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viernes, 17 de noviembre de 2023

Monamoda y Barbanueva - (poemita nº5)


Monamoda y Barbanueva




















Guardo el recuerdo
de asomarme a la ventana de mi casa 
en el barrio del Raval, 
en Barcelona, 
y verlos pasar paseando de la mano, 
felices.

Hacen una pareja maravillosa, pensé,
tan frescos y tan hermosos,
Barbanueva y Monamoda, 
muy a la última;
o a la penúltima, porque la última 
allá se va, allá se fue y ya pasó,
quién puede decir si volverá en otro revival retro vintage.
Y ahí viene otra a gran velocidad, otra que a su paso dejará
tan poco como la anterior, apenas alguna foto
o unos zapatos abandonados en el fondo del placard
esperando el recuerdo o el olvido.

Y ellos también pasan y se van, se alejan;
dejan el perfume, que queda como queda la piel
mudada, seca, pasada y usada muy poco
y ya desechada, rápido, pasada de moda.
Muy pasada.


lunes, 13 de mayo de 2019

Día 50

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13 de mayo
Para escribir, cada uno tiene su método. El mío diría que es el método de lo fragmentado. No es casual. Vivo fragmentado, pienso fragmentado y por lo tanto escribo fragmentado. Vida y ficción se entrelazan. Desde muy chico he tenido una vida fragmentada (o quizá deba decir muchas vidas) y eso se refleja inevitablemente en lo que escribo. Mi escritura, pienso, es un reflejo de los caprichosos fragmentos de mi historia.
Así, cada vez que me siento a escribir en la novela, lo hago no siguiendo desde dónde lo había dejado la última vez sino, más bien, partiendo de alguna idea que había previamente anotado en alguno de mis cuadernos (también me he acostumbrado a fragmentar lo que escribo en distintos cuadernos) o en este diario. Estas ideas, por supuesto, no se corresponden con lo que venía escribiendo hasta el momento sino que pueden ser parte de algún capítulo posterior, que aún no he escrito pero que ya tengo en la cabeza. Por lo tanto, puede que tenga escrito el capítulo uno y luego el nueve cuando aún no he completado el dos o el tres. Es entonces cuando me doy cuenta de que la ficción termina siendo exactamente como la vida, una serie de fragmentos sueltos, atomizados, que giran en torno a una idea principal (aunque nunca fija) y que uno no puede hacer otra cosa que ir uniendo estos fragmentos en una especie de patchwork bastante frankensteiniano (y por lo tanto muy romántico), hasta finalmente, con un poco de suerte, tener algo que se parezca a un todo, a una novela o a la vida misma.

martes, 2 de octubre de 2018

Día 36















1 de octubre

Cuando uno es una persona aficionada a los cambios y a comenzar las cosas una y otra vez por simple placer (por el simple hecho de (re)crearlas y reconfigurarlas; o quizás para otorgarles la posibilidad de convertirse en otra cosa), entonces uno corre el riesgo de, por ejemplo, estar en medio de la escritura de una novela (pongamos) y de repente, en un momento dado, pensar que tal vez podría quedar bien un cambio de forma. Y es ahí, en ese preciso instante, cuando todo se va al carajo. Porque te das cuenta de que, sí, lo vas a hacer. No lo podés evitar. Sin duda vas a volver al principio y vas a reescribir todo, o casi todo, para ver cómo quedaría el resultado aplicando la nueva idea que se te ocurrió. Y así sin más volvés a empezar. Total, qué importa. Lo importante, te decís para justificarte, es el proceso y no el resultado final. Qué más da si terminás un poquito más tarde. Y para sentirte tal vez un poco menos culpable, citas aquella frase que escribió Cesare Pavese en El oficio de vivir: "La única alegría en el mundo es comenzar. Es hermoso vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante".
Pero en realidad no necesitas justificarte. Porque como ya dijo el gran Ezra Pound "el artista está siempre empezando". Así que allá vamos. Hay ciertas cosas que no se pueden remediar.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Día 33

Lectura y Locura | “Esperando a los bárbaros” de John M ...

