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viernes, 12 de enero de 2024

Una fiesta no

Comparsa extravagante









Buenos Aires era no una fiesta sino más bien una comparsa desaliñada; un desfile de carnaval trasnochado, que en una esquina de barrio, y a altas horas de la madrugada, ensaya sus últimos pasos.

Estoy hablando de los años 90. Hermosos años. «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos», diría Dickens. La era de la locura y de la sabiduría. 

Todo era música. 

Por aquel entonces nos vestían los Stones. Pantalones ajustados, camisetas cortadas y pañuelos al cuello. Siempre con el pelo largo. Imitábamos el caminar de Jim Morrison o de Robert Plant. Tocábamos la guitarra, y hubiésemos querido tocar como Hendrix o como Vaughan. Pero la vida...

A la poesía, por ejemplo, no nos acercamos por Neruda o por Vallejo. Nos acercamos gracias a las letras del flaco Spinetta o a las maravillosas letras de Patricio Rey y sus redonditos de ricota. Algunos decían que aquello era poesía críptica, pero qué mejor que no entender nada para querer saber mucho más. Si no entiendes algo puedes hacer que signifique cualquier cosa, dijo alguien. Y nosotros usábamos ese lenguaje para comunicarnos en código. Un código de circuito cerrado. 

Recién empezábamos a escribir y soltábamos versos en el colectivo, de camino al Roxy. En la línea 60 que nos levaba desde Barrancas de Belgrano hasta Av. Rivadavia, casi llegando a la plaza del Congreso. Eran unos colectivos hermosos que, creo, ya no existen. Llevábamos escondida una botella de Jim Bean en el bolsillo interior de la campera de jean, y lo otro en un compartimiento secreto de un llavero con una foto de la Virgen de Itatí.

Nos gustaba brindar "por las cosas" (eso todavía lo hacemos, algunas cosas subsisten). Y volvíamos a casa afónicos de tanto hablar y de tanto cantar.

Había belleza en todas partes, y horror también, y violencia, y el horror y la violencia hacían que la belleza fuese aún más intensa. «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos».

Hoy solo queda el ideal y algún recuerdo. Algunas fotos, también, que ya digitalizamos para pasárnoslas por Whatsapp. "Mirá esta qué buena". Con eso disfrutamos. Menos mal que algunos guardamos algunas de esas cosas, menos mal que otros tienen buena memoria. Menos mal que vivimos todo eso. Menos mal que vivimos y sobrevivimos. Menos mal. 


martes, 21 de noviembre de 2023

¿Quién necesita una trama?










Puede que rodearte de gente que te lea y que te apoye sea muy importante para ganar confianza en tu obra, pero no siempre es imprescindible. De hecho, me animaría a decir que es más importante rodearte de gente que te lea y que te tire la obra abajo, o hasta de gente que ni siquiera te lea (pero que igualmente disfrute de tirarte abajo todo lo que escribes). Gente cruel, envidiosa, sutilmente despiadada. Gente de esa que escupe veneno. Esa es la gente que realmente necesitas a tu alrededor para poder creer en lo que escribes. Para poder mantenerte en el camino. Pienso en ese cuento de Lorrie Moore que creo se llama “Cómo convertirse en escritora” o "Como hacerse escritora". El cuento está en el libro Autoayuda, que es su primer libro de cuentos, y es una maravilla, todo el libro lo es. En este cuento del que hablo, una aspirante a escritora asiste a varios seminarios de escritura creativa, y en ellos se topa una y otra vez con compañeros o profesores que sistemáticamente le tiran abajo lo que escribe, la mayoría de las veces sin argumentos sólidos y de mala manera. Le critican principalmente el hecho de que no trabaja bien el argumento (o la trama, según la traducción). Pero no se lo dicen como una crítica constructiva. Le dicen cosas como “no tienes sentido del argumento (o la trama)” o “tus argumentos (o tramas) son absurdos” o “ridículos”.
Es inevitable hacer un paralelismo entre lo que escribe la aspirante a escritora del cuento y lo que escribe la autora, Lorrie Moore. 
Puede parecer, en efecto, que los cuentos de la autora estadounidense tengan muy poco argumento, o muy poca trama, pero son de lo más hermoso que he leído en mucho tiempo. Los cuentos de Lorrie Moore son infinitos, son unos cuentos potentes y crueles (con sus personajes), con un humor negro que a veces desanima, porque el lector no ve ni un ápice de esperanza para esos personajes que andan perdidos por la vida. ¿Y quién no anda perdido por la vida?
Pero son cuentos de una potencia suprema. Además, ¿quién necesita una trama cuando se puede acceder, a través de una imagen clara, profunda y terrible, a un fragmento de la vida de esos personajes tan complejos, tan ambiguos, tan extraviados? "Los argumentos son para los muertos", dice la escritora en ciernes del cuento que menciono más arriba. Una maravilla. Copio un fragmento para que se me entienda y se la entienda:

