miércoles, 27 de junio de 2018

Día 23

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27 de junio

Cada vez me convenzo más de que hay escritores por todos lados. Se esconden detrás de las fachadas más insólitas y curiosas, para aparecer cuando uno menos se lo espera.

Hoy, sin ir más lejos, tuve un extraño encuentro con uno en el café de mi barrio. Ese café en el que me gusta sentarme a escribir y al que voy varias veces por día. El mismo café en el que, como ya escribí anteriormente, siempre entro con temor a que un día el dueño se harte y termine por preguntarme sobre el porqué de esa extraña actitud mía de ir allí, varias veces por día, sentarme en una mesa apartada (en lo posible siempre la misma), cerca de la ventana, y una vez acomodado allí, quedarme pensativo mientras lo observo todo sin observar realmente nada. O preguntarme, quizás, por esas otras veces en las que, inclinado demasiado sobre este cuaderno en el que ahora escribo estas lineas y, en una actitud de extrema concentración (mordiéndome la lengua hasta casi hacerme mal) me río solo mientras escribo como poseído.

Tengo temor no solo a que me pregunte, sino más bien a tener que responderle algo que le resulte tan extraño que me crea un loco perdido y termine por echarme de allí.

Y, por un momento, hoy fue el día en que todos esos temores se hicieron realidad. Sucedió lo que tanto me esperaba que sucediera, aunque no sucedió como me lo esperaba. Hoy, el dueño, por fin se ha acercado sin traer en sus manos el café de siempre. Y, en cuanto lo he visto venir directo hacia mí, con el ceño fruncido, he sabido que el momento había llegado y todo mi mundo se ha tambaleado por unos instantes. Casi estuve apunto de levantarme y salir de ahí yo solito, antes de que me echasen. Pero apenas me dio tiempo a cerrar el cuaderno cuando el dueño llegó hasta la mesa y me preguntó, sin más preámbulos, si era escritor. La pregunta me dejó tan desconcertado que lo único que atiné a responderle fue algo que recordé que un amigo me había recomendado decir en caso de que algo así sucediera.

"Pincha, rompe, pierde, paga", le dije, y me quedé mirándolo unos segundos, ahora sí, con verdadero temor a que me sacara del bar a empujones por pirado. Pero para mi sorpresa su réplica me dejó aún más descolocado que su pregunta anterior. "Escribir en un bar es como quedarse dormido escuchando la radio", me dijo. Y, como no entendí en absoluto lo que me había querido decir, me di cuenta enseguida de que había encontrado otro amigo con el que compartía afinidades. Porque no entender era precisamente lo que andaba yo buscando y así se lo dije. Y él, por supuesto, se echo a reír a carcajadas y la enorme panza que ostenta empezó a sacudir el delantal que tenía atado a la cintura.

Acto seguido, me invitó una cerveza que amablemente tuve que tomarme, aunque eran las diez de la mañana, porque rechazarla me pareció un gesto descortés para con mi nuevo amigo. Después, me contó que él también era escritor y que, en sus ratos libres, se le había ocurrido regentar un café. Dijo esto y soltó otra carcajada con sacudida de panza.

Me dijo que su mayor afición eran los aforismos, pero que no descartaba escribir una obra en la que conviviesen, de manera natural, los aforismos con la narrativa. Un obra como la de Oscar Wilde, me dijo, y me confesó que el irlandés era uno de sus escritores favoritos.

Para este momento, él ya estaba sentado en mi mesa con una cerveza adelante y yo un poco mareado con la segunda. Estuvimos así un rato, tomando cerveza y charlando sobre Oscar Wilde y sobre aforistas que yo desconocía completamente.

Después volví a casa muy contento y zigzagueando. Ahora tenía un nuevo amigo, un lugar fijo para escribir sin temor a que me echasen y una borrachera bastante importante. Volví tambaleante y pensando que, después de Paterson, Óscar (así me dijo que se llamaba, aunque no sé si se lo había inventado) era el segundo escritor que aparecía donde menos me lo esperaba y oculto tras una fachada curiosa.

