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lunes, 28 de septiembre de 2020

Día 74



Salgo de casa para ir al café de la esquina a disfrutar de mi hora libre del día. Me cruzo con un par de vecinos que me saludan. No veo sus bocas moverse cuando me dicen «hola» por debajo de la mascarilla obligatoria, pero intuyo ese saludo por el gesto de los ojos y les devuelvo el saludo con un «buen día» que probablemente no oigan por culpa de mi mascarilla obligatoria. Pienso en la importancia de la mirada y de los ojos en estos tiempos pandémicos/post apocalípticos. Hoy más que nunca los ojos juegan un papel fundamental en nuestra comunicación. Hoy más que nunca aquella premisa de que los ojos son las puertas de alma se hace evidente. En los ojos vemos un «hola» o intuimos un «buen día». Devolvemos una sonrisa que sabemos que no se verá, pero que también sabemos que los demás saben que ahí está por los ojos. Dichosos los ojos que hablan. En todo esto pienso en el breve paseo hasta el bar de la esquina y recuerdo aquel cuento de Julio Cortázar, «El perseguidor», en el que el personaje, un músico de jazz, le cuenta a su interlocutor cómo, mientras viajaba en el metro de París de una estación a la siguiente, entre las cuales mediaban sólo un par de minutos, él, el músico, había pensado en un montón de cosas y esto le había hecho pensar en la relatividad del tiempo. «Esto del tiempo es complicado», le dice.

Cuando llego al café de la esquina escribo todo esto en pocos minutos y después me relajo y disfruto de un café con leche espumoso, y me dedico a ver la gente pasar caminando al otro lado del cristal y a intuir las palabras que se esconden bajo sus mascarillas y en esas miradas. Si uno sabe mirar puede encontrar historias bajo cualquier mascarilla obligatoria. Pero yo no tengo el tiempo suficiente para escribir esas historias. Mi hora libre del día se acaba. Esto del tiempo es complicado. 

jueves, 23 de julio de 2020

Día 70



23 de julio

Un renombrado opinólogo de mi barrio, con el que suelo coincidir en el bar de la esquina al que voy en mi hora libre del día a intentar avanzar en la novela a paso no de una hormiga sino más bien con el tenaz y perseverante y pesado paso de una tortuga vieja y más arrugada de lo normal, nos regaló muy desinteresadamente a mí y al camarero que estaba detrás de la barra, una larga lista medidas para salir de esta pandemia que, según él, el gobierno estaba tardando en adoptar. Y mientras él disertaba sobre los errores que todos los ciudadanos cometemos y que nos llevarán, según aseguró, más rápido que tarde a un nuevo confinamiento, yo no pude evitar desviar mi atención hacia las gotitas de saliva y cerveza que saltaban desde la boca descubierta de nuestro conocido opinólogo y viajaban hasta la mascarilla del camarero que lo observaba de reojo y asentía distraído mientras sacaba brillo a unas copas con un paño seco.
Disculpándome, argumentando que tenía algo que escribir antes de que la idea se me fuera de la cabeza, me alejé hasta una mesa bien apartada en un rincón, junto a la ventana abierta y me senté allí a fingir que escribía algo. A salvo de la lluvia de saliva y cerveza, y de la sabiduría regalada de nuestro conocido, pude disfrutar de mi hora libre del día. Eso sí no escribí nada. Ni tampoco me pude terminar el café con leche que dejé abandonado sobre la barra, seguro de que se había llenado de gotitas cargadas de consejos. Al menos, el sol que entraba por la ventana me acaricio un poco el ánimo y logré volver a casa con renovadas energías.