    En tu clase de Lengua y Literatura del instituto, mira la cara del señor Killian. Llega a la conclusión de que las caras son importantes. Escribe unos tercetos sobre los poros. Esfuérzate. Escribe un soneto. Cuenta las sílabas: nueve, diez, once, trece. Decide experimentar con la ficción. En esto no hay que contar las sílabas. Escribe un cuento corto acerca de una pareja de ancianos que se matan el uno al otro de un tiro por accidente, a consecuencia de una avería inexplicable de una escopeta de caza que una noche aparece misteriosamente en su cuarto de estar. Dáselo al señor Killian como trabajo de fin de curso. Cuando te lo devuelve, ves que ha escrito: «Algunas de tus imágenes están muy bien, pero no tienes sentido del argumento». Cuando estés en casa, en la intimidad de tu dormitorio, escribe a lápiz con letras tenues bajo sus comentarios en tinta negra: «Los argumentos son para los muertos, cara de cráter».

Ya desde el principio, desde que está en el instituto, la aspirante a escritora tiene que luchar contra todas esas fuerzas antagónicas que la hostigan y le ponen trabas injustificadas en su camino hacia una escritura fresca, renovadora, inteligente, hasta me atrevería a pronunciar esa palabra tan desgastada: original. En ningún momento hay nadie que la apoye: ni su familia, ni sus amigos, nadie. Pero ella tira para adelante. Sigue creando. Y, lo más importante, sigue haciendo lo mismo, cuentos sin argumento (trama) aparente. Ahí está depositada toda la confianza en la propia obra. 

Por eso, quizás, sospecho que no hay que rodearse de gente benévola, sino más bien acercarse sin reparos a todas esas bestias venenosas, a esas voces que creen tener la verdad absoluta. Diría casi que, para poder crear algo importante, hay que alimentarse de esas opiniones, meras opiniones, maliciosas. Y luego hacer todo lo contrario.
Es importante mostrar lo que uno escribe y exponerse, sí, pero mostrárselo no solo al aliado sino también al oponente, y siempre con la actitud estoica de la aspirante a escritora del cuento de Moore. Seguir escribiendo a pesar de todo, con rabiosa insistencia. Y seguir adelante así, sin argumento, sin trama. Quizás así se pueda crear algo que valga la pena. Al fin y al cabo, los argumentos son para los muertos.

viernes, 17 de noviembre de 2023

Monamoda y Barbanueva - (poemita nº5)


Monamoda y Barbanueva




















Guardo el recuerdo
de asomarme a la ventana de mi casa 
en el barrio del Raval, 
en Barcelona, 
y verlos pasar paseando de la mano, 
felices.

Hacen una pareja maravillosa, pensé,
tan frescos y tan hermosos,
Barbanueva y Monamoda, 
muy a la última;
o a la penúltima, porque la última 
allá se va, allá se fue y ya pasó,
quién puede decir si volverá en otro revival retro vintage.
Y ahí viene otra a gran velocidad, otra que a su paso dejará
tan poco como la anterior, apenas alguna foto
o unos zapatos abandonados en el fondo del placard
esperando el recuerdo o el olvido.

Y ellos también pasan y se van, se alejan;
dejan el perfume, que queda como queda la piel
mudada, seca, pasada y usada muy poco
y ya desechada, rápido, pasada de moda.
Muy pasada.


viernes, 27 de octubre de 2023

Una pelota para siempre










El otro día mi hijo me pidió que le comprara una pelota. "Papá, quiero una pedota de fugbor", me dijo. 