Habrá que seguir buscando.

miércoles, 20 de junio de 2018

Día 22

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20 de junio

Esta mañana, mientras estaba corrigiendo unas páginas que escribí ayer por la noche, me interrumpió el timbre. Una interrupción que, a pesar de lo que puede esperarse, fue recibida con alegría por dos motivos: el primero, porque lo que estaba haciendo era un trabajo bastante tedioso; el segundo, porque quien había tocado el timbre era mi amigo Paterson, el repartidor de agua (como ya expliqué con anterioridad en este diario, Paterson no se llama Paterson pero se parece muchísimo en todos los sentidos a ese personaje de la película Paterson de Jim Jarmusch), que precisamente venía a traerme la caja de agua embotellada como cada semana.

Se lo veía agotado. De la frente le caían gotas de sudor que se secaba con un pañuelo blanco, de tela. Un gesto antiguo que me llamó la atención. Un gesto que bien podría atribuírselo a mi abuelo. Un gesto de alguien mayor, aunque Paterson no tiene más de cuarenta, estoy seguro.

Al verlo en esas condiciones de agotamiento, le pregunté si es que había tenido mucho trabajo durante la mañana debido a la llegada del calor y al inminente verano. Me respondió que sí, pero que a pesar del aumento del trabajo y del calor, él se alegraba muchísimo de la llegada de estas fechas y estas temperaturas. "En el verano", me dijo, "por alguna extraña razón, escribo mucho más".

De hecho, me contó mientras se tomaba el café y el vaso de agua que yo le había invitado, ahora estaba trabajando en una serie de Haikus: "Los Haikus de verano", me dijo sacando su cuaderno de poemas del bolsillo.

"No soy muy adepto a las formas", comentó, "pero la precisión y la concentración del Haiku me inspiran".

Después me leyó varios de los Haikus que había escrito y que me parecieron muy buenos. Precisos y acertados. Uno me quedó particularmente grabado y me gustaría reproducirlo aquí.

Al calor feroz

los labios agrietados

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Después lo despedí, como de costumbre, desde la puerta de calle. Él me saludó con una mano y con la otra sacó el pañuelo y, con ese gesto antiguo, se secó el sudor de la frente antes de subirse al camión. Y mientras se alejaba, no pude evitar acordarme de mi abuelo y de todos esos veranos que pasé en su casa. Veranos maravillosos, bajo el calor feroz y con labios agrietados.

lunes, 11 de junio de 2018

Día 20

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11 de junio

Me di cuenta hace algunos días de que no soy un escritor de escritorio. Soy más bien un escritor de andar o un escritor de cafeterías. Me explico: me sucede, la mayoría de las veces, que lo que se me ocurre para escribir me viene cuando estoy caminando, en uno de mis frecuentes paseos, o cuando estoy en la cafetería de la esquina de casa a la que siempre voy a escribir. El ambiente de la cafetería hace que, a pesar del ruido, me concentre y se me ocurran buenas ideas. Lo mismo me sucede cuando estoy paseando. Y aunque a quien me vea podría parecerle que voy observándolo todo con atención, en cambio, lo que me sucede es que voy inventándome cosas y muchas veces hasta hablando solo.

Siempre que vuelvo de esas caminatas o de la cafetería de la esquina de casa, me siento en el estudio a escribir, lleno de ideas. Algunas de ellas las tengo apuntadas en un cuadernito que llevo conmigo para todos lados. El problema viene precisamente cuando abro la computadora o el cuaderno en el que escribo. Es ahí, cuando empiezo a descargar toda la información, el momento en que la cosa empieza a diluirse y se va evaporando hasta quedarse en un par de párrafos que luego habrá que retocar. Todas esas ideas que creía magnificas y que se elevaban y flotaban con elegancia, de repente, pierden fuerza y energía. Y para colmo de males, yo quedo agotado, como si me hubiese pasado varias horas escribiendo.

