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viernes, 20 de abril de 2018

Día 9

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20 de abril

Siguiendo el consejo de una buena amiga, siempre muy comprometida con el medio ambiente, empecé hace algunas semanas a comprar el agua en botellas de vidrio. Me las trae un repartidor que viene todos los viernes en su camión. Esta práctica me recuerda a cuando, de chico, pasaba por mi casa de Buenos Aires el sodero y nos traía, también con un camión, las cajas de sifones de soda. Venía todas las semanas y nos reponía los sifones vacíos. Puede que esa sea la razón por la que me he creado una especie de visión romántica en torno a toda esto del reparto de agua puerta a puerta.

Llevando esto un poco más lejos, hoy se me ocurrió invitar al Hombre del Agua (lo voy a llamar así por ahora) a entrar en casa a tomar un café y un vaso de agua. Lo hice porque me di cuenta de que, si quiero evocar la misma sensación que me trasmitía la visita del sodero de Buenos Aires a mi casa (a quien llamábamos por su nombre e incluso, cada tanto, mi viejo lo invitaba a tomar una cerveza o un café), tengo que hacerme más amigo del repartidor, entrar en confianza.

Mientras esperábamos, él y yo, a que se hiciera el café y charlábamos de cosas cotidianas, el Hombre de Agua se puso a ojear los cuadernos abiertos y los libros que yo había dejado descansando sobre la mesa de la cocina, en donde estaba trabajando cuando me interrumpió el timbre. Me preguntó si yo escribía y, cuando le respondí que sí, que estaba escribiendo una novela, me dijo que él también escribía y, entonces, la conversación dio un giro. Estuvimos largo rato charlando sobre libros y escritores, y, al ver que teníamos afinidades comunes en lo literario, el Hombre del Agua se animó y me leyó unos poemas suyos que me sorprendieron gratamente, porque me parecieron de una sensibilidad y sencillez conmovedoras. Me hicieron acordar inmediatamente a ciertos poemas de William Carlos Williams y, como una asociación lleva a otra, me acordé también del personaje de la película Paterson, de Jim Jarmusch. Ese personaje que maneja un autobús y que en sus ratos libres escribe poemas hermosos y sencillos sobre pequeñas cosas que en el fondo nunca son tan pequeñas. Ese personaje que en la película se llama Paterson y vive en el pueblo Paterson, el mismo pueblo Paterson al que Williams dedicó un magnífico poema. Y siguiendo con las asociaciones, ahora que lo miraba bien, el Hombre del Agua se parecía mucho a ese Paterson no sólo físicamente, sino que además los dos escribían en sus ratos libres (mientras almorzaban o esperaban un cambio de turno) poemas sobre las pequeñas cosas no tan pequeñas y, además, los dos eran conductores de vehículos grandes y complicados con los que daban vueltas por la ciudad pensando en cosas pequeñas y sencillas, que en realidad no son ni tan pequeñas ni tan sencillas. Pero creo que con tantas asociaciones me estoy enredando demasiado.

Voy a reproducir aquí, de memoria, uno de los poemas que me leyó y que me quedó grabado. Puede que algunas palabras estén cambiadas, pero decía algo así.

Caras sedientas/detrás de puertas/llenas de secretos/y de cajas/con botellas/vacías.

Quedamos la semana que viene. Yo le dije que le llenaría la taza con otro café si él me leía otro de sus poemas. Después me cambió mi caja de agua vacía por una llena y volvió a la calle.

Adiós, Paterson, le grite desde la puerta cuando se subía al camión, y él me saludó con la mano. Después se alejó haciendo tintinear las botellas de cristal vacías.

viernes, 6 de abril de 2018

Día 3

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6 de abril

Se dice del periodista y escritor Stephen Crane (Newark 1871- Badenweiler 1900) que en muchos de sus escritos anticipó, de alguna manera, sucesos que posteriormente viviría en carne propia. Escribió, por poner un par de ejemplos, sobre los suburbios de Nueva York y sus habitantes, mientras aún cursaba sus estudios en la Universidad de Syracuse, sin saber que posteriormente llegaría a sumergirse de lleno en la vida de los bajos fondos del Bowery. Escribió también un retrato vívido de los horrores en el campo de batalla, sin haber participado en ninguna guerra, algo que sí experimentaría años después como corresponsal en la guerra entre griegos y turcos.

La cuestión es que mientras leo sobre la vida de Crane y sus textos premonitorios descubro, no sin sorpresa, que al menos en dos ocasiones, durante los últimos meses, experimenté yo algo similar; es decir, escribí sobre cosas que luego viviría. Por supuesto que no tengo intenciones de comparar aquí mi vida, más bien monótona y aburrida, con la del audaz y aventurero escritor norteamericano. Tampoco pretendo equiparar mis torpes textos con su magnífica y prolífica (y, ahora también lo sé, premonitoria) obra. Simplemente, me pareció curioso y algo inquietante encontrar este aparente paralelismo con algunas de las situaciones que me tocó vivir últimamente. 

La primera situación a la que me refiero sucedió hace un par de meses, con motivo de mi última visita a Buenos Aires. Algunas semanas antes de viajar (incluso de saber que estaba por hacer ese viaje) se me ocurrió escribir un texto en el que ficcionaba mi regreso a la ciudad.