No soy de comprarle cosas todo el tiempo, y es verdad que hacía rato que no le compraba ningún regalo, así que le dije que me parecía bien y allá nos fuimos los dos, a una de esas megatiendas deportivas muy conocidas que tienen de todo, seguros de encontrar una pelota que se ajustara a sus necesidades y gustos.

Yo ya no soy muy futbolero, pero sí que lo fui en mi infancia, y me gustaba la idea de que mi hijo empezara a interesarse por el deporte. 

Cuando llegamos, fuimos directamente a la sección de cosas de fútbol. Había una pared llena de pelotas hermosísimas, de todos los colores y de todos los tamaños. Todas baratísimas. Al ver los precios tan bajos, a la altura de casi cualquier bolsillo, de las pelotas que estaban en exposición, en seguida se activó en mi memoria el "modo magdalena de Proust", y de un triple salto mortal los recuerdos me llevaron a mi infancia. 

Por aquel entonces era dificilísimo tener una pelota. En mi barrio, por ejemplo, había un solo chico que tenía pelota. Era de una familia "pudiente". Ser el dueño de la pelota, en aquella época, te daba cierto poder. El dueño de la pelota era el que decidía quién jugaba, cuándo empezaba el partido y, lo más importante, cuando terminaba. Si no estaba a gusto con el resultado de su equipo, siempre podía poner fin al partido. Y con un "no juego más" se acababa todo. Esto era terrible. De hecho, todavía hoy se sigue usando la expresión "ser el dueño de la pelota" para decir que alguien tiene la sartén por el mango, por usar otra expresión. 

Yo tuve una sola pelota en toda mi infancia. Era una pelota de cuero, número 5, con gajos cosidos de colores rojo y azul. Era preciosa. Me acuerdo que un día la perdí. No me acuerdo cómo fue. No sé si cayó en el patio de algún vecino que nunca me la devolvió, si me la robaron o si la aplastó el tren. Pero lo que sí recuerdo es que cuando la perdí sentí una terrible tristeza, porque sabía que no me iban a comprar otra. En ese momento las pelotas de cuero eran carísimas, al menos lo eran para las posibilidades de mis viejos. 

Así que, mientras estaba allí, en la megatienda de deportes, de pie, delante de todas aquellas pelotas brillantes y coloridas, volví a sentir esa enorme tristeza. 

Justo en ese momento, como si supiera que estaba sintiéndome tan triste, vino mi hijo por detrás y me tiró de la camiseta. "Papá, quiero ezta", me dijo y me mostró una pelota chiquita (ideal para su tamaño) y hermosa, azul y roja. "Ezta, que tiene loz colorez de Zpiderman", me dijo, y se señaló la camiseta que tenía con el dibujo del superhéroe arácnido. 

Me emocionó la coincidencia de que haya elegido una pelota como aquella que una vez tuve y que perdí, roja y azul.

"Me parece perfecta", le dije. "Pero nunca te olvides de que, como le dijo a Spiderman su tío Ben: 'Una pelota propia conlleva una gran responsabilidad'". Se me quedó mirando con cara de no entender, pero asintió con la cabeza, por las dudas. 

Así que así salimos los dos: él con su pelota nueva, brillante, roja y azul, bajo el brazo; y yo, pensando que la pelota nunca cae muy lejos del árbol.

martes, 9 de mayo de 2023

Mates y jaques

Borges y el ajedrez


















Ya no juego mucho al ajedrez. Hace tiempo, cuando era chico, tuve una época en la que jugaba bastante, pero ya no. Ahora sólo juego un par de veces al año, cuando me visita mi gran amigo Marco Sonoro que es muy fan de este juego. Él viaja siempre con un tablero portátil bajo el brazo; una cajita de madera que, cuando la abre, se transforma en tablero y dentro lleva unas piezas talladas en madera. Son piezas diminutas y bellísimas. Me gusta ese conjunto, tablero y piezas, porque no hay blancas y negras –siempre me sentí incómodo con los extremos–, sino que todo es de madera clara u oscura. Y esas dos tonalidades de la madera, me parece, se parecen más a la vida misma, donde, por lo general, todo se diluye en los grises o en los tonos pastel de lo cotidiano. 


