jueves, 26 de abril de 2018

Día 11















26 de abril

«No sé qué mundo yace al otro lado de este mar, pero cada mar tiene otra orilla, y llegaré». 
Cesare Pavese. El oficio de escribir.

Hoy me desperté así de optimista. Me dije que seguramente hoy escribiría alguna página más, avanzaría quizás unas pocas brazadas, pero avanzaría. A pesar de que el día está gris y frío no me desanimo. Escribo esto con la intención de, inmediatamente después, seguir nadando hacia esa otra orilla que sé, como Pavese, que allá está esperándome... y llegaré.

martes, 24 de abril de 2018

Día 10

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24 de abril

Lo que leo mientras escribo.

Esta semana que pasó, terminé de leer Pálido fuego, de Vladimir Nabokov. Y al terminarlo, como suele pasarme muchas veces, me quedé pensando en lo que me bajonea leer a ciertos escritores mientras estoy en el proceso de escritura. Nabokov es uno de estos escritores. El manejo magistral de su prosa y esa imaginación exuberante, que crea personajes extraños, desubicados, divertidos, algo grotescos, hace que me deprima y sienta un fuerte deseo de arrancar todas las hojas que escribí en los últimos días y quemarlas. Pero cuando me pasa esto, inmediatamente recuerdo aquella frase de Rodrigo Fresán en la que decía que hay dos tipos de escritores: los que cuando leen algo genial piensan cómo no se me ocurrió a mí y los que, al contrario, se alegran de que se le haya ocurrido a alguien. Yo, me doy cuenta, soy de los segundos, y me alegro inmensamente de que haya alguien como Nabokov que pone el nivel tan alto. Además, estoy seguro de que algo tan bueno como Pálido fuego nunca se me podría haber ocurrido a mí. Así que eso refuerza la idea de que soy del segundo tipo de escritores a los que se refiere Fresán (que por cierto es otro genio que eleva el límite de mis aspiraciones).

Y hablando de genios que elevan el límite, hoy encontré en la biblioteca de mi barrio (a la cuál agradezco que me brinde tantas alegrías) otra joya de otro genio (o en este caso una joya compartida por dos genios). Se trata de Las palmeras salvajes de William Faulkner, en la edición traducida por Borges. Explosión de felicidad. Qué fácil es hacerme feliz, pienso. Así que ahora me dispongo a deprimirme un poco leyendo a Faulkner (y a Borges), pero también a alegrarme muchísimo de que a ambos se les haya ocurrido, cada uno desde lo suyo, trabajar en Las palmeras salvajes.

Good Night.

viernes, 20 de abril de 2018

Día 9

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20 de abril

Siguiendo el consejo de una buena amiga, siempre muy comprometida con el medio ambiente, empecé hace algunas semanas a comprar el agua en botellas de vidrio. Me las trae un repartidor que viene todos los viernes en su camión. Esta práctica me recuerda a cuando, de chico, pasaba por mi casa de Buenos Aires el sodero y nos traía, también con un camión, las cajas de sifones de soda. Venía todas las semanas y nos reponía los sifones vacíos. Puede que esa sea la razón por la que me he creado una especie de visión romántica en torno a toda esto del reparto de agua puerta a puerta.

Llevando esto un poco más lejos, hoy se me ocurrió invitar al Hombre del Agua (lo voy a llamar así por ahora) a entrar en casa a tomar un café y un vaso de agua. Lo hice porque me di cuenta de que, si quiero evocar la misma sensación que me trasmitía la visita del sodero de Buenos Aires a mi casa (a quien llamábamos por su nombre e incluso, cada tanto, mi viejo lo invitaba a tomar una cerveza o un café), tengo que hacerme más amigo del repartidor, entrar en confianza.

