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martes, 21 de marzo de 2023

Yo iba en trenes

Estación Retiro







    En la isla donde vivo no hay trenes. Hay un tranvía que conecta dos de las ciudades más grandes. Hay mar, hay veleros, hay unas montañas hermosas, hay un volcán. Y la gente es amable y bellísima. Pero no hay trenes. Y en ocasiones siento una profunda nostalgia. Porque los trenes fueron una parte imprescindible en la formación de mi identidad. Crecí y pasé una buena parte de mi vida, esa parte tan importante que es la infancia, junto a las vías del tren. En mi barrio, como en muchos otros barrios de Buenos Aires, por aquel entonces el tren pasaba a pie de calle. No había túneles ni puentes. Había una barrera que subía y bajaba para que los coches que circulaban por la calle se detuvieran en el momento en que estaba por pasar el tren. Había unas luces rojas que titilaban al ritmo de una campana que sonaba para avisar que venía el tren. En esos momentos, mis amigos y yo, que podíamos estar jugando a la pelota o caminando por las vías haciendo equilibrio o poniendo monedas en los rieles para que el tren las aplastara y las dejara lisas, parábamos lo que estábamos haciendo y nos hacíamos a un lado para dejar paso a la mole de hierro, y la mirábamos pasar durante esos segundos que hoy me siguen pareciendo mágicos. 

    La línea que pasaba por mi casa era la del Mitre, que iba desde Retiro hasta Tigre. A la altura de mi casa había tres vías: una en dirección a Retiro, otra en dirección al Norte, a Tigre, y la tercera era una vía muerta, en la que antiguamente se paraban los trenes que tenían algún desperfecto o cosas así, pero en la que ahora no había nada y no pasaba ningún tren. Ese era nuestro espacio.

    Para los que vivíamos en el barrio, el tren representaba cosas muy diferentes. Para los padres, estoy seguro, representaba el horror, el miedo, la angustia de perder a un hijo. Era el monstruo que en cualquier momento podía arrebatarles una parte de sus vidas. Porque nosotros, que éramos esa parte de sus vidas tan fácilmente arrebatable, nos pasábamos el día rondando las vías del tren.

    Para mí, y seguramente también para mis amigos –esos amigos tan maravillosos que todavía hoy, cuarenta años después, puedo decir con orgullo criollo que siguen siendo, a pesar de la vida y de las distancias, mis grandes amigos–, el tren representaba, por un lado, la aventura; nos ofrecía una salida del barrio y nos permitía poder explorar rincones hasta entonces desconocidos. Nos subíamos al tren como quien se embarca en una expedición a las oscuras entrañas del Congo. Por otro lado, también representaba la muerte. No era rara la vez que veíamos a alguien ser engullido por la bestia: un suicidio, un accidente, alguien que no había escuchado las señales a tiempo. En esos momentos, empujados por esa temeridad y esa curiosidad morbosa tan propias de la juventud, salíamos corriendo en dirección al frenazo chirriante y chispeante para ver si podíamos ver algo antes de que los bomberos recogiesen los restos de ese naufragio sangriento. Luego volvíamos a nuestra esquina y retomábamos los que habíamos dejado en pausa. 

    Hoy, por supuesto, lo que extraño, lo que me hace sentir esa nostalgia, no es aquel lado siniestro de todo lo que rodeaba al tren. Hoy extraño el traqueteo, extraño el olor a quemado que quedaba en el aire después de su paso. Extraño los viajes a otros barrios, las esperas en la estación ojeando las revistas en el kiosco. 

    Este año, en Reyes, a mi hijo le compramos un tren de madera. Dimos muchas vueltas porque no nos decidíamos por nada que nos gustara. Pero yo quería comprarle un tren, aunque no sabía por qué. No soy amante del modelismo y nunca me interesaron las miniaturas de los trenes. Pero cuando veo ahora a mi hijo jugando con ese tren en miniatura, con sus vías y su estación pintada de naranja y su reloj y sus piezas de madera, y lo escucho haciendo chú-chú, siento algo que me remonta a esos días del pasado, a la estación de Belgrano, y me veo caminando por las vías haciendo equilibrio sobre los rieles. 

    Se preguntaba Neruda en un poema si había algo más triste en el mundo que un tren inmóvil en la lluvia. Yo le diría que sí a Neruda. Le diría, Pablo, no poder ver pasar ningún tren, ni con sol ni bajo la lluvia, es aún más triste. 


lunes, 27 de febrero de 2023

Ojos de vinilo




















«Ya somos el pasado que seremos», decía Borges en un poema precioso que se llama "Elegía de un parque". Tenía razón. En estos días estuve releyendo El corazón es un cazador solitario, la novela de Carson McCullers, y me acorde de que hace bastante tiempo ya, más de 15 años, conocí a esta chica que me marcó. Esto no es extraño si pensamos que muchos de nosotros vamos por la vida buscando conocer gente que nos deje marcas; gente de quien podamos aprender cosas.
Esta chica de la que hablo era alta, muy alta. Tenía las piernas largas. Usaba pantalones cortos. Los ojos eran inmensos, negros como dos discos de vinilo. Si los mirabas de cerca tenías la impresión de que giraban, y podías, perfectamente, quedar hipnotizado. Tenía una sonrisa hermosísima, una sonrisa de mil dientes, como decía el Indio Solari en aquella maravillosa canción que se llama Cruz diablo!
En la novela de McCullers --esa novela magnífica que habla sobre la incomunicación y sobre la soledad--, uno de los personajes principales es una niña/adolescente que también es muy alta y también tiene las piernas largas y usa pantalones cortos como la chica que me marcó, y quizás por eso me acordé de ella mientras leía. El personaje de la novela se llama Mick, y es una especie de trasunto de la autora. No recuerdo si la autora describe en algún momento de la novela cómo son los ojos de Mick, pero mientras leía me los imaginaba también grandes y negros como dos vinilos. Mick es rebelde, muy lúcida, muy curiosa, con mucha energía y, sobre todo, con una gran pasión por la música y por la vida. Estas mismas cualidades las tenía la chica que conocí hace mucho tiempo y que me marcó. Ella era igual. Y te transmitía todas esas cosas con su onda expansiva.
Todavía tengo la suerte de seguir viéndola a diario. Digo suerte porque aún hoy, tantos años después, me sigue transmitiendo esas cosas y tiene, además, mucho que enseñarme, y eso es una gran suerte, pero sobre todo dice mucho de ella. No todo el mundo te puede enseñar durante 15 años o más. Hay maestros que se agotan en un año, incluso en menos. Ella no se agota. Como diría Borges, ella es el pasado que será.