12 de septiembre

El escritor está sentado en su escritorio. La luz de la mañana, que entra por la ventana del estudio, cae sobre los libros de la estantería. El efecto que producen los rayos que atraviesan, oblicuos, las ramas del níspero que está al otro lado de la ventana, creando sobre los lomos de los libros una especie de juego de sombras y luces, le parece hipnótico.

El escritor se queda un rato mirando este espectáculo de sombras chinescas. Es un modo como cualquier otro de distraerse, piensa, y así no pensar en que no se le ocurre nada para escribir. Mejor esto que la ansiedad. Mejor esto que tener que salir corriendo a buscar al baño las pastillas aquellas que evitan que el fuego crezca.

Así que el escritor prefiere mirar fijo la luz hasta que le duelen los ojos. Mirar para luego describir la sensación que esto le produce. Reproducir esa sensación en el cuaderno no tanto porque crea que ahí puede haber una historia, sino más bien, como ya se dijo, para distraerse un rato más y olvidar del todo la idea del botiquín y del frasco de pastillas. Escribir es mejor, piensa. Aunque a veces...

Ahora vuelve a mirar fijo la luz y cuando vuelve la vista hacia el cuaderno allí está de nuevo esa mancha, residuo de la intensidad de la luz en la retina. Es una mancha verde y a veces roja. No es una sensación desagradable. Por el contrario, parece provocar un efecto tranquilizador en él el hecho de escribir sin ver exactamente lo que está escribiendo. Y en seguida, no sabe muy bien por qué, quizás porque las cosas que guardamos en el subconsciente dejan también allí una mancha asociada a un recuerdo, el escritor se acuerda del personaje principal de Esperando a los bárbaros, la novela de Coetzee. Aquel magistrado que en vano intenta hacer entender a los militares obtusos del Imperio que los bárbaros, que habitan cerca de su frontera, no son una amenaza. Que siempre estuvieron allí y que, además, aquellos son sus territorios y nunca lograrán echarlos como pretenden. Aquel magistrado, soñador, que quizás se siente un poco culpable por haber dejado que los militares torturasen incluso a niños en su pueblo y que, tal vez por la misma culpa, toma bajo su tutela a una mendiga bárbara y la devuelve a su pueblo no sin antes (o quizás precisamente por esto) haberse enamorado de ella. Aquel magistrado que, como repite todo el tiempo, lo único que quiere es terminar sus días en paz, pero que al final los termina siendo una especie de vagabundo muy parecido a los que aparecen en los libros de Beckett, aunque quizás un poca más cuerdo. Pero quién puede asegurarlo.

Y el escritor, pensando en cómo acabo asociando ese recuerdo a este momento particular, se pregunta si no tendrá él también que darse cuenta de que sus bárbaros internos tampoco son una amenaza y que siempre han estado ahí. Habría que aprender a convivir con ellos aunque sus costumbres sean tan ajenas a lo que uno esperaría. Porque tal vez sea como dice el magistrado que "el dolor es la verdad, todo lo demás está sujeto a duda".

Y aferrado a esa teoría, el escritor vuelve a mirar la luz que cada vez se vuelve más intensa a medida que se acerca el mediodía. La mira fijo hasta que el dolor de los ojos sea la verdad y que lo demás sea sólo la duda. Nada más.

Mejor la duda y la distracción que las pastillas. Aunque no haya nada para contar.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

Día 32

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5 de septiembre

Y así, para no perder la costumbre de ir siempre a la contra y además por el simple placer de cambiar, que siempre es algo que le ha gustado, el escritor ha decidido que, a partir de este momento va a abandonar en sus textos el uso de esa primera persona que tanto se ha extendido en los últimos tiempos y que poco a poco parece querer abarcarlo todo.