Mientras esperábamos, él y yo, a que se hiciera el café y charlábamos de cosas cotidianas, el Hombre de Agua se puso a ojear los cuadernos abiertos y los libros que yo había dejado descansando sobre la mesa de la cocina, en donde estaba trabajando cuando me interrumpió el timbre. Me preguntó si yo escribía y, cuando le respondí que sí, que estaba escribiendo una novela, me dijo que él también escribía y, entonces, la conversación dio un giro. Estuvimos largo rato charlando sobre libros y escritores, y, al ver que teníamos afinidades comunes en lo literario, el Hombre del Agua se animó y me leyó unos poemas suyos que me sorprendieron gratamente, porque me parecieron de una sensibilidad y sencillez conmovedoras. Me hicieron acordar inmediatamente a ciertos poemas de William Carlos Williams y, como una asociación lleva a otra, me acordé también del personaje de la película Paterson, de Jim Jarmusch. Ese personaje que maneja un autobús y que en sus ratos libres escribe poemas hermosos y sencillos sobre pequeñas cosas que en el fondo nunca son tan pequeñas. Ese personaje que en la película se llama Paterson y vive en el pueblo Paterson, el mismo pueblo Paterson al que Williams dedicó un magnífico poema. Y siguiendo con las asociaciones, ahora que lo miraba bien, el Hombre del Agua se parecía mucho a ese Paterson no sólo físicamente, sino que además los dos escribían en sus ratos libres (mientras almorzaban o esperaban un cambio de turno) poemas sobre las pequeñas cosas no tan pequeñas y, además, los dos eran conductores de vehículos grandes y complicados con los que daban vueltas por la ciudad pensando en cosas pequeñas y sencillas, que en realidad no son ni tan pequeñas ni tan sencillas. Pero creo que con tantas asociaciones me estoy enredando demasiado.

Voy a reproducir aquí, de memoria, uno de los poemas que me leyó y que me quedó grabado. Puede que algunas palabras estén cambiadas, pero decía algo así.

Caras sedientas/detrás de puertas/llenas de secretos/y de cajas/con botellas/vacías.

Quedamos la semana que viene. Yo le dije que le llenaría la taza con otro café si él me leía otro de sus poemas. Después me cambió mi caja de agua vacía por una llena y volvió a la calle.

Adiós, Paterson, le grite desde la puerta cuando se subía al camión, y él me saludó con la mano. Después se alejó haciendo tintinear las botellas de cristal vacías.

miércoles, 18 de abril de 2018

Día 8

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18 de abril

A este cuaderno le quedan pocas hojas vacías. Hace días que debería haber salido a comprar uno nuevo, lo sé, pero no me dio la gana. Además, el tiempo no ha acompañado mucho, a decir verdad. Hoy, en cambio, hace un día encantador para salir a pasear. Así que puede que hoy sea el día indicado para comprar ese cuaderno que tanto se hace esperar y así dejar, de una vez por todas, de reciclar hojas sueltas que luego acaban perdidas o en la basura.

Hoy hace un día estupendo, decía, y es así en todos los sentidos. Porque hoy logré escribir una página entera. Como diría Cesar Aira: «con una paginita al día me conformo, porque al final del año tengo 365 páginas y eso es una novela».

Por supuesto que mi "paginita" de hoy no es como la paginita de Aira. Si me pongo riguroso, de mi paginita puede que quede un párrafo, quizás apenas una idea o puede que únicamente un adjetivo que me gusta. Pero como hoy el día es maravilloso, me siento optimista y digo que sí, que tengo una página entera. Una página más. Ahí lo dejo.

Ahora me voy a comprar el cuaderno y luego a la playa: Quien sabe. Tal vez esa paginita se convierta en dos o en tres. Aunque lo mejor es no emocionarse. Lo más probable es que con el baño en el mar quede demasiado cansado como para empezar el nuevo cuaderno. 

martes, 17 de abril de 2018

Día 7

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17 de abril

Esta entrada del diario fue eliminada por mí, su autor, porque ya no tiene la relevancia que tenía cunado la escribí. De hecho, no sé si en algún momento tuvo alguna relevancia. 



