombras y luces, le parece hipnótico.

El escritor se queda un rato mirando este espectáculo de sombras chinescas. Es un modo como cualquier otro de distraerse, piensa, y así no pensar en que no se le ocurre nada para escribir. Mejor esto que la ansiedad. Mejor esto que tener que salir corriendo a buscar al baño las pastillas aquellas que evitan que el fuego crezca.

Así que el escritor prefiere mirar fijo la luz hasta que le duelen los ojos. Mirar para luego describir la sensación que esto le produce. Reproducir esa sensación en el cuaderno no tanto porque crea que ahí puede haber una historia, sino más bien, como ya se dijo, para distraerse un rato más y olvidar del todo la idea del botiquín y del frasco de pastillas. Escribir es mejor, piensa. Aunque a veces...

Ahora vuelve a mirar fijo la luz y cuando vuelve la vista hacia el cuaderno allí está de nuevo esa mancha, residuo de la intensidad de la luz en la retina. Es una mancha verde y a veces roja. No es una sensación desagradable. Por el contrario, parece provocar un efecto tranquilizador en él el hecho de escribir sin ver exactamente lo que está escribiendo. Y en seguida, no sabe muy bien por qué, quizás porque las cosas que guardamos en el subconsciente dejan también allí una mancha asociada a un recuerdo, el escritor se acuerda del personaje principal de Esperando a los bárbaros, la novela de Coetzee. Aquel magistrado que en vano intenta hacer entender a los militares obtusos del Imperio que los bárbaros, que habitan cerca de su frontera, no son una amenaza. Que siempre estuvieron allí y que, además, aquellos son sus territorios y nunca lograrán echarlos como pretenden. Aquel magistrado, soñador, que quizás se siente un poco culpable por haber dejado que los militares torturasen incluso a niños en su pueblo y que, tal vez por la misma culpa, toma bajo su tutela a una mendiga bárbara y la devuelve a su pueblo no sin antes (o quizás precisamente por esto) haberse enamorado de ella. Aquel magistrado que, como repite todo el tiempo, lo único que quiere es terminar sus días en paz, pero que al final los termina siendo una especie de vagabundo muy parecido a los que aparecen en los libros de Beckett, aunque quizás un poca más cuerdo. Pero quién puede asegurarlo.

Y el escritor, pensando en cómo acabo asociando ese recuerdo a este momento particular, se pregunta si no tendrá él también que darse cuenta de que sus bárbaros internos tampoco son una amenaza y que siempre han estado ahí. Habría que aprender a convivir con ellos aunque sus costumbres sean tan ajenas a lo que uno esperaría. Porque tal vez sea como dice el magistrado que "el dolor es la verdad, todo lo demás está sujeto a duda".

Y aferrado a esa teoría, el escritor vuelve a mirar la luz que cada vez se vuelve más intensa a medida que se acerca el mediodía. La mira fijo hasta que el dolor de los ojos sea la verdad y que lo demás sea sólo la duda. Nada más.

Mejor la duda y la distracción que las pastillas. Aunque no haya nada para contar.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

Día 32

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5 de septiembre

Y así, para no perder la costumbre de ir siempre a la contra y además por el simple placer de cambiar, que siempre es algo que le ha gustado, el escritor ha decidido que, a partir de este momento va a abandonar en sus textos el uso de esa primera persona que tanto se ha extendido en los últimos tiempos y que poco a poco parece querer abarcarlo todo.

Va a cambiar, piensa el escritor, hacia una tercera persona que se aleje de esa literatura del yo que, es verdad, durante mucho tiempo le ha gustado leer en algunos escritores que saben hacer un uso excelente de la misma, pero que, poco a poco parece ir perdiendo la fuerza de antaño. Quizás debido a que cuando algo se usa mucho termina por desgastarse y perder el brillo que tanto encandilaba.

Además, últimamente, al escritor se ha dado cuenta de que cada vez más gente le pregunta por las cosas que escribe, como si le hubiesen sucedido de verdad, incluso cuando él ha siempre intentado que sus textos fuesen lo suficientemente exagerados como para alejar cualquier tipo de duda sobre la veracidad de los mismos. Pero no hay caso, piensa el escritor. Aún hoy, siglos después de aquellos primeros experimentos literarios en primera persona, los lectores siguen identificando el yo literario con el autor. Y aunque esto nunca le ha parecido un problema grave, sí que siente que cada vez le cansa más y ya no le hace tanta gracia.