Va a cambiar, piensa el escritor, hacia una tercera persona que se aleje de esa literatura del yo que, es verdad, durante mucho tiempo le ha gustado leer en algunos escritores que saben hacer un uso excelente de la misma, pero que, poco a poco parece ir perdiendo la fuerza de antaño. Quizás debido a que cuando algo se usa mucho termina por desgastarse y perder el brillo que tanto encandilaba.

Además, últimamente, al escritor se ha dado cuenta de que cada vez más gente le pregunta por las cosas que escribe, como si le hubiesen sucedido de verdad, incluso cuando él ha siempre intentado que sus textos fuesen lo suficientemente exagerados como para alejar cualquier tipo de duda sobre la veracidad de los mismos. Pero no hay caso, piensa el escritor. Aún hoy, siglos después de aquellos primeros experimentos literarios en primera persona, los lectores siguen identificando el yo literario con el autor. Y aunque esto nunca le ha parecido un problema grave, sí que siente que cada vez le cansa más y ya no le hace tanta gracia.

Así que ahora (incluso en este diario que desde sus comienzos ha sido un ejercicio del yo) el escritor ha pensado que lo mejor para él será escapar a los tentáculos omnipresentes de la literatura personal y crear un personaje que lo haga todo por él. Un personaje que, sin duda, no llegará nunca a ser un influencer, pero sí que levantará con orgullo el estandarte de heroico defensor de la ficción por la ficción. Y además, con cierto orgullo, saldrá por ahí a reivindicar aquel lema hoy tan olvidado que aseguraba que todos los personajes y los eventos que se presentan a continuación son ficticios y cualquier similitud con la realidad que el lector quiera encontrar fue, es y será pura coincidencia.

Y sin más, ahora sí, el escritor, con su nueva camiseta blanca con letras negras (como una hoja que nunca está en blanco), en la que se puede leer un gran "él" en lugar del tan orgulloso "yo", se va a dar un paseo por su ciudad con la intención de disfrutar de este nuevo anonimato.

Adieu! Bye Bye! Aufwiedersehen

miércoles, 27 de junio de 2018

Día 23

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27 de junio

Cada vez me convenzo más de que hay escritores por todos lados. Se esconden detrás de las fachadas más insólitas y curiosas, para aparecer cuando uno menos se lo espera.

Hoy, sin ir más lejos, tuve un extraño encuentro con uno en el café de mi barrio. Ese café en el que me gusta sentarme a escribir y al que voy varias veces por día. El mismo café en el que, como ya escribí anteriormente, siempre entro con temor a que un día el dueño se harte y termine por preguntarme sobre el porqué de esa extraña actitud mía de ir allí, varias veces por día, sentarme en una mesa apartada (en lo posible siempre la misma), cerca de la ventana, y una vez acomodado allí, quedarme pensativo mientras lo observo todo sin observar realmente nada. O preguntarme, quizás, por esas otras veces en las que, inclinado demasiado sobre este cuaderno en el que ahora escribo estas lineas y, en una actitud de extrema concentración (mordiéndome la lengua hasta casi hacerme mal) me río solo mientras escribo como poseído.

Tengo temor no solo a que me pregunte, sino más bien a tener que responderle algo que le resulte tan extraño que me crea un loco perdido y termine por echarme de allí.

Y, por un momento, hoy fue el día en que todos esos temores se hicieron realidad. Sucedió lo que tanto me esperaba que sucediera, aunque no sucedió como me lo esperaba. Hoy, el dueño, por fin se ha acercado sin traer en sus manos el café de siempre. Y, en cuanto lo he visto venir directo hacia mí, con el ceño fruncido, he sabido que el momento había llegado y todo mi mundo se ha tambaleado por unos instantes. Casi estuve apunto de levantarme y salir de ahí yo solito, antes de que me echasen. Pero apenas me dio tiempo a cerrar el cuaderno cuando el dueño llegó hasta la mesa y me preguntó, sin más preámbulos, si era escritor. La pregunta me dejó tan desconcertado que lo único que atiné a responderle fue algo que recordé que un amigo me había recomendado decir en caso de que algo así sucediera.

