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jueves, 20 de septiembre de 2018

Día 35

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20 de septiembre

Esta misma mañana, mientras el escritor compartía un rato con un amigo en la cafetería de su barrio, éste le preguntó por qué, en lo que se suponía que era un diario sobre la escritura de su próxima novela, no escribía él cosas que tuvieran alguna relación con la novela.

El amigo parecía realmente desconcertado. Por lo que el escritor sintió que debía darle una respuesta que lo dejase satisfecho. Así que le pidió que le diese unos minutos para reflexionar sobre el tema antes de contestarle. Él siempre fue un pensador más bien lento y no de esas personas que disponen de una agilidad envidiable que les permite dar respuestas certeras e inmediatas a preguntas más bien complicadas. Él no. Él tiene que tomarse su tiempo y darle vueltas a las posibles respuestas, porque siempre creyó que todas las preguntas tienen más de una respuesta posible y no es bueno ser tan categórico a la hora de responder. Y, además, siempre ha tenido el ¿problema? de que las preguntas le generan más preguntas y casi nunca respuestas.

Así que en seguida activó ese mecanismo mental que baraja entre diferentes opciones y sopesó las posibles, múltiples respuestas. Primero se le ocurrió decirle que en realidad, aunque quizás no lo parezca, todo tiene que ver con la novela. Que cuando uno está escribiendo no hay nada que uno haga, escriba o piense que no esté, de un modo u otro, relacionado con lo que está escribiendo. Y es que, en definitiva, cualquier cosa que le suceda al escritor, puede acoplarse al proceso mental de creación y terminar siendo una parte (aunque a veces muy deformada) de la historia.

Luego se le ocurrió que quizás podría responderle que: cómo sabía él cuáles cosas de las que escribía tenían o no que ver con la novela si ni siquiera sabía de qué iba la novela. Es decir, cómo podía saber que las cosas que estaba escribiendo en el diario no serían luego parte de las acciones o parte del discurso que los personajes.

Se le ocurrieron varias cosas más que responder, hasta que le vino a la cabeza aquella escena en la que, parece ser, un periodista francés, le preguntó a Dalí que qué era él el surrealismo y Dalí, con su habitual histrionismo, alzando el dedo índice al aire, le respondió: ¡Je suis le surrèalisme! Una respuesta que al escritor siempre le gustó muchísimo, por cierto.

"Dale, contestame", le dijo entonces el amigo, viendo tal vez que ya estaba tardando demasiado en responder a su pregunta sobre la escritura del diario. "Decime, ¿por qué carajo no escribís sobre la novela, eh?"

Y, tal vez por la presión o porque la pregunta del amigo ahora le pareció algo desafiante, como si éste quisiera desenmascarar alguna mentira oculta, el escritor, casi gritándole en la cara y un poco respondiendo a ese desafío, le respondió con el dedo índice bien alto:

¡Je suis le roman!

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Día 33

Lectura y Locura | “Esperando a los bárbaros” de John M ...

12 de septiembre

El escritor está sentado en su escritorio. La luz de la mañana, que entra por la ventana del estudio, cae sobre los libros de la estantería. El efecto que producen los rayos que atraviesan, oblicuos, las ramas del níspero que está al otro lado de la ventana, creando sobre los lomos de los libros una especie de juego de sombras y luces, le parece hipnótico.

El escritor se queda un rato mirando este espectáculo de sombras chinescas. Es un modo como cualquier otro de distraerse, piensa, y así no pensar en que no se le ocurre nada para escribir. Mejor esto que la ansiedad. Mejor esto que tener que salir corriendo a buscar al baño las pastillas aquellas que evitan que el fuego crezca.

Así que el escritor prefiere mirar fijo la luz hasta que le duelen los ojos. Mirar para luego describir la sensación que esto le produce. Reproducir esa sensación en el cuaderno no tanto porque crea que ahí puede haber una historia, sino más bien, como ya se dijo, para distraerse un rato más y olvidar del todo la idea del botiquín y del frasco de pastillas. Escribir es mejor, piensa. Aunque a veces...