Lo bueno es que he descubierto que la operación de salir a pasear o de ir a la cafetería funciona sin importar las veces que la repita. Siempre da resultado. Así que lo que hago es pasarme el día entrando y saliendo de casa. Yendo y viniendo. Salgo de casa, doy una vuelta por el barrio y después voy al bar y me siento a apuntar cosas en el cuadernito.

Supongo que el hombre del bar pensará que estoy medio loco ya que aparezco por allí varias veces al día y cada vez repito la misma operación: me siento en la mesa que está al lado de la ventana (si no está ocupada) y me pongo a escribir en el cuadernito mientras me muerdo la lengua. Hasta ahora nunca se atrevió a preguntarme nada, por suerte. Pero noto que me mira con curiosidad y sé que uno de estos días se va a animar y me va a preguntar. Y ahí voy a tener que atreverme yo a decirle que lo que hago es venir al bar para poder "irme". Que cada cierto tiempo, tengo que salir de casa para que las ideas se muevan y se eleven. Es como si tuviera una de esas bolas de cristal que simulan un paisaje con nieve, le diría al señor del bar, y, cada tanto, no me queda otra que agitarla para que la nieve (las ideas) se eleve y flote hasta quedar suspendida en el liquido durante varios segundos antes de asentarse nuevamente y que todo quede en calma. Esa es la metáfora que usaría para explicarle al señor del bar por qué voy allí a cada rato y me siento en esa mesa a escribir en el cuadernito mientras me muerdo la lengua. El tema es que si le digo eso, ahí sí que, seguro, pensará que estoy medio loco o loco del todo y, quizás, no me deje volver a entrar porque tendrá miedo que un día agite demasiado las ideas en su bar y haga alguna locura. Por eso creo que voy a tener que inventarme otra metáfora menos extraña, porque sino corro el riesgo de no poder volver y ahí a ver cómo me las arreglo para agitar la bola de nieve y que todo se eleve y flote. Me arriesgo demasiado a que todo se quede completamente en calma. Un paisaje con la nieve bien asentada. Aunque siempre me quedarán los paseos. Pero para qué arriesgar. Es mejor decirle que soy un adicto al café y que para disimular mi adicción hago como que escribo, concentrado. Para que no se note. Seguro que ahí se queda más tranquilo.

sábado, 2 de junio de 2018

Día 19

 

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2 de junio

Hoy es un buen día para novelar. Digo esto porque, apenas me senté hace un rato a trabajar, se me ocurrió la idea de agregar otro narrador a la novela. No digo que haya cambiado el que ya tenía, sino más bien que he decidido agregar uno nuevo. Así, al mejor estilo Conrad en su Heart of Darkness, ahora, además de un Marlow, tengo otro narrador homodiegético, que enmarca una historia dentro de otra historia que, por supuesto, esconde otra historia siempre cada vez más oscura en el corazón mismo de todas las tinieblas de esa historia mayor. Y si aquí alguien piensa que me estoy enredando demasiado, imagínense cómo me sentí yo al descubrir todo esto hoy, ni bien me senté a trabajar en este escritorio. Así es, me sentí enredado, pero muy feliz. Porque no hay felicidad mayor ni nada más hermoso que estar novelando, como quien no quiere la cosa, y como si uno fuese un marinero navegando por el río Níger en dirección hacia las entrañas mismas de África, empezar a desatar nudos para poder, por fin, soltar las amarras y dejarse ir con la corriente. Adentrarse en lo desconocido en busca de mi Kurtz personal hasta encontrarlo y que este, moribundo, en su último suspiro y sabiendo que yo acabo de enredarme tanto con todos estos narradores, me mire y me diga aquello de: ¡El horror, el horror! Y yo, para tranquilizarlo, le diría que no se preocupe, que descanse en paz  porque seguramente, a medida que avance yo en la historia todo se va a aclarar o se va a oscurecer aún más, pero que lo importante es que pueda llegar hasta ahí, hasta ese corazón de las tinieblas que es el centro mismo de la historia, y luego poder volver para contarlo. Con eso me basta.