"Pincha, rompe, pierde, paga", le dije, y me quedé mirándolo unos segundos, ahora sí, con verdadero temor a que me sacara del bar a empujones por pirado. Pero para mi sorpresa su réplica me dejó aún más descolocado que su pregunta anterior. "Escribir en un bar es como quedarse dormido escuchando la radio", me dijo. Y, como no entendí en absoluto lo que me había querido decir, me di cuenta enseguida de que había encontrado otro amigo con el que compartía afinidades. Porque no entender era precisamente lo que andaba yo buscando y así se lo dije. Y él, por supuesto, se echo a reír a carcajadas y la enorme panza que ostenta empezó a sacudir el delantal que tenía atado a la cintura.

Acto seguido, me invitó una cerveza que amablemente tuve que tomarme, aunque eran las diez de la mañana, porque rechazarla me pareció un gesto descortés para con mi nuevo amigo. Después, me contó que él también era escritor y que, en sus ratos libres, se le había ocurrido regentar un café. Dijo esto y soltó otra carcajada con sacudida de panza.

Me dijo que su mayor afición eran los aforismos, pero que no descartaba escribir una obra en la que conviviesen, de manera natural, los aforismos con la narrativa. Un obra como la de Oscar Wilde, me dijo, y me confesó que el irlandés era uno de sus escritores favoritos.

Para este momento, él ya estaba sentado en mi mesa con una cerveza adelante y yo un poco mareado con la segunda. Estuvimos así un rato, tomando cerveza y charlando sobre Oscar Wilde y sobre aforistas que yo desconocía completamente.

Después volví a casa muy contento y zigzagueando. Ahora tenía un nuevo amigo, un lugar fijo para escribir sin temor a que me echasen y una borrachera bastante importante. Volví tambaleante y pensando que, después de Paterson, Óscar (así me dijo que se llamaba, aunque no sé si se lo había inventado) era el segundo escritor que aparecía donde menos me lo esperaba y oculto tras una fachada curiosa.

Habrá que seguir buscando.

lunes, 28 de mayo de 2018

Día 18

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28 de mayo

Hay días que podrían perfectamente borrarse del calendario y no cambiaría nada. Hoy, sin ir más lejos, perdí gran parte de la mañana husmeando en el Facebook para ver qué hacía la gente. Sentí asco de mí mismo y, para compensar, me dije que lo mejor sería ir hasta la biblioteca a buscar un par de libros que desde hace un tiempo quiero leer. 
Fui caminando a paso lento, disfrutando del paseo, intentando despejar los malos pensamientos de hace un rato. Es decir, quitándome de encima el asco que sentí hacia mi persona.

Cuando llegué a la biblioteca, como no tenían los libros que venía buscando, me puse a recorrer con la vista los anaqueles en busca de algo que me inspirase. Al final me llevé tres libros de autores que no me sonaban nada para ver si descubría algo que me sorprendiera.

Volví a casa, me preparé unos mates y me senté un rato al sol, en el jardín (hay que aprovechar los días buenos). Me llevé los libros para hojearlos, pero al parecer el gran descubrimiento del 2018 tendrá que esperar.

Después de la sesión de vitamina D en el jardín, volví al escritorio. A falta de una idea o de ganas, volví a mirar el Facebook. También leí el diario, miré el mail, la cuenta del banco y leí algún blog que me gusta.