Ahora vuelve a mirar fijo la luz y cuando vuelve la vista hacia el cuaderno allí está de nuevo esa mancha, residuo de la intensidad de la luz en la retina. Es una mancha verde y a veces roja. No es una sensación desagradable. Por el contrario, parece provocar un efecto tranquilizador en él el hecho de escribir sin ver exactamente lo que está escribiendo. Y en seguida, no sabe muy bien por qué, quizás porque las cosas que guardamos en el subconsciente dejan también allí una mancha asociada a un recuerdo, el escritor se acuerda del personaje principal de Esperando a los bárbaros, la novela de Coetzee. Aquel magistrado que en vano intenta hacer entender a los militares obtusos del Imperio que los bárbaros, que habitan cerca de su frontera, no son una amenaza. Que siempre estuvieron allí y que, además, aquellos son sus territorios y nunca lograrán echarlos como pretenden. Aquel magistrado, soñador, que quizás se siente un poco culpable por haber dejado que los militares torturasen incluso a niños en su pueblo y que, tal vez por la misma culpa, toma bajo su tutela a una mendiga bárbara y la devuelve a su pueblo no sin antes (o quizás precisamente por esto) haberse enamorado de ella. Aquel magistrado que, como repite todo el tiempo, lo único que quiere es terminar sus días en paz, pero que al final los termina siendo una especie de vagabundo muy parecido a los que aparecen en los libros de Beckett, aunque quizás un poca más cuerdo. Pero quién puede asegurarlo.

Y el escritor, pensando en cómo acabo asociando ese recuerdo a este momento particular, se pregunta si no tendrá él también que darse cuenta de que sus bárbaros internos tampoco son una amenaza y que siempre han estado ahí. Habría que aprender a convivir con ellos aunque sus costumbres sean tan ajenas a lo que uno esperaría. Porque tal vez sea como dice el magistrado que "el dolor es la verdad, todo lo demás está sujeto a duda".

Y aferrado a esa teoría, el escritor vuelve a mirar la luz que cada vez se vuelve más intensa a medida que se acerca el mediodía. La mira fijo hasta que el dolor de los ojos sea la verdad y que lo demás sea sólo la duda. Nada más.

Mejor la duda y la distracción que las pastillas. Aunque no haya nada para contar.

sábado, 18 de agosto de 2018

Día 30


la biblioteca de Babel. by tothemo0nandback on DeviantArt
18 de agosto

Una cosa que aprendí de los libros - si es que aprendí algo - es a leer siguiendo una especie de hilo que va cosiendo una obra con otra (o un autor con otro), creando un tejido que parece no tener límites. La telaraña de la literatura.

En cada autor que me gusta encuentro migas para encontrar el camino; indicios de otras lecturas (algunas veces de manera muy explicita y otras no tanto) que me guían hacia la siguiente lectura. No son recomendaciones, no. Es más, diría que tiendo a evitar las recomendaciones (tanto a recibirlas como a darlas). Las preferencias literarias, como cualquier otra preferencia, son algo muy subjetivo. Evito, también, las recomendaciones editoriales o las que salen en los suplementos literarios, porque considero que la mayoría responden a intereses comerciales. Así que, como decía, me guío por las lecturas que se esconden detrás de los autores que más me interesan. Y es que me di cuenta de que allí están siempre, esperando agazapadas en algún rincón oscuro, las siguientes lecturas que me llevarán a próximas lecturas y así sucesivamente. Lo único que hay que hacer es buscar ese hilo que se desprende de entre esas páginas y tirar de él.

Mediante este método, descubierto hace ya algún tiempo, he obtenido grandes recompensas. Me tropecé con maravillas - o lo que para mí son maravillas - literarias.

Tirando del hilo que se desprendía de los libros de Borges, por ejemplo, encontré La divina comedia o el Ulises de Joyce. Al hilo de Cesare Pavese le debo haber leído Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson o Babbit, de Sinclar Lewis. A Ricardo Piglia y a su hilo les agradecería en persona, si pudiera, el haberme presentado a Faulkner y a Kafka.

En los inclasificables y para mí tan formadores hilos de los libros de Rodrigo Fresán encontré a Cheever, a Iris Murdoch o el indispensable Robertson Davies. También gracias a él leí Cumbres Borrascosas, de Emily Brontë o el Gran Gatsby, de Fitzgerald.

