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viernes, 17 de noviembre de 2023

Monamoda y Barbanueva - (poemita nº5)


Monamoda y Barbanueva




















Guardo el recuerdo
de asomarme a la ventana de mi casa 
en el barrio del Raval, 
en Barcelona, 
y verlos pasar paseando de la mano, 
felices.

Hacen una pareja maravillosa, pensé,
tan frescos y tan hermosos,
Barbanueva y Monamoda, 
muy a la última;
o a la penúltima, porque la última 
allá se va, allá se fue y ya pasó,
quién puede decir si volverá en otro revival retro vintage.
Y ahí viene otra a gran velocidad, otra que a su paso dejará
tan poco como la anterior, apenas alguna foto
o unos zapatos abandonados en el fondo del placard
esperando el recuerdo o el olvido.

Y ellos también pasan y se van, se alejan;
dejan el perfume, que queda como queda la piel
mudada, seca, pasada y usada muy poco
y ya desechada, rápido, pasada de moda.
Muy pasada.


martes, 21 de marzo de 2023

Yo iba en trenes

Estación Retiro







    En la isla donde vivo no hay trenes. Hay un tranvía que conecta dos de las ciudades más grandes. Hay mar, hay veleros, hay unas montañas hermosas, hay un volcán. Y la gente es amable y bellísima. Pero no hay trenes. Y en ocasiones siento una profunda nostalgia. Porque los trenes fueron una parte imprescindible en la formación de mi identidad. Crecí y pasé una buena parte de mi vida, esa parte tan importante que es la infancia, junto a las vías del tren. En mi barrio, como en muchos otros barrios de Buenos Aires, por aquel entonces el tren pasaba a pie de calle. No había túneles ni puentes. Había una barrera que subía y bajaba para que los coches que circulaban por la calle se detuvieran en el momento en que estaba por pasar el tren. Había unas luces rojas que titilaban al ritmo de una campana que sonaba para avisar que venía el tren. En esos momentos, mis amigos y yo, que podíamos estar jugando a la pelota o caminando por las vías haciendo equilibrio o poniendo monedas en los rieles para que el tren las aplastara y las dejara lisas, parábamos lo que estábamos haciendo y nos hacíamos a un lado para dejar paso a la mole de hierro, y la mirábamos pasar durante esos segundos que hoy me siguen pareciendo mágicos. 

    La línea que pasaba por mi casa era la del Mitre, que iba desde Retiro hasta Tigre. A la altura de mi casa había tres vías: una en dirección a Retiro, otra en dirección al Norte, a Tigre, y la tercera era una vía muerta, en la que antiguamente se paraban los trenes que tenían algún desperfecto o cosas así, pero en la que ahora no había nada y no pasaba ningún tren. Ese era nuestro espacio.

    Para los que vivíamos en el barrio, el tren representaba cosas muy diferentes. Para los padres, estoy seguro, representaba el horror, el miedo, la angustia de perder a un hijo. Era el monstruo que en cualquier momento podía arrebatarles una parte de sus vidas. Porque nosotros, que éramos esa parte de sus vidas tan fácilmente arrebatable, nos pasábamos el día rondando las vías del tren.

    Para mí, y seguramente también para mis amigos –esos amigos tan maravillosos que todavía hoy, cuarenta años después, puedo decir con orgullo criollo que siguen siendo, a pesar de la vida y de las distancias, mis grandes amigos–, el tren representaba, por un lado, la aventura; nos ofrecía una salida del barrio y nos permitía poder explorar rincones hasta entonces desconocidos. Nos subíamos al tren como quien se embarca en una expedición a las oscuras entrañas del Congo. Por otro lado, también representaba la muerte. No era rara la vez que veíamos a alguien ser engullido por la bestia: un suicidio, un accidente, alguien que no había escuchado las señales a tiempo. En esos momentos, empujados por esa temeridad y esa curiosidad morbosa tan propias de la juventud, salíamos corriendo en dirección al frenazo chirriante y chispeante para ver si podíamos ver algo antes de que los bomberos recogiesen los restos de ese naufragio sangriento. Luego volvíamos a nuestra esquina y retomábamos los que habíamos dejado en pausa. 

    Hoy, por supuesto, lo que extraño, lo que me hace sentir esa nostalgia, no es aquel lado siniestro de todo lo que rodeaba al tren. Hoy extraño el traqueteo, extraño el olor a quemado que quedaba en el aire después de su paso. Extraño los viajes a otros barrios, las esperas en la estación ojeando las revistas en el kiosco. 

    Este año, en Reyes, a mi hijo le compramos un tren de madera. Dimos muchas vueltas porque no nos decidíamos por nada que nos gustara. Pero yo quería comprarle un tren, aunque no sabía por qué. No soy amante del modelismo y nunca me interesaron las miniaturas de los trenes. Pero cuando veo ahora a mi hijo jugando con ese tren en miniatura, con sus vías y su estación pintada de naranja y su reloj y sus piezas de madera, y lo escucho haciendo chú-chú, siento algo que me remonta a esos días del pasado, a la estación de Belgrano, y me veo caminando por las vías haciendo equilibrio sobre los rieles. 