Toda esa actividad me dio hambre, así que fui a la cocina a abrir distraídamente la heladera para ver que podía picar. Corté queso y un poco de pan. Calenté más agua para el mate y volví al jardín y al sol. Lo de escribir quedará para mañana, me dije. Para que sufrir.

domingo, 20 de mayo de 2018

Día 16

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20 de mayo

Durante mucho tiempo, como Proust, yo también estuve acostándome temprano. Y parecía que eso era algo que incomodaba a la gente que me rodeaba. «¿A las diez en la cama?», se sorprendían. Sí, y es que considero que la noche está sobrevalorada. Muchos hablan de la tranquilidad y del silencio que se experimenta por la noche, pero a ellos les digo que prueben a levantarse a las siete y se darán cuenta de que este silencio, apenas interrumpido por el trino de los pájaros, es un silencio mucho más audaz. Me atrevería a decir (porque también he vivido muchas noches y lo sé) que el aparente silencio de las noches, lo rompen unos ruidos mucho más perversos que ahora prefiero evitar.

Déjenme mis mañanas frescas y luminosas, dejen que me aleje de la oscuridad. Por la mañana todo es más sincero, nadie oculta sus miserias detrás del maquillaje. En una cara de dormido se pueden leer muchas cosas. Hay más verdad en la marca que deja una almohada sobre una mejilla que en muchas confesiones etílicas en la barra de un bar. En unos ojos hinchados se puede ver la historia de la humanidad. En un alegre «buenos días» y en el olor del pan recién hecho o del café, puede estar encapsulada toda la felicidad.

Me gusta trabajar por las mañanas. Sentarme a escribir mientras, de fondo, escucho cómo se levantan las persianas de los negocios del barrio. Escucho a la señora de la florería que le da los buenos días al panadero. La vecina que saca sus perros a pasear y los pasos de la gente que va a trabajar me inspiran. El mundo desperezándose me inspira.

Por eso, ahora me voy a dormir que ya son las diez y cuarto y se está haciendo tarde. Mañana hay que madrugar así que apaguemos las velas. Espero que nadie se sorprenda o se sienta incómodo por esta confesión. Buenas noches.

miércoles, 18 de abril de 2018

Día 8

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18 de abril

A este cuaderno le quedan pocas hojas vacías. Hace días que debería haber salido a comprar uno nuevo, lo sé, pero no me dio la gana. Además, el tiempo no ha acompañado mucho, a decir verdad. Hoy, en cambio, hace un día encantador para salir a pasear. Así que puede que hoy sea el día indicado para comprar ese cuaderno que tanto se hace esperar y así dejar, de una vez por todas, de reciclar hojas sueltas que luego acaban perdidas o en la basura.

Hoy hace un día estupendo, decía, y es así en todos los sentidos. Porque hoy logré escribir una página entera. Como diría Cesar Aira: «con una paginita al día me conformo, porque al final del año tengo 365 páginas y eso es una novela».

Por supuesto que mi "paginita" de hoy no es como la paginita de Aira. Si me pongo riguroso, de mi paginita puede que quede un párrafo, quizás apenas una idea o puede que únicamente un adjetivo que me gusta. Pero como hoy el día es maravilloso, me siento optimista y digo que sí, que tengo una página entera. Una página más. Ahí lo dejo.

Ahora me voy a comprar el cuaderno y luego a la playa: Quien sabe. Tal vez esa paginita se convierta en dos o en tres. Aunque lo mejor es no emocionarse. Lo más probable es que con el baño en el mar quede demasiado cansado como para empezar el nuevo cuaderno. 

martes, 17 de abril de 2018

Día 6

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15 de abril.
Incompatibilidades...
4- Viajar a La Gomera y llevar encima todos los cuadernos, apuntes y el portátil para pasar tres maravillosos días escribiendo en calma y alejado del mundanal ruido, para luego encontrarte allí con un sol de verano, un mar calmo y cristalino y gente maravillosa que te invita a comer y a beber de manera copiosa y, además, te regala botellas de vino de cosecha propia para que te lleves a casa. Así es como vuelves en el barco con la panza llena, quemado por el sol, medio borracho y mareado y sin haber escrito ni una línea. Pero eso sí, rebosando de felicidad y agradecimiento. Habrá que volver a intentarlo.

miércoles, 11 de abril de 2018

Día 5

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11 de abril

Incompatibilidades en la vida de un escritor:

1- Comer un puchero y luego acometer la imposible tarea de corregir aquel párrafo que te ha inquietado durante toda la mañana.