En los libros de Enrique Vila-Matas, uno puede encontrar hilos de los que tirar hasta el aburrimiento. Gracias a esos hilos me enredé en autores como Walser, Perec, Pitol, Pessoa o Sebald.

Podría seguir pero no sigo. Basta con decir que ese hilo que atraviesa la literatura que me interesa puede que sea infinito, como la biblioteca de Borges o el universo. Lo que me lleva a pensar en la teoría de la intertextualidad, aquella que afirma que cada texto pertenece a una inmensa matriz en la que está conectado a todos los textos anteriores por la lectura y la escritura en común.

Por esta razón, siempre me resisto a recomendar lecturas y a aceptar recomendaciones (aunque muchas veces esto último no se pueda evitar si uno no quiere ser grosero). Por la misma razón, desconfío de las recomendaciones esas que afirman que «estamos ante lo que quizás sea la obra del año», etc. Prefiero ceñirme a mis recomendadores oficiales, que no necesitan recomendar sino que se limitan a dejar por ahí, entre sus páginas, una puntita casi imperceptible del hilo infinito para que, quien quiera y sepa buscar, pueda tirar de ella hasta que nos lleve adonde mejor le parezca.

miércoles, 20 de junio de 2018

Día 22

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20 de junio

Esta mañana, mientras estaba corrigiendo unas páginas que escribí ayer por la noche, me interrumpió el timbre. Una interrupción que, a pesar de lo que puede esperarse, fue recibida con alegría por dos motivos: el primero, porque lo que estaba haciendo era un trabajo bastante tedioso; el segundo, porque quien había tocado el timbre era mi amigo Paterson, el repartidor de agua (como ya expliqué con anterioridad en este diario, Paterson no se llama Paterson pero se parece muchísimo en todos los sentidos a ese personaje de la película Paterson de Jim Jarmusch), que precisamente venía a traerme la caja de agua embotellada como cada semana.

Se lo veía agotado. De la frente le caían gotas de sudor que se secaba con un pañuelo blanco, de tela. Un gesto antiguo que me llamó la atención. Un gesto que bien podría atribuírselo a mi abuelo. Un gesto de alguien mayor, aunque Paterson no tiene más de cuarenta, estoy seguro.

Al verlo en esas condiciones de agotamiento, le pregunté si es que había tenido mucho trabajo durante la mañana debido a la llegada del calor y al inminente verano. Me respondió que sí, pero que a pesar del aumento del trabajo y del calor, él se alegraba muchísimo de la llegada de estas fechas y estas temperaturas. "En el verano", me dijo, "por alguna extraña razón, escribo mucho más".

De hecho, me contó mientras se tomaba el café y el vaso de agua que yo le había invitado, ahora estaba trabajando en una serie de Haikus: "Los Haikus de verano", me dijo sacando su cuaderno de poemas del bolsillo.

"No soy muy adepto a las formas", comentó, "pero la precisión y la concentración del Haiku me inspiran".

Después me leyó varios de los Haikus que había escrito y que me parecieron muy buenos. Precisos y acertados. Uno me quedó particularmente grabado y me gustaría reproducirlo aquí.

Al calor feroz

los labios agrietados

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Después lo despedí, como de costumbre, desde la puerta de calle. Él me saludó con una mano y con la otra sacó el pañuelo y, con ese gesto antiguo, se secó el sudor de la frente antes de subirse al camión. Y mientras se alejaba, no pude evitar acordarme de mi abuelo y de todos esos veranos que pasé en su casa. Veranos maravillosos, bajo el calor feroz y con labios agrietados.

sábado, 2 de junio de 2018

Día 19

 

