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viernes, 27 de octubre de 2023

Una pelota para siempre










El otro día mi hijo me pidió que le comprara una pelota. "Papá, quiero una pedota de fugbor", me dijo. 

No soy de comprarle cosas todo el tiempo, y es verdad que hacía rato que no le compraba ningún regalo, así que le dije que me parecía bien y allá nos fuimos los dos, a una de esas megatiendas deportivas muy conocidas que tienen de todo, seguros de encontrar una pelota que se ajustara a sus necesidades y gustos.

Yo ya no soy muy futbolero, pero sí que lo fui en mi infancia, y me gustaba la idea de que mi hijo empezara a interesarse por el deporte. 

Cuando llegamos, fuimos directamente a la sección de cosas de fútbol. Había una pared llena de pelotas hermosísimas, de todos los colores y de todos los tamaños. Todas baratísimas. Al ver los precios tan bajos, a la altura de casi cualquier bolsillo, de las pelotas que estaban en exposición, en seguida se activó en mi memoria el "modo magdalena de Proust", y de un triple salto mortal los recuerdos me llevaron a mi infancia. 

Por aquel entonces era dificilísimo tener una pelota. En mi barrio, por ejemplo, había un solo chico que tenía pelota. Era de una familia "pudiente". Ser el dueño de la pelota, en aquella época, te daba cierto poder. El dueño de la pelota era el que decidía quién jugaba, cuándo empezaba el partido y, lo más importante, cuando terminaba. Si no estaba a gusto con el resultado de su equipo, siempre podía poner fin al partido. Y con un "no juego más" se acababa todo. Esto era terrible. De hecho, todavía hoy se sigue usando la expresión "ser el dueño de la pelota" para decir que alguien tiene la sartén por el mango, por usar otra expresión. 

Yo tuve una sola pelota en toda mi infancia. Era una pelota de cuero, número 5, con gajos cosidos de colores rojo y azul. Era preciosa. Me acuerdo que un día la perdí. No me acuerdo cómo fue. No sé si cayó en el patio de algún vecino que nunca me la devolvió, si me la robaron o si la aplastó el tren. Pero lo que sí recuerdo es que cuando la perdí sentí una terrible tristeza, porque sabía que no me iban a comprar otra. En ese momento las pelotas de cuero eran carísimas, al menos lo eran para las posibilidades de mis viejos. 

Así que, mientras estaba allí, en la megatienda de deportes, de pie, delante de todas aquellas pelotas brillantes y coloridas, volví a sentir esa enorme tristeza. 

Justo en ese momento, como si supiera que estaba sintiéndome tan triste, vino mi hijo por detrás y me tiró de la camiseta. "Papá, quiero ezta", me dijo y me mostró una pelota chiquita (ideal para su tamaño) y hermosa, azul y roja. "Ezta, que tiene loz colorez de Zpiderman", me dijo, y se señaló la camiseta que tenía con el dibujo del superhéroe arácnido. 

Me emocionó la coincidencia de que haya elegido una pelota como aquella que una vez tuve y que perdí, roja y azul.

"Me parece perfecta", le dije. "Pero nunca te olvides de que, como le dijo a Spiderman su tío Ben: 'Una pelota propia conlleva una gran responsabilidad'". Se me quedó mirando con cara de no entender, pero asintió con la cabeza, por las dudas. 

Así que así salimos los dos: él con su pelota nueva, brillante, roja y azul, bajo el brazo; y yo, pensando que la pelota nunca cae muy lejos del árbol.