2- Que vengan un par de amigos a tocar el timbre para tomar unos mates justo cuando creías haber encontrado un par de horas libres para, por fin, empezar un nuevo capítulo (y si encima traen unos bizcochitos dulces ya se arruinó todo por completo).

3- Dar por sentado que esta noche sí, esta es la noche en la que, en lugar de irte a tomar unas birras con amigos, te vas a sentar a pasar en limpio todas esas páginas que se van acumulando en el cuaderno desde hace algunas semanas.

Iluso.

Continuara...

viernes, 6 de abril de 2018

Día 3

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6 de abril

Se dice del periodista y escritor Stephen Crane (Newark 1871- Badenweiler 1900) que en muchos de sus escritos anticipó, de alguna manera, sucesos que posteriormente viviría en carne propia. Escribió, por poner un par de ejemplos, sobre los suburbios de Nueva York y sus habitantes, mientras aún cursaba sus estudios en la Universidad de Syracuse, sin saber que posteriormente llegaría a sumergirse de lleno en la vida de los bajos fondos del Bowery. Escribió también un retrato vívido de los horrores en el campo de batalla, sin haber participado en ninguna guerra, algo que sí experimentaría años después como corresponsal en la guerra entre griegos y turcos.

La cuestión es que mientras leo sobre la vida de Crane y sus textos premonitorios descubro, no sin sorpresa, que al menos en dos ocasiones, durante los últimos meses, experimenté yo algo similar; es decir, escribí sobre cosas que luego viviría. Por supuesto que no tengo intenciones de comparar aquí mi vida, más bien monótona y aburrida, con la del audaz y aventurero escritor norteamericano. Tampoco pretendo equiparar mis torpes textos con su magnífica y prolífica (y, ahora también lo sé, premonitoria) obra. Simplemente, me pareció curioso y algo inquietante encontrar este aparente paralelismo con algunas de las situaciones que me tocó vivir últimamente. 

La primera situación a la que me refiero sucedió hace un par de meses, con motivo de mi última visita a Buenos Aires. Algunas semanas antes de viajar (incluso de saber que estaba por hacer ese viaje) se me ocurrió escribir un texto en el que ficcionaba mi regreso a la ciudad.

La intención era reflexionar sobre la relación que mantengo con la ciudad desde que vivo lejos; esa sensación que experimento al volver a algunos lugares después de tantos años y encontrármelos tan cambiados. Cosas por el estilo. En el texto aparecía yo como personaje, caminando por las calles de un barrio que nunca había sido mi barrio, pero que conocía bien y me servía perfectamente como escenario para lo que quería mostrar. Visitaba también un café (que existe realmente y que, dicho sea de paso, me parece unos de los rincones más encantadores) en el que supuestamente yo desayunaba todas las mañanas, en cada una de mis visitas a la ciudad, como si llevase a cabo una especie de ritual.

Quiso quizás el destino que esta vez, al aterrizar en Buenos Aires, fuese directamente a visitar a mi madre (quien casualmente vive ahora en ese barrio sobre el que yo había escrito) y que, al llegar a su casa, ella tuviese la magnífica idea de invitarme a desayunar a ese café tan pintoresco del que hablaba anteriormente. Hasta aquí todo podría considerarse una alegre coincidencia, pero sucedió – y esto no me lo esperaba – que, luego de desayunar, a mi madre se le ocurrió la idea de dar una vuelta por el barrio y mostrarme lo mucho que había cambiado todo desde que yo me había ido. Me paseó por lugares que yo nombraba en el texto, como la plaza del barrio o la estación del tren, para enseñarme el contraste de esos dos lugares, que se mantienen como antaño, con otros que tanto se han transformado.