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2 de junio

Hoy es un buen día para novelar. Digo esto porque, apenas me senté hace un rato a trabajar, se me ocurrió la idea de agregar otro narrador a la novela. No digo que haya cambiado el que ya tenía, sino más bien que he decidido agregar uno nuevo. Así, al mejor estilo Conrad en su Heart of Darkness, ahora, además de un Marlow, tengo otro narrador homodiegético, que enmarca una historia dentro de otra historia que, por supuesto, esconde otra historia siempre cada vez más oscura en el corazón mismo de todas las tinieblas de esa historia mayor. Y si aquí alguien piensa que me estoy enredando demasiado, imagínense cómo me sentí yo al descubrir todo esto hoy, ni bien me senté a trabajar en este escritorio. Así es, me sentí enredado, pero muy feliz. Porque no hay felicidad mayor ni nada más hermoso que estar novelando, como quien no quiere la cosa, y como si uno fuese un marinero navegando por el río Níger en dirección hacia las entrañas mismas de África, empezar a desatar nudos para poder, por fin, soltar las amarras y dejarse ir con la corriente. Adentrarse en lo desconocido en busca de mi Kurtz personal hasta encontrarlo y que este, moribundo, en su último suspiro y sabiendo que yo acabo de enredarme tanto con todos estos narradores, me mire y me diga aquello de: ¡El horror, el horror! Y yo, para tranquilizarlo, le diría que no se preocupe, que descanse en paz  porque seguramente, a medida que avance yo en la historia todo se va a aclarar o se va a oscurecer aún más, pero que lo importante es que pueda llegar hasta ahí, hasta ese corazón de las tinieblas que es el centro mismo de la historia, y luego poder volver para contarlo. Con eso me basta.

lunes, 7 de mayo de 2018

Día 14

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7 de mayo

Trabajo. Estudio. Leo. Releo. Busco en el archivo del pasado cosas (fotos, textos, recuerdos) que me sacudan, para ver si se me cae una idea; material que pueda utilizar en la novela. Finalmente, parece que algo se mueve y escribo. No mucho, pero ya se sabe o se intuye que un poco ya es mucho.

Lo que escribo no es exactamente un capítulo; ni siquiera diría que es una escena completa. Es otra cosa ¿un pensamiento?, ¿una idea? Es algo que, de algún modo oscuro por ahora para mí, está conectado con la historia. Y así desemboco en un par de párrafos reflexivos. Párrafos que aún no sé ni cómo ni dónde encajarán, pero sé que me gustaría incluirlos en la historia. Probablemente acaben en labios de alguno de los personajes.

Una vez terminado y agotado el momento de inspiración (o quizás sería más adecuado llamarlo momento de “exhalación” ya que ha sido como largar un gran suspiro hasta desinflarme como un globo pinchado, y quedar arrugado y triste) ese ¿pensamiento?, ¿idea? se queda guardado en la carpeta dentro de la carpeta dentro de la carpeta. Carpeta Novela. Carpeta Vidas Pasadas. Carpeta Extras importantes (esa carpeta donde va a parar todo lo que no sé dónde meter, pero intuyo que en algún momento lo sabré). Ahí se quedará, quién sabe por cuánto tiempo, esperando el momento indicado en que su autor llegue a ese punto de la historia en el que se enciende, como un cartel de luces de neón en una oscura ruta secundaria, la señal que nos guía hacia esa carpeta "Extras importantes". Y es ahí, en ese preciso instante, cuando por fin esos ¿pensamientos?, ¿ideas? emergen para encajar en el todo. Ese es el destino que les espera a algunos de esos textos sueltos; otros, en cambio, acabarán en la papelera o, con suerte, puedan ser reciclados para alguna otra historia. Mientras tanto, creo que es bueno que esa carpeta siga creciendo y engordando. Porque me gusta pensar que la literatura y la vida están llenas de cosas que uno no sabe dónde deberán ir, pero que en algún momento encajan a la perfección en el todo. Cosas así..."Extras importantes".

 

 

jueves, 3 de mayo de 2018

Día 13

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3 de mayo

«La literatura no es autobiografía en código, y no es acontecimientos reales. No estoy escribiendo mi autobiografía y no escribo cosas según me sucedieron, excepción hecha del uso de ciertos detalles: tormentas y ese tipo de cuestiones. No, no es nada que me haya sucedido. Es tan sólo una posibilidad. Es una idea».
John Cheever.

Por mi parte, nada que agregar.