Cada vez que mi amigo viaja a las islas desde Barcelona, en donde vive, trae consigo el ajedrez y pasamos unos buenos ratos jugando y tomando mate. Me gustan esas visitas porque puedo hacer dos cosas que no hago muy a menudo. 


Las partidas que jugamos pueden durar varias horas e incluso días. Hubo una vez, me acuerdo, que nos pasamos toda la semana que estuvo de visita jugando una sola partida. No es que seamos de esos jugadores que observan concentrados el tablero durante largos minutos hasta que se deciden a mover la pieza, sino más bien sucede que entre movimiento y movimiento, nuestras charlas se pueden alargar horas y hasta días. 


Él siempre gana, pero como tiene mala memoria, cada vez que vuelve de visita me pregunta cómo vamos y yo le respondo que vamos empatados y que, como la última partida la ganó él, me tiene que dar la revancha. Así que ahí mismo dispone el tablero con las piezas enfrentadas y empezamos una partida que nunca sabemos cuánto durará.  


La última vez que vino, hace no mucho tiempo, recordé que cuando era chico y jugaba bastante al ajedrez, me gustaba ir a la plaza de Barrancas –la primera de las 3 plazas–, en el barrio de Belgrano, donde hay (o había, ya hace rato que no visito aquel lugar por miedo a encontrarme un paisaje totalmente cambiado) unas mesas de piedra con tableros de ajedrez en las que los jubilados solían sentarse a jugar partidas memorables. Las mesas están – o estaban– ubicadas bajo un ombú bicentenario, gigante y sublime, que estira sus ramas nudosas y de hojas perennes, y que protege a todo aquel que allí quiera buscar refugio ante las inclemencias del tiempo.

Sobre esas ramas me encaramaba yo para poder ver las partidas que jugaban los viejos y aprender nuevas jugadas. 


Hoy, mientras escribía esto, pensé en aquellas mesas de piedra, en aquellos tableros de ajedrez bajo el ombú, y me di cuenta de que no recuerdo a ninguno de los viejos que jugaban en aquellas meses, y entonces me vinieron a la cabeza los versos del poema “Ajedrez”, de Borges: “Cuando los jugadores se hayan ido, /cuando el tiempo los haya consumido, /ciertamente no habrá cesado el rito.”

El rito ciertamente continúa. Al menos nosotros, mi amigo y yo, mantenemos el rito. Aunque nos falte el ombú que nos sirva de refugio.


viernes, 13 de agosto de 2021

Roma vs Buenos Aires - (poemita nº2)












Roma apestaba cuando llegué

se me antojaba sucia, 

oscura, asquerosa.

Inevitablemente 

la comparaba con Buenos Aires

y me faltaban cosas

siempre. 


No había nadie en los semáforos

pidiendo.

No había quioscos abiertos

hasta altas horas

todo cerraba demasiado temprano

demasiado temprano la noche

impertinente 

golpeaba el cristal de mi ventana

y me pedía entrar.


Se comía demasiado temprano.

Se salía demasiado temprano.

Se dormía demasiado temprano.


Las piedras esas, tan admiradas,

me parecían inútiles elementos diseminados

por una ciudad vieja

y punto.

No había misterio, no había historia

detrás de todo aquello

solo el vació y el eco y los gatos

y las ratas que comían de la basura

amontonada junto a los contenedores llenos.


Las callejuelas estrechas

me aterraban

y siempre miraba por encima de mi hombro

cuando escuchaba pasos 

detrás de mí.

Pero no había peligro

solo las sombras que me acompañaban, 

vestigios de mi vida pasada

en una ciudad más violenta.


Hoy, en cambio, la luz 

que se cuela entre las ruinas, hoy la música

por las calles de Trastevere

hoy aquel departamento

en el barrio San Lorenzo

y las plazas y los bares.

Hoy el empedrado, el río

hoy la pizza cuadrada y el café de pie

en la barra

hoy la convivencia entre los gatos y las ratas

y los gritos de los romanos

y de las romanas

hoy Quer pasticciaccio brutto de via Merulana.

Hoy, lo sé,

todo fue por la nostalgia.



jueves, 5 de agosto de 2021

Rolito - (poemita nº1)

Rolito














Rolito

cubito de hielo

¿Adónde fueron a parar tus huesos

después de cruzar 

la triple frontera

brasil paraguay argentina

para traer de contrabando

diez mil dólares 

en el baúl de un escarabajo 

destartalado

pero tan adecuado 

a tu estilo,

tan ridículo como vos?