La intención era reflexionar sobre la relación que mantengo con la ciudad desde que vivo lejos; esa sensación que experimento al volver a algunos lugares después de tantos años y encontrármelos tan cambiados. Cosas por el estilo. En el texto aparecía yo como personaje, caminando por las calles de un barrio que nunca había sido mi barrio, pero que conocía bien y me servía perfectamente como escenario para lo que quería mostrar. Visitaba también un café (que existe realmente y que, dicho sea de paso, me parece unos de los rincones más encantadores) en el que supuestamente yo desayunaba todas las mañanas, en cada una de mis visitas a la ciudad, como si llevase a cabo una especie de ritual.

Quiso quizás el destino que esta vez, al aterrizar en Buenos Aires, fuese directamente a visitar a mi madre (quien casualmente vive ahora en ese barrio sobre el que yo había escrito) y que, al llegar a su casa, ella tuviese la magnífica idea de invitarme a desayunar a ese café tan pintoresco del que hablaba anteriormente. Hasta aquí todo podría considerarse una alegre coincidencia, pero sucedió – y esto no me lo esperaba – que, luego de desayunar, a mi madre se le ocurrió la idea de dar una vuelta por el barrio y mostrarme lo mucho que había cambiado todo desde que yo me había ido. Me paseó por lugares que yo nombraba en el texto, como la plaza del barrio o la estación del tren, para enseñarme el contraste de esos dos lugares, que se mantienen como antaño, con otros que tanto se han transformado.

Por supuesto, lo primero que pensé fue que ella había leído mi relato (algo más bien improbable, puesto que éste se había publicado en una revista digital no muy conocida) y estaba intentando reproducirlo para mí. Pero cuando se lo pregunté me respondió que, aunque le encantaría leer lo que yo escribo, sus ojos ya no ven tan bien y le cuesta muchísimo eso de meterse en Internet y leer de la pantalla. <<Igual>>, dijo, <<yo no necesito leer lo que escribe mi hijo para saber que escribe muy bien>>. Y así zanjó la conversación que enseguida tomó otro rumbo.

Todo hubiese quedado en esta simpática anécdota si no fuese porque, una semana después, me encontré casualmente con un amigo que hacía muchos años que no veía, y al que yo había utilizado, sin que él lo supiera, como personaje en mi última novela. En la historia, mi personaje perdía el camino, por así decirlo, después de haber tenido unos problemas personales. Todo ficción, claro. Nada sabía de la vida de este amigo desde hacía, como ya dije, muchos años. Tampoco sabría decir por qué se me ocurrió utilizarlo como personaje, pero así somos los escritores, sacamos material de cualquier lado. El caso es que después intercambiar los saludos pertinentes con mi amigo, lo invité a tomar una café y fue ahí cuando escuché su historia. Me contó que hacía unos años atrás, debido a unos “problemitas” con las drogas, había “perdido un poco el camino” (usó, para mi sorpresa, esas exactas palabras) y había estado, me dijo, algo desequilibrado.

Mientras él me contaba todo esto, yo intentaba captar algún gesto que me indicara que todo era una broma, pero a decir verdad no percibí nada. Es más, mi amigo parecía más bien serio y preocupado por la situación que le había tocado vivir.

Todo lo que me contó tenía un sospechoso parecido con lo que yo había escrito en aquella historia, por eso ahora, el que verdaderamente estaba preocupado era yo. Y es probable que mi preocupación se notase en mi aspecto ya que mi amigo en seguida me preguntó si me sentía bien. Fue gracias a esa pregunta que logré escaparme de esa situación incómoda, contestándole que la verdad es que no me sentía nada bien y que debía estar todavía bajo los efectos del jet lag (algo bastante improbable ya que había pasado más de una semana del vuelo), así que salí del bar y me alejé de ahí casi corriendo.

Hubo también otras situaciones que podrían casi considerarse premonitorias en aquel viaje. Situaciones que en el momento me parecieron un tanto sobrenaturales pero a las que no quise dar rienda suelta para no alimentar mis manías ficcionales. No quería acabar también yo teniendo unos “problemitas” como mi antiguo amigo. Así que me lo tomé todo como si hubiesen sido unas maravillosas casualidades novelescas como esas que les suceden a los personajes de Paul Auster en algunas de sus historias.

La cuestión es que, ahora, mientras leo sobre la vida de Stephen Crane y sobre sus textos premonitorios todas esas inquietudes han vuelto a asaltarme. Y es que, para colmo, leo que el pobre Crane tuvo una muerte bastante prematura (a los 28 años), y lo primero que pienso es si todas estas coincidencias no derivarán también en mi propia muerte prematura. Un pensamiento totalmente paranoico y catastrófico, lo sé.

Así que sigo leyendo y poco a poco me tranquilizo diciéndome que yo ya he pasado hace rato los 28 años y que, además, según leo, el norteamericano dejó, en sus escasos años de vida, una extensa obra escrita. Yo, en cambio, apenas he escrito una novela y algunos textos sin importancia. Él, se vio involucrado en un naufragio, cuando cruzaba de Miami a Cuba, del que sobrevivió y fue capaz de contarlo en un hermoso cuento; y yo, aunque tengo planeada una novela en la que también, casualmente, se hace alusión a un naufragio, ni siquiera he empezado a escribirla. Mucho menos tengo en mente subirme a un barco en los próximos meses. Aunque, a decir verdad, cuando uno vive en una isla eso siempre es una posibilidad. Habrá que tenerlo en cuenta.

viernes, 23 de febrero de 2018

Nocturno

Me gustaría decir que soy el personaje principal de la novela (sería también una posibilidad), pero apenas soy un personaje secundario. De todos modos me siento orgulloso.

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