 

viernes, 6 de abril de 2018

Día 3

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6 de abril

Se dice del periodista y escritor Stephen Crane (Newark 1871- Badenweiler 1900) que en muchos de sus escritos anticipó, de alguna manera, sucesos que posteriormente viviría en carne propia. Escribió, por poner un par de ejemplos, sobre los suburbios de Nueva York y sus habitantes, mientras aún cursaba sus estudios en la Universidad de Syracuse, sin saber que posteriormente llegaría a sumergirse de lleno en la vida de los bajos fondos del Bowery. Escribió también un retrato vívido de los horrores en el campo de batalla, sin haber participado en ninguna guerra, algo que sí experimentaría años después como corresponsal en la guerra entre griegos y turcos.

La cuestión es que mientras leo sobre la vida de Crane y sus textos premonitorios descubro, no sin sorpresa, que al menos en dos ocasiones, durante los últimos meses, experimenté yo algo similar; es decir, escribí sobre cosas que luego viviría. Por supuesto que no tengo intenciones de comparar aquí mi vida, más bien monótona y aburrida, con la del audaz y aventurero escritor norteamericano. Tampoco pretendo equiparar mis torpes textos con su magnífica y prolífica (y, ahora también lo sé, premonitoria) obra. Simplemente, me pareció curioso y algo inquietante encontrar este aparente paralelismo con algunas de las situaciones que me tocó vivir últimamente. 

La primera situación a la que me refiero sucedió hace un par de meses, con motivo de mi última visita a Buenos Aires. Algunas semanas antes de viajar (incluso de saber que estaba por hacer ese viaje) se me ocurrió escribir un texto en el que ficcionaba mi regreso a la ciudad.

La intención era reflexionar sobre la relación que mantengo con la ciudad desde que vivo lejos; esa sensación que experimento al volver a algunos lugares después de tantos años y encontrármelos tan cambiados. Cosas por el estilo. En el texto aparecía yo como personaje, caminando por las calles de un barrio que nunca había sido mi barrio, pero que conocía bien y me servía perfectamente como escenario para lo que quería mostrar. Visitaba también un café (que existe realmente y que, dicho sea de paso, me parece unos de los rincones más encantadores) en el que supuestamente yo desayunaba todas las mañanas, en cada una de mis visitas a la ciudad, como si llevase a cabo una especie de ritual.

Quiso quizás el destino que esta vez, al aterrizar en Buenos Aires, fuese directamente a visitar a mi madre (quien casualmente vive ahora en ese barrio sobre el que yo había escrito) y que, al llegar a su casa, ella tuviese la magnífica idea de invitarme a desayunar a ese café tan pintoresco del que hablaba anteriormente. Hasta aquí todo podría considerarse una alegre coincidencia, pero sucedió – y esto no me lo esperaba – que, luego de desayunar, a mi madre se le ocurrió la idea de dar una vuelta por el barrio y mostrarme lo mucho que había cambiado todo desde que yo me había ido. Me paseó por lugares que yo nombraba en el texto, como la plaza del barrio o la estación del tren, para enseñarme el contraste de esos dos lugares, que se mantienen como antaño, con otros que tanto se han transformado.

Por supuesto, lo primero que pensé fue que ella había leído mi relato (algo más bien improbable, puesto que éste se había publicado en una revista digital no muy conocida) y estaba intentando reproducirlo para mí. Pero cuando se lo pregunté me respondió que, aunque le encantaría leer lo que yo escribo, sus ojos ya no ven tan bien y le cuesta muchísimo eso de meterse en Internet y leer de la pantalla. <<Igual>>, dijo, <<yo no necesito leer lo que escribe mi hijo para saber que escribe muy bien>>. Y así zanjó la conversación que enseguida tomó otro rumbo.

Todo hubiese quedado en esta simpática anécdota si no fuese porque, una semana después, me encontré casualmente con un amigo que hacía muchos años que no veía, y al que yo había utilizado, sin que él lo supiera, como personaje en mi última novela. En la historia, mi personaje perdía el camino, por así decirlo, después de haber tenido unos problemas personales. Todo ficción, claro. Nada sabía de la vida de este amigo desde hacía, como ya dije, muchos años. Tampoco sabría decir por qué se me ocurrió utilizarlo como personaje, pero así somos los escritores, sacamos material de cualquier lado. El caso es que después intercambiar los saludos pertinentes con mi amigo, lo invité a tomar una café y fue ahí cuando escuché su historia. Me contó que hacía unos años atrás, debido a unos “problemitas” con las drogas, había “perdido un poco el camino” (usó, para mi sorpresa, esas exactas palabras) y había estado, me dijo, algo desequilibrado.