Llegaste ansioso a la frontera

desesperado por comprar 

todo barato

todo bonito 

antes de cruzar;

cosas que atesorar en algún rincón

de tu guarida llena de cachibaches

que nunca usás 

pero que tanto te gusta 

exhibir. 

Compraste whisky, puchos,

baratijas para tu casa

de barrio esplendoroso.

Qué poco dejás a tu paso, Rolito

frío frialdad frivolidad

siempre frito por ser alguien

el dueño de la pelota

pero te equivocaste de camino

¿no lo ves?

Ya se te acaba la gasolina, Rolito

quedarte por el camino

es lo de menos porque siempre 

se puede seguir a pie

lo peor es el calor 

y te aterra no llegar

a tiempo a tu heladera.

Pero no hay remedio ya

para tu enfermedad terminal

se terminó, Rolito

te derretís.

Pasará, pasará pero siempre quedarán 

todas esas cosas

que dejaste en herencia

¿a quién?

Dejás que el agua

en que te convertís ahora

lo inunde todo.

Y te vas.

Good bye.

jueves, 10 de diciembre de 2020

Día 75


Calesita Parque Rivadavia



10 de diciembre de 2020

Variaciones porteñas

UNO

Un viaje es un viaje, nada más. No hay que buscar una metáfora en todo.
Este viaje empieza en otoño en Tenerife y llega un día después a la primavera de Buenos Aires. Vuelvo a casa de visita.
Ya pasaron casi tres años de la última vez y de esa última visita conservo una imagen borrosa y ligeramente deformada.
Como siempre que vuelvo, el viaje empieza con un paseo. Una especie de primera toma de contacto en la que visito ciertos lugares que antes solía frecuentar.
La ciudad por la que ahora camino no es la misma en la que crecí, pero, a la vez, conserva muchas cosas que ponen en entredicho la frase anterior. Estos paseos tienen como objetivo encontrar puntos de referencia en los que volver a apoyarme. Mientras camino, no paro de contrastar la información que me envían mis recuerdos con lo que mis ojos ven. Donde antes había una casa, ahora hay un edificio. El almacén del barrio se ha convertido ahora en un supermercado. Hay calles en las que no encuentro ni una sola estructura que pueda reconocer. En esta Buenos Aires, me siento como un personaje extraviado, moviendo la cabeza a un lado y a otro en busca de puntos de referencia para orientarme. Me cuesta incluso reconocer el entramado de calles de mi barrio. Hay nombres de calles que, me doy cuenta, había olvidado por completo. Nombres que años atrás podía recitar de memoria, uno detrás de otro, abarcando un radio de varios kilómetros a la redonda.
Pero no todo es así. Hay ciertos lugares como los cafés, las estaciones de tren y las plazas, que representan las tres patas que, a duras penas, sostienen una mesa sobre la que se tambalea una ciudad que crece sin control.
Son, esos lugares, de los pocos a los que puedo ir sin tener la sensación de estar en algún otro sitio. Un buen ejemplo es el café Pensamiento, sobre la avenida José María Moreno, donde ahora me siento y pido un café con leche y tres medialunas. Los dueños no me reconocen, pero yo a ellos sí. Son dos gemelos gallegos que desde hace casi cincuenta años mantienen en pie este maravilloso rincón. En todo ese tiempo, ni el bar perdió su esencia ni ellos el acento gallego. Aquí venía mi viejo a tomar el aperitivo los domingos antes del almuerzo. Aquí venía yo cuando era chico a pedir un vaso de agua después de haber estado jugando al fútbol en la calle de enfrente. Yo estoy muy cambiado, pero el café no.
Desde que dejé la ciudad, hace casi veinte años, adopté la costumbre de venir acá a desayunar la primera mañana, cada vez que vuelvo de visita a Buenos Aires. Es mi puerta de entrada al barrio y a la ciudad. Un punto de partida. De ahí ya puedo enfrentarme a todo lo demás.
Decía antes que yo cambié, y siento que cambié a la par que Buenos Aires. Que hemos crecido, y también madurado y envejecido juntos. A ella le sienta mucho mejor, claro.
Cada vez que nos volvemos a ver notamos el paso del tiempo sobre nuestras superficies.
Mi arquitectura ha sufrido grandes cambios al igual que la suya. Con la única diferencia que la suya, menos caprichosa, se expande hacia arriba y hacia los lados, mientras que la mía se empeña ir hacia abajo, derrumbándose a buen ritmo.
Salgo del Pensamiento y camino algunas cuadras hasta Parque Rivadavia, otro de los pocos rincones que resiste con firmeza el paso de los años. En mi recuerdo, todo está exactamente igual que cuando venía a la calesita con mi mamá o, ya de adolescente, a comprar libros usados o casetes piratas.
No me resisto a los cambios. No puedo decir que me molesta que la ciudad se transforme. Nos pasa a todos. Yo tampoco soy el mismo. Me conformo con que conserve estos rincones donde puedo volver a ver la película de mi pasado. Pero me entristece sentir que la ciudad y yo nos conocemos cada vez menos. Que nos alejamos. No puedo evitarlo. Porque Buenos Aires me enseño todo lo que sé. Soy así gracias a ella. En mis primeros veinte años acá, viví casi todas las experiencias que me formaron. Las que vinieron después fueron simples variaciones.

