miércoles, 12 de septiembre de 2018

Día 33

Lectura y Locura | “Esperando a los bárbaros” de John M ...

12 de septiembre

El escritor está sentado en su escritorio. La luz de la mañana, que entra por la ventana del estudio, cae sobre los libros de la estantería. El efecto que producen los rayos que atraviesan, oblicuos, las ramas del níspero que está al otro lado de la ventana, creando sobre los lomos de los libros una especie de juego de sombras y luces, le parece hipnótico.

El escritor se queda un rato mirando este espectáculo de sombras chinescas. Es un modo como cualquier otro de distraerse, piensa, y así no pensar en que no se le ocurre nada para escribir. Mejor esto que la ansiedad. Mejor esto que tener que salir corriendo a buscar al baño las pastillas aquellas que evitan que el fuego crezca.

Así que el escritor prefiere mirar fijo la luz hasta que le duelen los ojos. Mirar para luego describir la sensación que esto le produce. Reproducir esa sensación en el cuaderno no tanto porque crea que ahí puede haber una historia, sino más bien, como ya se dijo, para distraerse un rato más y olvidar del todo la idea del botiquín y del frasco de pastillas. Escribir es mejor, piensa. Aunque a veces...

Ahora vuelve a mirar fijo la luz y cuando vuelve la vista hacia el cuaderno allí está de nuevo esa mancha, residuo de la intensidad de la luz en la retina. Es una mancha verde y a veces roja. No es una sensación desagradable. Por el contrario, parece provocar un efecto tranquilizador en él el hecho de escribir sin ver exactamente lo que está escribiendo. Y en seguida, no sabe muy bien por qué, quizás porque las cosas que guardamos en el subconsciente dejan también allí una mancha asociada a un recuerdo, el escritor se acuerda del personaje principal de Esperando a los bárbaros, la novela de Coetzee. Aquel magistrado que en vano intenta hacer entender a los militares obtusos del Imperio que los bárbaros, que habitan cerca de su frontera, no son una amenaza. Que siempre estuvieron allí y que, además, aquellos son sus territorios y nunca lograrán echarlos como pretenden. Aquel magistrado, soñador, que quizás se siente un poco culpable por haber dejado que los militares torturasen incluso a niños en su pueblo y que, tal vez por la misma culpa, toma bajo su tutela a una mendiga bárbara y la devuelve a su pueblo no sin antes (o quizás precisamente por esto) haberse enamorado de ella. Aquel magistrado que, como repite todo el tiempo, lo único que quiere es terminar sus días en paz, pero que al final los termina siendo una especie de vagabundo muy parecido a los que aparecen en los libros de Beckett, aunque quizás un poca más cuerdo. Pero quién puede asegurarlo.

Y el escritor, pensando en cómo acabo asociando ese recuerdo a este momento particular, se pregunta si no tendrá él también que darse cuenta de que sus bárbaros internos tampoco son una amenaza y que siempre han estado ahí. Habría que aprender a convivir con ellos aunque sus costumbres sean tan ajenas a lo que uno esperaría. Porque tal vez sea como dice el magistrado que "el dolor es la verdad, todo lo demás está sujeto a duda".

Y aferrado a esa teoría, el escritor vuelve a mirar la luz que cada vez se vuelve más intensa a medida que se acerca el mediodía. La mira fijo hasta que el dolor de los ojos sea la verdad y que lo demás sea sólo la duda. Nada más.

Mejor la duda y la distracción que las pastillas. Aunque no haya nada para contar.

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