Día 6

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15 de abril.
Incompatibilidades...
4- Viajar a La Gomera y llevar encima todos los cuadernos, apuntes y el portátil para pasar tres maravillosos días escribiendo en calma y alejado del mundanal ruido, para luego encontrarte allí con un sol de verano, un mar calmo y cristalino y gente maravillosa que te invita a comer y a beber de manera copiosa y, además, te regala botellas de vino de cosecha propia para que te lleves a casa. Así es como vuelves en el barco con la panza llena, quemado por el sol, medio borracho y mareado y sin haber escrito ni una línea. Pero eso sí, rebosando de felicidad y agradecimiento. Habrá que volver a intentarlo.

miércoles, 11 de abril de 2018

Día 5

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11 de abril

Incompatibilidades en la vida de un escritor:

1- Comer un puchero y luego acometer la imposible tarea de corregir aquel párrafo que te ha inquietado durante toda la mañana.

2- Que vengan un par de amigos a tocar el timbre para tomar unos mates justo cuando creías haber encontrado un par de horas libres para, por fin, empezar un nuevo capítulo (y si encima traen unos bizcochitos dulces ya se arruinó todo por completo).

3- Dar por sentado que esta noche sí, esta es la noche en la que, en lugar de irte a tomar unas birras con amigos, te vas a sentar a pasar en limpio todas esas páginas que se van acumulando en el cuaderno desde hace algunas semanas.

Iluso.

Continuara...

martes, 10 de abril de 2018

Día 4

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10 de abril

Lo importante es avanzar todos los días un poco, me digo.  Y aunque no escribo, sí que avanzo en mis investigaciones. Ahora, por ejemplo, he dejado un poco de lado todo lo relacionado con los detalles técnicos de las travesías por el Atlántico (empecé a sentirme un poco mareado, quizás sea el mal de mar) y, en cambio, comencé a sumergirme en el misticismo, en las artes esotéricas y en otras pseudociencias.

Y es que, pensándolo con detenimiento, y viendo que el provisorio título que elegí para la novela tiene connotaciones místicas, me di cuenta de que tal vez debería empezar mis investigaciones por ahí. Al menos, me dije, debería yo ya tener claro cuál es mi punto de vista al respecto. Es decir, de qué hablo cuando hablo de vidas pasadas.

Me doy cuenta de que el tema místico es un tema relevante en la novela. Pero cuando reflexiono al respecto, siento que, a pesar de que ya debería tener una idea formada al respecto, aún me quedan ciertas dudas. Al igual que con la religión, siempre fui bastante agnóstico en lo concerniente a todo lo que tuviese un matiz místico. Y es que mi mente lógica, ante cualquier amenaza de misticismo, busca desesperadamente (y las encuentra) mil razones sobre porqué esto o aquello no puede ser cierto. Pero al final, en el fondo, allí, en esas profundidades oscuras e impenetrables, siempre hay un “puede ser” latente. Y eso quizás se deba a que no me gusta cerrar ninguna puerta (y además no me gusta estar equivocado, por lo que siempre preferí dejar abierta esa posibilidad por si acaso, en algún momento, me encuentro en una situación sobrenatural). También, ahora que lo pienso, puede que se deba a mi afición de leer mucho a Poe. Quién sabe.

En todo esto pienso para no pensar en que se me está acabando este cuaderno y debería salir de casa a comprar otro. Pero con el día tan horrible que hace, con esta llovizna molesta, este viento intolerable y este frío completamente desubicado que se empeña en no dejar que llegue la tan esperada primavera, el solo hecho de pensar en sacarme el pijama, ducharme y salir a la calle, hace que me decida por quedarme en casa y, en caso de que sea necesario, puedo siempre reciclar algunas hojas sueltas. Mañana veremos si sale el sol.

viernes, 6 de abril de 2018

Día 3

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6 de abril

Se dice del periodista y escritor Stephen Crane (Newark 1871- Badenweiler 1900) que en muchos de sus escritos anticipó, de alguna manera, sucesos que posteriormente viviría en carne propia. Escribió, por poner un par de ejemplos, sobre los suburbios de Nueva York y sus habitantes, mientras aún cursaba sus estudios en la Universidad de Syracuse, sin saber que posteriormente llegaría a sumergirse de lleno en la vida de los bajos fondos del Bowery. Escribió también un retrato vívido de los horrores en el campo de batalla, sin haber participado en ninguna guerra, algo que sí experimentaría años después como corresponsal en la guerra entre griegos y turcos.