lunes, 28 de septiembre de 2020

Día 74



Salgo de casa para ir al café de la esquina a disfrutar de mi hora libre del día. Me cruzo con un par de vecinos que me saludan. No veo sus bocas moverse cuando me dicen «hola» por debajo de la mascarilla obligatoria, pero intuyo ese saludo por el gesto de los ojos y les devuelvo el saludo con un «buen día» que probablemente no oigan por culpa de mi mascarilla obligatoria. Pienso en la importancia de la mirada y de los ojos en estos tiempos pandémicos/post apocalípticos. Hoy más que nunca los ojos juegan un papel fundamental en nuestra comunicación. Hoy más que nunca aquella premisa de que los ojos son las puertas de alma se hace evidente. En los ojos vemos un «hola» o intuimos un «buen día». Devolvemos una sonrisa que sabemos que no se verá, pero que también sabemos que los demás saben que ahí está por los ojos. Dichosos los ojos que hablan. En todo esto pienso en el breve paseo hasta el bar de la esquina y recuerdo aquel cuento de Julio Cortázar, «El perseguidor», en el que el personaje, un músico de jazz, le cuenta a su interlocutor cómo, mientras viajaba en el metro de París de una estación a la siguiente, entre las cuales mediaban sólo un par de minutos, él, el músico, había pensado en un montón de cosas y esto le había hecho pensar en la relatividad del tiempo. «Esto del tiempo es complicado», le dice.

Cuando llego al café de la esquina escribo todo esto en pocos minutos y después me relajo y disfruto de un café con leche espumoso, y me dedico a ver la gente pasar caminando al otro lado del cristal y a intuir las palabras que se esconden bajo sus mascarillas y en esas miradas. Si uno sabe mirar puede encontrar historias bajo cualquier mascarilla obligatoria. Pero yo no tengo el tiempo suficiente para escribir esas historias. Mi hora libre del día se acaba. Esto del tiempo es complicado. 

lunes, 21 de septiembre de 2020

Día 73













Dos son las razones por las que me he decidido a cambiar el título de este diario. La primera tiene que ver con el hecho de que llevo un tiempo trabajando en un nuevo proyecto que lleva ese mismo nombre. Son una serie de textos sobre una Buenos Aires que ya no existe, una Buenos Aires que es una variación de la ciudad que hoy está en el lugar en el que estaba la ciudad en la que crecí. 

Pero no sólo eso. Porque esos textos, me doy cuenta, son también una variación de aquella Buenos Aires, puesto que la memoria traiciona, deforma, engaña, desfigura, y por lo tanto su arquitectura será también variable. Una calle puede que aparezca donde no debería, un bar en lugar de otro. La segunda razón, y quizás las más importante, es una razón que desde el principio de los tiempos ha sido utilizada por madres y padres para reforzar una postura o una verdad personal. Me refiero a esa célebre y celebrada frase que acababa con cualquier posible discusión o alegato por parte de los hijos: «porque sí, porque lo digo yo». Con esto, espero que quede claro que el cambio del título de este diario obedece más a un capricho que una necesidad.