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martes, 9 de mayo de 2023

Mates y jaques

Borges y el ajedrez


















Ya no juego mucho al ajedrez. Hace tiempo, cuando era chico, tuve una época en la que jugaba bastante, pero ya no. Ahora sólo juego un par de veces al año, cuando me visita mi gran amigo Marco Sonoro que es muy fan de este juego. Él viaja siempre con un tablero portátil bajo el brazo; una cajita de madera que, cuando la abre, se transforma en tablero y dentro lleva unas piezas talladas en madera. Son piezas diminutas y bellísimas. Me gusta ese conjunto, tablero y piezas, porque no hay blancas y negras –siempre me sentí incómodo con los extremos–, sino que todo es de madera clara u oscura. Y esas dos tonalidades de la madera, me parece, se parecen más a la vida misma, donde, por lo general, todo se diluye en los grises o en los tonos pastel de lo cotidiano. 


Cada vez que mi amigo viaja a las islas desde Barcelona, en donde vive, trae consigo el ajedrez y pasamos unos buenos ratos jugando y tomando mate. Me gustan esas visitas porque puedo hacer dos cosas que no hago muy a menudo. 


Las partidas que jugamos pueden durar varias horas e incluso días. Hubo una vez, me acuerdo, que nos pasamos toda la semana que estuvo de visita jugando una sola partida. No es que seamos de esos jugadores que observan concentrados el tablero durante largos minutos hasta que se deciden a mover la pieza, sino más bien sucede que entre movimiento y movimiento, nuestras charlas se pueden alargar horas y hasta días. 


Él siempre gana, pero como tiene mala memoria, cada vez que vuelve de visita me pregunta cómo vamos y yo le respondo que vamos empatados y que, como la última partida la ganó él, me tiene que dar la revancha. Así que ahí mismo dispone el tablero con las piezas enfrentadas y empezamos una partida que nunca sabemos cuánto durará.  


La última vez que vino, hace no mucho tiempo, recordé que cuando era chico y jugaba bastante al ajedrez, me gustaba ir a la plaza de Barrancas –la primera de las 3 plazas–, en el barrio de Belgrano, donde hay (o había, ya hace rato que no visito aquel lugar por miedo a encontrarme un paisaje totalmente cambiado) unas mesas de piedra con tableros de ajedrez en las que los jubilados solían sentarse a jugar partidas memorables. Las mesas están – o estaban– ubicadas bajo un ombú bicentenario, gigante y sublime, que estira sus ramas nudosas y de hojas perennes, y que protege a todo aquel que allí quiera buscar refugio ante las inclemencias del tiempo.

Sobre esas ramas me encaramaba yo para poder ver las partidas que jugaban los viejos y aprender nuevas jugadas. 


Hoy, mientras escribía esto, pensé en aquellas mesas de piedra, en aquellos tableros de ajedrez bajo el ombú, y me di cuenta de que no recuerdo a ninguno de los viejos que jugaban en aquellas meses, y entonces me vinieron a la cabeza los versos del poema “Ajedrez”, de Borges: “Cuando los jugadores se hayan ido, /cuando el tiempo los haya consumido, /ciertamente no habrá cesado el rito.”

El rito ciertamente continúa. Al menos nosotros, mi amigo y yo, mantenemos el rito. Aunque nos falte el ombú que nos sirva de refugio.