Mientras él me contaba todo esto, yo intentaba captar algún gesto que me indicara que todo era una broma, pero a decir verdad no percibí nada. Es más, mi amigo parecía más bien serio y preocupado por la situación que le había tocado vivir.

Todo lo que me contó tenía un sospechoso parecido con lo que yo había escrito en aquella historia, por eso ahora, el que verdaderamente estaba preocupado era yo. Y es probable que mi preocupación se notase en mi aspecto ya que mi amigo en seguida me preguntó si me sentía bien. Fue gracias a esa pregunta que logré escaparme de esa situación incómoda, contestándole que la verdad es que no me sentía nada bien y que debía estar todavía bajo los efectos del jet lag (algo bastante improbable ya que había pasado más de una semana del vuelo), así que salí del bar y me alejé de ahí casi corriendo.

Hubo también otras situaciones que podrían casi considerarse premonitorias en aquel viaje. Situaciones que en el momento me parecieron un tanto sobrenaturales pero a las que no quise dar rienda suelta para no alimentar mis manías ficcionales. No quería acabar también yo teniendo unos “problemitas” como mi antiguo amigo. Así que me lo tomé todo como si hubiesen sido unas maravillosas casualidades novelescas como esas que les suceden a los personajes de Paul Auster en algunas de sus historias.

La cuestión es que, ahora, mientras leo sobre la vida de Stephen Crane y sobre sus textos premonitorios todas esas inquietudes han vuelto a asaltarme. Y es que, para colmo, leo que el pobre Crane tuvo una muerte bastante prematura (a los 28 años), y lo primero que pienso es si todas estas coincidencias no derivarán también en mi propia muerte prematura. Un pensamiento totalmente paranoico y catastrófico, lo sé.

Así que sigo leyendo y poco a poco me tranquilizo diciéndome que yo ya he pasado hace rato los 28 años y que, además, según leo, el norteamericano dejó, en sus escasos años de vida, una extensa obra escrita. Yo, en cambio, apenas he escrito una novela y algunos textos sin importancia. Él, se vio involucrado en un naufragio, cuando cruzaba de Miami a Cuba, del que sobrevivió y fue capaz de contarlo en un hermoso cuento; y yo, aunque tengo planeada una novela en la que también, casualmente, se hace alusión a un naufragio, ni siquiera he empezado a escribirla. Mucho menos tengo en mente subirme a un barco en los próximos meses. Aunque, a decir verdad, cuando uno vive en una isla eso siempre es una posibilidad. Habrá que tenerlo en cuenta.

martes, 3 de abril de 2018

Día 2

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3 de abril

Escribir, lo que se dice escribir, no estoy escribiendo.  Lo que sí hago bastante por estos días es buscar información sobre viajes en barco a través del Atlántico. Sobre todo el trayecto que iría desde Buenos Aires hasta las Islas Canarias. No es que esté pensando ahora en una aventura por el estilo. Más bien investigo para la novela; busco cosas como: fechas en las que sería conveniente realizar el trayecto, cantidad de personas que deberían componer una tripulación media en un barco de tamaño mediano, qué tipo de embarcación sería la adecuada para este tipo de travesías, cosas por el estilo. Lo que encuentro son, más que nada, blogs de gente que ha hecho el viaje y que cuenta su experiencia personal, y muestran demasiadas fotos de ellos mismos, sonriéndole a la cámara, con la piel muy curtida por el sol y el mar. Hoy perdí toda la mañana en esto.

Después fui al mercado a comprar verduras. Hice de comer. Miré pasajes de avión (ya estaba cansando de tanto barco) para irme de viaje a algún lugar, lejos y por largo tiempo, pero los precios me desanimaron. 
Por la tarde, me fui a nadar.

viernes, 23 de febrero de 2018

Nocturno

Me gustaría decir que soy el personaje principal de la novela (sería también una posibilidad), pero apenas soy un personaje secundario. De todos modos me siento orgulloso.

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