La cuestión es que mientras leo sobre la vida de Crane y sus textos premonitorios descubro, no sin sorpresa, que al menos en dos ocasiones, durante los últimos meses, experimenté yo algo similar; es decir, escribí sobre cosas que luego viviría. Por supuesto que no tengo intenciones de comparar aquí mi vida, más bien monótona y aburrida, con la del audaz y aventurero escritor norteamericano. Tampoco pretendo equiparar mis torpes textos con su magnífica y prolífica (y, ahora también lo sé, premonitoria) obra. Simplemente, me pareció curioso y algo inquietante encontrar este aparente paralelismo con algunas de las situaciones que me tocó vivir últimamente. 

La primera situación a la que me refiero sucedió hace un par de meses, con motivo de mi última visita a Buenos Aires. Algunas semanas antes de viajar (incluso de saber que estaba por hacer ese viaje) se me ocurrió escribir un texto en el que ficcionaba mi regreso a la ciudad.

La intención era reflexionar sobre la relación que mantengo con la ciudad desde que vivo lejos; esa sensación que experimento al volver a algunos lugares después de tantos años y encontrármelos tan cambiados. Cosas por el estilo. En el texto aparecía yo como personaje, caminando por las calles de un barrio que nunca había sido mi barrio, pero que conocía bien y me servía perfectamente como escenario para lo que quería mostrar. Visitaba también un café (que existe realmente y que, dicho sea de paso, me parece unos de los rincones más encantadores) en el que supuestamente yo desayunaba todas las mañanas, en cada una de mis visitas a la ciudad, como si llevase a cabo una especie de ritual.

Quiso quizás el destino que esta vez, al aterrizar en Buenos Aires, fuese directamente a visitar a mi madre (quien casualmente vive ahora en ese barrio sobre el que yo había escrito) y que, al llegar a su casa, ella tuviese la magnífica idea de invitarme a desayunar a ese café tan pintoresco del que hablaba anteriormente. Hasta aquí todo podría considerarse una alegre coincidencia, pero sucedió – y esto no me lo esperaba – que, luego de desayunar, a mi madre se le ocurrió la idea de dar una vuelta por el barrio y mostrarme lo mucho que había cambiado todo desde que yo me había ido. Me paseó por lugares que yo nombraba en el texto, como la plaza del barrio o la estación del tren, para enseñarme el contraste de esos dos lugares, que se mantienen como antaño, con otros que tanto se han transformado.

Por supuesto, lo primero que pensé fue que ella había leído mi relato (algo más bien improbable, puesto que éste se había publicado en una revista digital no muy conocida) y estaba intentando reproducirlo para mí. Pero cuando se lo pregunté me respondió que, aunque le encantaría leer lo que yo escribo, sus ojos ya no ven tan bien y le cuesta muchísimo eso de meterse en Internet y leer de la pantalla. <<Igual>>, dijo, <<yo no necesito leer lo que escribe mi hijo para saber que escribe muy bien>>. Y así zanjó la conversación que enseguida tomó otro rumbo.

Todo hubiese quedado en esta simpática anécdota si no fuese porque, una semana después, me encontré casualmente con un amigo que hacía muchos años que no veía, y al que yo había utilizado, sin que él lo supiera, como personaje en mi última novela. En la historia, mi personaje perdía el camino, por así decirlo, después de haber tenido unos problemas personales. Todo ficción, claro. Nada sabía de la vida de este amigo desde hacía, como ya dije, muchos años. Tampoco sabría decir por qué se me ocurrió utilizarlo como personaje, pero así somos los escritores, sacamos material de cualquier lado. El caso es que después intercambiar los saludos pertinentes con mi amigo, lo invité a tomar una café y fue ahí cuando escuché su historia. Me contó que hacía unos años atrás, debido a unos “problemitas” con las drogas, había “perdido un poco el camino” (usó, para mi sorpresa, esas exactas palabras) y había estado, me dijo, algo desequilibrado.