    Se preguntaba Neruda en un poema si había algo más triste en el mundo que un tren inmóvil en la lluvia. Yo le diría que sí a Neruda. Le diría, Pablo, no poder ver pasar ningún tren, ni con sol ni bajo la lluvia, es aún más triste. 


jueves, 5 de agosto de 2021

Rolito - (poemita nº1)

Rolito














Rolito

cubito de hielo

¿Adónde fueron a parar tus huesos

después de cruzar 

la triple frontera

brasil paraguay argentina

para traer de contrabando

diez mil dólares 

en el baúl de un escarabajo 

destartalado

pero tan adecuado 

a tu estilo,

tan ridículo como vos?

Llegaste ansioso a la frontera

desesperado por comprar 

todo barato

todo bonito 

antes de cruzar;

cosas que atesorar en algún rincón

de tu guarida llena de cachibaches

que nunca usás 

pero que tanto te gusta 

exhibir. 

Compraste whisky, puchos,

baratijas para tu casa

de barrio esplendoroso.

Qué poco dejás a tu paso, Rolito

frío frialdad frivolidad

siempre frito por ser alguien

el dueño de la pelota

pero te equivocaste de camino

¿no lo ves?

Ya se te acaba la gasolina, Rolito

quedarte por el camino

es lo de menos porque siempre 

se puede seguir a pie

lo peor es el calor 

y te aterra no llegar

a tiempo a tu heladera.

Pero no hay remedio ya

para tu enfermedad terminal

se terminó, Rolito

te derretís.

Pasará, pasará pero siempre quedarán 

todas esas cosas

que dejaste en herencia

¿a quién?

Dejás que el agua

en que te convertís ahora

lo inunde todo.

Y te vas.

Good bye.

viernes, 20 de abril de 2018

Día 9

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20 de abril

Siguiendo el consejo de una buena amiga, siempre muy comprometida con el medio ambiente, empecé hace algunas semanas a comprar el agua en botellas de vidrio. Me las trae un repartidor que viene todos los viernes en su camión. Esta práctica me recuerda a cuando, de chico, pasaba por mi casa de Buenos Aires el sodero y nos traía, también con un camión, las cajas de sifones de soda. Venía todas las semanas y nos reponía los sifones vacíos. Puede que esa sea la razón por la que me he creado una especie de visión romántica en torno a toda esto del reparto de agua puerta a puerta.

Llevando esto un poco más lejos, hoy se me ocurrió invitar al Hombre del Agua (lo voy a llamar así por ahora) a entrar en casa a tomar un café y un vaso de agua. Lo hice porque me di cuenta de que, si quiero evocar la misma sensación que me trasmitía la visita del sodero de Buenos Aires a mi casa (a quien llamábamos por su nombre e incluso, cada tanto, mi viejo lo invitaba a tomar una cerveza o un café), tengo que hacerme más amigo del repartidor, entrar en confianza.

Mientras esperábamos, él y yo, a que se hiciera el café y charlábamos de cosas cotidianas, el Hombre de Agua se puso a ojear los cuadernos abiertos y los libros que yo había dejado descansando sobre la mesa de la cocina, en donde estaba trabajando cuando me interrumpió el timbre. Me preguntó si yo escribía y, cuando le respondí que sí, que estaba escribiendo una novela, me dijo que él también escribía y, entonces, la conversación dio un giro. Estuvimos largo rato charlando sobre libros y escritores, y, al ver que teníamos afinidades comunes en lo literario, el Hombre del Agua se animó y me leyó unos poemas suyos que me sorprendieron gratamente, porque me parecieron de una sensibilidad y sencillez conmovedoras. Me hicieron acordar inmediatamente a ciertos poemas de William Carlos Williams y, como una asociación lleva a otra, me acordé también del personaje de la película Paterson, de Jim Jarmusch. Ese personaje que maneja un autobús y que en sus ratos libres escribe poemas hermosos y sencillos sobre pequeñas cosas que en el fondo nunca son tan pequeñas. Ese personaje que en la película se llama Paterson y vive en el pueblo Paterson, el mismo pueblo Paterson al que Williams dedicó un magnífico poema. Y siguiendo con las asociaciones, ahora que lo miraba bien, el Hombre del Agua se parecía mucho a ese Paterson no sólo físicamente, sino que además los dos escribían en sus ratos libres (mientras almorzaban o esperaban un cambio de turno) poemas sobre las pequeñas cosas no tan pequeñas y, además, los dos eran conductores de vehículos grandes y complicados con los que daban vueltas por la ciudad pensando en cosas pequeñas y sencillas, que en realidad no son ni tan pequeñas ni tan sencillas. Pero creo que con tantas asociaciones me estoy enredando demasiado.

Voy a reproducir aquí, de memoria, uno de los poemas que me leyó y que me quedó grabado. Puede que algunas palabras estén cambiadas, pero decía algo así.

Caras sedientas/detrás de puertas/llenas de secretos/y de cajas/con botellas/vacías.

Quedamos la semana que viene. Yo le dije que le llenaría la taza con otro café si él me leía otro de sus poemas. Después me cambió mi caja de agua vacía por una llena y volvió a la calle.

Adiós, Paterson, le grite desde la puerta cuando se subía al camión, y él me saludó con la mano. Después se alejó haciendo tintinear las botellas de cristal vacías.