Por supuesto, lo primero que pensé fue que ella había leído mi relato (algo más bien improbable, puesto que éste se había publicado en una revista digital no muy conocida) y estaba intentando reproducirlo para mí. Pero cuando se lo pregunté me respondió que, aunque le encantaría leer lo que yo escribo, sus ojos ya no ven tan bien y le cuesta muchísimo eso de meterse en Internet y leer de la pantalla. <<Igual>>, dijo, <<yo no necesito leer lo que escribe mi hijo para saber que escribe muy bien>>. Y así zanjó la conversación que enseguida tomó otro rumbo.

Todo hubiese quedado en esta simpática anécdota si no fuese porque, una semana después, me encontré casualmente con un amigo que hacía muchos años que no veía, y al que yo había utilizado, sin que él lo supiera, como personaje en mi última novela. En la historia, mi personaje perdía el camino, por así decirlo, después de haber tenido unos problemas personales. Todo ficción, claro. Nada sabía de la vida de este amigo desde hacía, como ya dije, muchos años. Tampoco sabría decir por qué se me ocurrió utilizarlo como personaje, pero así somos los escritores, sacamos material de cualquier lado. El caso es que después intercambiar los saludos pertinentes con mi amigo, lo invité a tomar una café y fue ahí cuando escuché su historia. Me contó que hacía unos años atrás, debido a unos “problemitas” con las drogas, había “perdido un poco el camino” (usó, para mi sorpresa, esas exactas palabras) y había estado, me dijo, algo desequilibrado.

Mientras él me contaba todo esto, yo intentaba captar algún gesto que me indicara que todo era una broma, pero a decir verdad no percibí nada. Es más, mi amigo parecía más bien serio y preocupado por la situación que le había tocado vivir.

Todo lo que me contó tenía un sospechoso parecido con lo que yo había escrito en aquella historia, por eso ahora, el que verdaderamente estaba preocupado era yo. Y es probable que mi preocupación se notase en mi aspecto ya que mi amigo en seguida me preguntó si me sentía bien. Fue gracias a esa pregunta que logré escaparme de esa situación incómoda, contestándole que la verdad es que no me sentía nada bien y que debía estar todavía bajo los efectos del jet lag (algo bastante improbable ya que había pasado más de una semana del vuelo), así que salí del bar y me alejé de ahí casi corriendo.

Hubo también otras situaciones que podrían casi considerarse premonitorias en aquel viaje. Situaciones que en el momento me parecieron un tanto sobrenaturales pero a las que no quise dar rienda suelta para no alimentar mis manías ficcionales. No quería acabar también yo teniendo unos “problemitas” como mi antiguo amigo. Así que me lo tomé todo como si hubiesen sido unas maravillosas casualidades novelescas como esas que les suceden a los personajes de Paul Auster en algunas de sus historias.

La cuestión es que, ahora, mientras leo sobre la vida de Stephen Crane y sobre sus textos premonitorios todas esas inquietudes han vuelto a asaltarme. Y es que, para colmo, leo que el pobre Crane tuvo una muerte bastante prematura (a los 28 años), y lo primero que pienso es si todas estas coincidencias no derivarán también en mi propia muerte prematura. Un pensamiento totalmente paranoico y catastrófico, lo sé.

Así que sigo leyendo y poco a poco me tranquilizo diciéndome que yo ya he pasado hace rato los 28 años y que, además, según leo, el norteamericano dejó, en sus escasos años de vida, una extensa obra escrita. Yo, en cambio, apenas he escrito una novela y algunos textos sin importancia. Él, se vio involucrado en un naufragio, cuando cruzaba de Miami a Cuba, del que sobrevivió y fue capaz de contarlo en un hermoso cuento; y yo, aunque tengo planeada una novela en la que también, casualmente, se hace alusión a un naufragio, ni siquiera he empezado a escribirla. Mucho menos tengo en mente subirme a un barco en los próximos meses. Aunque, a decir verdad, cuando uno vive en una isla eso siempre es una posibilidad. Habrá que tenerlo en cuenta.