Mientras él me contaba todo esto, yo intentaba captar algún gesto que me indicara que todo era una broma, pero a decir verdad no percibí nada. Es más, mi amigo parecía más bien serio y preocupado por la situación que le había tocado vivir.

Todo lo que me contó tenía un sospechoso parecido con lo que yo había escrito en aquella historia, por eso ahora, el que verdaderamente estaba preocupado era yo. Y es probable que mi preocupación se notase en mi aspecto ya que mi amigo en seguida me preguntó si me sentía bien. Fue gracias a esa pregunta que logré escaparme de esa situación incómoda, contestándole que la verdad es que no me sentía nada bien y que debía estar todavía bajo los efectos del jet lag (algo bastante improbable ya que había pasado más de una semana del vuelo), así que salí del bar y me alejé de ahí casi corriendo.

Hubo también otras situaciones que podrían casi considerarse premonitorias en aquel viaje. Situaciones que en el momento me parecieron un tanto sobrenaturales pero a las que no quise dar rienda suelta para no alimentar mis manías ficcionales. No quería acabar también yo teniendo unos “problemitas” como mi antiguo amigo. Así que me lo tomé todo como si hubiesen sido unas maravillosas casualidades novelescas como esas que les suceden a los personajes de Paul Auster en algunas de sus historias.

La cuestión es que, ahora, mientras leo sobre la vida de Stephen Crane y sobre sus textos premonitorios todas esas inquietudes han vuelto a asaltarme. Y es que, para colmo, leo que el pobre Crane tuvo una muerte bastante prematura (a los 28 años), y lo primero que pienso es si todas estas coincidencias no derivarán también en mi propia muerte prematura. Un pensamiento totalmente paranoico y catastrófico, lo sé.

Así que sigo leyendo y poco a poco me tranquilizo diciéndome que yo ya he pasado hace rato los 28 años y que, además, según leo, el norteamericano dejó, en sus escasos años de vida, una extensa obra escrita. Yo, en cambio, apenas he escrito una novela y algunos textos sin importancia. Él, se vio involucrado en un naufragio, cuando cruzaba de Miami a Cuba, del que sobrevivió y fue capaz de contarlo en un hermoso cuento; y yo, aunque tengo planeada una novela en la que también, casualmente, se hace alusión a un naufragio, ni siquiera he empezado a escribirla. Mucho menos tengo en mente subirme a un barco en los próximos meses. Aunque, a decir verdad, cuando uno vive en una isla eso siempre es una posibilidad. Habrá que tenerlo en cuenta.

martes, 3 de abril de 2018

Día 2

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3 de abril

Escribir, lo que se dice escribir, no estoy escribiendo.  Lo que sí hago bastante por estos días es buscar información sobre viajes en barco a través del Atlántico. Sobre todo el trayecto que iría desde Buenos Aires hasta las Islas Canarias. No es que esté pensando ahora en una aventura por el estilo. Más bien investigo para la novela; busco cosas como: fechas en las que sería conveniente realizar el trayecto, cantidad de personas que deberían componer una tripulación media en un barco de tamaño mediano, qué tipo de embarcación sería la adecuada para este tipo de travesías, cosas por el estilo. Lo que encuentro son, más que nada, blogs de gente que ha hecho el viaje y que cuenta su experiencia personal, y muestran demasiadas fotos de ellos mismos, sonriéndole a la cámara, con la piel muy curtida por el sol y el mar. Hoy perdí toda la mañana en esto.

Después fui al mercado a comprar verduras. Hice de comer. Miré pasajes de avión (ya estaba cansando de tanto barco) para irme de viaje a algún lugar, lejos y por largo tiempo, pero los precios me desanimaron. 
Por la tarde, me fui a nadar.