Así que ahora (incluso en este diario que desde sus comienzos ha sido un ejercicio del yo) el escritor ha pensado que lo mejor para él será escapar a los tentáculos omnipresentes de la literatura personal y crear un personaje que lo haga todo por él. Un personaje que, sin duda, no llegará nunca a ser un influencer, pero sí que levantará con orgullo el estandarte de heroico defensor de la ficción por la ficción. Y además, con cierto orgullo, saldrá por ahí a reivindicar aquel lema hoy tan olvidado que aseguraba que todos los personajes y los eventos que se presentan a continuación son ficticios y cualquier similitud con la realidad que el lector quiera encontrar fue, es y será pura coincidencia.

Y sin más, ahora sí, el escritor, con su nueva camiseta blanca con letras negras (como una hoja que nunca está en blanco), en la que se puede leer un gran "él" en lugar del tan orgulloso "yo", se va a dar un paseo por su ciudad con la intención de disfrutar de este nuevo anonimato.

Adieu! Bye Bye! Aufwiedersehen

domingo, 2 de septiembre de 2018

Día 31

Magris



















2 de septiembre

Ya de regreso en casa, después de disfrutar de varios días del encefalograma plano de las vacaciones, decidí ponerme a trabajar y ver si, con un poco de suerte, lograba al menos escribir algo. Pero no fue fácil; los regresos nunca lo son.

Las primeras horas de la mañana las pasé mirando los papeles que habían quedado sobre la mesa, intentando ubicarme. Me levanté varias veces desanimado. Me preparé unos mates, regué las plantas, miré el horizonte por la ventana.

Estuve así varias horas, sin conseguir resultado alguno, hasta que, en un momento, me vino a la cabeza una frase de Claudio Magris que si no me equivoco está en uno de sus textos de Microcosmos. "El café es el lugar de la escritura", dice el triestino. "Se está a solas, con papel y pluma y todo lo más dos o tres libros, aferrado a la mesa como un náufrago batido por las olas."

Sabía que ir a media mañana al café del barrio que regenta mi nuevo amigo Oscar (aficionado a escribir aforsimos y gran admirador de Oscar Wilde) podía ser peligroso. Y es que a él, siempre que voy, le gusta sentarse a charlar conmigo e invitarme cervezas. Pero si lo pensaba bien, prefería una leve borrachera por la mañana y volver con algunas lineas escritas en el cuaderno que perder el día entero yendo de la cama al living, como diría Charly.

Así que hacia allá me fui, con papel y pluma y todo lo más dos o tres libros, preparado para ingerir cervezas a una hora poco apropiada, pero con grandes esperanzas de poder trabajar.

Quiso la suerte que el café estuviese lleno de náufragos, aferrándose a sus mesas, por lo que pude escribir bastante rato antes de que Oscar tuviese la oportunidad de dejar lo que estaba haciendo para venir hasta mí provisto de cervezas y de sus aforismos que siempre son un placer leer.

Pasé en el café varias horas productivas. Ahora, al menos, puedo decir que emborroné un par de páginas, escuché unos aforismos prometedores y volví a casa con varias cervezas encima con sabor a final de vacaciones. Vuelvo, además, dispuesto a pasar en limpio estas lineas para luego poder seguir sin culpa con los quehaceres domésticos y con la contemplación del horizonte desde mi ventana. Esos sí, creo que todo esto sucederá después de una siesta reparadora.

Secuelas de las vacaciones.

viernes, 10 de agosto de 2018

Día 29

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10 de agosto

Han sido muchas las veces en que algunos allegados han criticado en mí cierta tendencia que tengo hacia los cambios. «Vos siempre estás cambiando», me dicen. «¿No te cansas de cambiar todo el tiempo?», me preguntan. 
Es cierto que los cambios siempre asustan y, al parecer, la gente que me rodea se siente amenazada por esta tendencia mía. Pero después de reflexionar bastante sobre el tema, y quizás un poco para tranquilizarlos, he llegado a la conclusión de que en realidad no es que esté yo todo el tiempo cambiando, sino que, más bien, lo que hago es estar comenzando. Comienzo las cosas una y otra vez. Y como comenzar no es repetir, porque cuando comenzamos estamos obligados a empezar desde cero, parece que estoy todo el rato haciendo cosas diferentes, y cambiando. Pero no, comenzar no es lo mismo que cambiar. Comenzar, me atrevería a decir es avanzar, es crear y descubrir. Y yo, siguiendo un poco aquello que decía Ezra Pound en su ensayo-artículo "How I Began" de que "el artista está siempre comenzando. Cualquier trabajo artístico que no sea un comienzo, una invención o un descubrimiento tiene poca valía", lo que hago es estar siempre comenzando. Comienzo todo, todo el tiempo. Sin ir más lejos, creo que comencé el primer capítulo de la novela una doscientas cincuenta veces y, hasta ahora, pasar al segundo parece ser una empresa imposible. Pero no me preocupa porque sé que cuando lo empiece, lo volveré a empezar varias veces más y, estoy seguro, se me volverá a acusar de que estoy siempre cambiándolo, pero lo que en realidad estaré haciendo (como hacen los artistas, según Pound) es estar siempre comenzando. Así que a aquellos que me acusan de cambiante les digo que la próxima vez que me mude de ciudad, o que cambie de ideas o de trabajo, no será, como ellos creen, porque tenga cierta tendencia al cambio, sino porque soy un artista y, como buen artista, siempre me preocupo por estar comenzando, inventando o descubriendo para ver si mi obra pueda llegar a tener alguna vez cierta valía.

Y ahora me voy para así poder comenzar algo, cualquier cosa, para darle forma de obra de arte.

martes, 24 de julio de 2018

Día 26

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24 de julio

Si tuviera que decirlo, diría que a Bilbao me llevaron la casualidad y un libro de Roberto Arlt que conseguí unos días antes en una librería de segunda mano. El libro se llama Aguafuertes vascas y está compuesto por una serie de artículos que Arlt escribió en los años treinta, en un viaje por España; una especie de continuación de sus Aguafuertes porteñas.

Yo había decidido, en realidad, pasar unos días de vacaciones en Barcelona, visitando amigos. Pero apenas llegué a la ciudad, quise salir de allí de inmediato, escapando espantado de las aguafuertes turísticas que arrasan con todo.

Tenía la idea de escapar bien lejos, pero sobretodo de ir a la contra. Es decir, a contracorriente de esa aguafuerte tan devastadora que es el turismo de masas.

Así que fui hasta la estación de Sants con la intención de alejarme de todo aquello. Llegué agotado por el calor, por lo que decidí que, antes de buscar un tren que me llevase lo más lejos posible, lo mejor sería sentarme en un bar y tomarme algo fresco para reponerme del ajetreo de la ciudad que acababa de atravesar.

Y mientras esperaba que me trajesen mi bebida, y para distraerme un poco (y empezar así a alejarme de todo), abrí el libro que llevaba conmigo y fue allí donde me encontré con algo que me hizo decidir el destino de mi viaje. Era un fragmento en el que Arlt entablaba conversación con algunos vascos que viajaban en su mismo vagón de tren, en dirección a Bilbao. Leí esto:

<<- ¿Usted ha comido alguna vez en Bilbao? (Le preguntaba uno de los vascos al escritor argentino).
- No.
[...]
- Pues cuando coma en Bilbao, se volverá loco.

Conclusión que no puede menos de sumergirme en divagaciones melancólicas. ¿Qué será de mí si enloquezco en Bilbao?>>.

No me hizo falta leer más para saber que quería irme directo a comer en Bilbao y que, quizás, no estaría mal volverme loco, allí, por la comida, en lugar de volverme loco en Barcelona por el turismo. Así que terminé mi bebida y corrí a comprar un billete en el primer tren que saliera para Bilbao.

Acompañado por las Aguafuertes vascas de Arlt, y por un montón de pasajeros que viajaban conmigo en el mismo vagón, empecé mis vacaciones, que terminaron siendo inmejorables.

Comí en Bilbao hasta volverme loco y, además, siguiendo con mi intención de ir siempre a la contra, caminé un tramo del Camino de Santiago, que pasa cerca de la ciudad, pero lo hice en dirección contraria; es decir que, en lugar de caminar hacia Santiago, caminé en dirección a San Sebastián y me crucé con muchísimos peregrinos que me miraban extrañados e incluso alguno llegó a preguntarme que por qué iba hacia el otro lado, y yo les contesté de tanto comer en Bilbao me había vuelto loco y creía que me había dejado algo en San Sebastían.

Así fueron mis vacaciones que terminaron por ser todo lo que esperaba: unas buenas vacaciones a la contra y comer hasta enloquecer.

Qué más puedo pedir.

miércoles, 4 de julio de 2018

Día 24

 

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4 de julio

Hoy no me da vergüenza aceptar que tiendo a exagerarlo todo. Pero no puedo decir que siempre haya sido así. Y es que antes (quiero decir, antes de que me diera cuenta de que tiendo a exagerarlo todo) no sabía que tenía esta tendencia.

Llegué a esa conclusión esta misma semana, mientras revisaba unos textos que había escrito hace tiempo (algo que me horroriza porque me hace sentir, esto sí, mucha vergüenza) en busca de información que quería utilizar para algo que estaba escribiendo y que no recordaba.

Mientras revisaba esos viejos textos me dio por reflexionar sobre cómo mi escritura ha ido transformándose, mutando hacia lo que hoy es. Y me fijé, principalmente, en que si hay algo que la caracteriza es que, a pesar de que siempre lo ha sido bastante, ahora se ha vuelto más exagerada, o al menos eso me pareció.

Pero lo más interesante es que de esta reflexión salté a otra que también me ha resultado curiosa. Y es que, al pensar en el porqué de ese carácter exagerado de mi escritura, me di cuenta de que muy bien puede estar relacionado con algo que durante muchos años me inquietó. Me refiero a esa idea que se tiene, aquí en España, de que los argentinos somos, en general y por encima de todo, muy exagerados. Una idea que siempre me llamó la atención desde llegué a España, hace ya muchos años.

Digo que me llamó la atención porque de esa idea de la exageración no tenemos conocimiento los argentinos hasta que no venimos a España. No sabemos en Argentina nada de esa rasgo de nuestro carácter.

Esto me llamó, como decía, tanto la atención, que durante muchos años, mientras estaba aquí en España, me dediqué a preguntarle a la gente que iba conociendo por qué consideraban que los argentinos eramos exagerados. Muchos no supieron darme respuestas que me aclarasen del todo las dudas. Pero sí que hubo un amigo que me lo resumió bastante bien. Me dijo mi amigo, mientras estábamos tomando unas cervezas en un bar del barrio del Raval, en Barcelona: "Supongamos que entra un español en un bar y quiere pedir una caña. Este diría algo así como <<ponme una caña>> o quizás simplemente <<una caña, por favor>>. Ahora supongamos que entra un argentino con el mismo propósito, ¿qué diría? Pues algo así como: <<Disculpe, por favor, sería usted tan amable, si no es mucha molestia, y me pone una caña. Se lo agradecería infinitamente. Muchas gracias>>. Pero eso no es todo", continuó mi amigo, "después de que el camarero le pusiese la caña, diría además algo así como: <<Qué caña más linda, che. ¡Tiene pinta de estar riquísima y fresquita! ¡Qué maravilla!>>.

Por supuesto que mi amigo también estaba exagerando y así lo entendí. Pero quitando el sobrante de todo aquello que dijo, había en esa reflexión mucho de cierto. Y yo le contesté que el exceso de amabilidad y buen trato eran claros signos de buena educación y nunca estaban de más. Y él me respondió que estaba yo en lo cierto, pero que no por eso era menos exagerado.

Ahí se acabó la discusión y pasamos a otros temas y a disfrutar de nuestras cervezas que sí que estaban muy ricas y fresquitas, aunque puede que exagere.

Durante mucho tiempo olvidé aquella charla con mi amigo en Barcelona, hasta el otro día cuando, buscando otra cosa que nada tenía que ver con esto, me di cuenta del carácter exagerado de mi escritura y de su transformación y mutación hacia algo que perfectamente podría llamarse meta-ficción exagerada. Y fue ahí cuando dejé de buscar lo que estaba buscando y, olvidándome de la vergüenza que me daba leer lo que escribí hace tiempo, empecé a buscar patrones que me llevasen a reconocer mi tendencia tan argentina a exagerarlo todo. Y puedo decir, no sin algo de orgullo, que encontré algunas cosas bastante exageradas. Es más, me di cuenta incluso de que exagerar era algo que también había hecho mucho en mi novela anterior ya que recordé varias veces en las que, mientras la estaba escribiendo, le di a B. algunos capítulos para que me los corrigiese y, al preguntarle que le parecieron, ella me respondió que les parecían totalmente exagerados (y eso que B. es también bastante exagerada, aunque de argentina no tiene ni un pelo), pero que le encantaban.

Hoy me doy cuenta de que había en aquellas exageraciones (y en estas) mucho de intención y quizás algo de guiño a mi amigo de Barcelona. Hasta me atrevería a decir que hoy exagero todo un poco más que antes y que quizás, en mi próxima novela, todo aparezca mucho más exagerado. Quién sabe.

Pero no me da vergüenza afirmar ahora que exagero y, si me presionan, diría que abrazo la exageración como forma de vida. Espero no ser demasiado exagerado.