Mostrando entradas con la etiqueta escritora. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta escritora. Mostrar todas las entradas

martes, 21 de noviembre de 2023

¿Quién necesita una trama?










Puede que rodearte de gente que te lea y que te apoye sea muy importante para ganar confianza en tu obra, pero no siempre es imprescindible. De hecho, me animaría a decir que es más importante rodearte de gente que te lea y que te tire la obra abajo, o hasta de gente que ni siquiera te lea (pero que igualmente disfrute de tirarte abajo todo lo que escribes). Gente cruel, envidiosa, sutilmente despiadada. Gente de esa que escupe veneno. Esa es la gente que realmente necesitas a tu alrededor para poder creer en lo que escribes. Para poder mantenerte en el camino. Pienso en ese cuento de Lorrie Moore que creo se llama “Cómo convertirse en escritora” o "Como hacerse escritora". El cuento está en el libro Autoayuda, que es su primer libro de cuentos, y es una maravilla, todo el libro lo es. En este cuento del que hablo, una aspirante a escritora asiste a varios seminarios de escritura creativa, y en ellos se topa una y otra vez con compañeros o profesores que sistemáticamente le tiran abajo lo que escribe, la mayoría de las veces sin argumentos sólidos y de mala manera. Le critican principalmente el hecho de que no trabaja bien el argumento (o la trama, según la traducción). Pero no se lo dicen como una crítica constructiva. Le dicen cosas como “no tienes sentido del argumento (o la trama)” o “tus argumentos (o tramas) son absurdos” o “ridículos”.
Es inevitable hacer un paralelismo entre lo que escribe la aspirante a escritora del cuento y lo que escribe la autora, Lorrie Moore. 
Puede parecer, en efecto, que los cuentos de la autora estadounidense tengan muy poco argumento, o muy poca trama, pero son de lo más hermoso que he leído en mucho tiempo. Los cuentos de Lorrie Moore son infinitos, son unos cuentos potentes y crueles (con sus personajes), con un humor negro que a veces desanima, porque el lector no ve ni un ápice de esperanza para esos personajes que andan perdidos por la vida. ¿Y quién no anda perdido por la vida?
Pero son cuentos de una potencia suprema. Además, ¿quién necesita una trama cuando se puede acceder, a través de una imagen clara, profunda y terrible, a un fragmento de la vida de esos personajes tan complejos, tan ambiguos, tan extraviados? "Los argumentos son para los muertos", dice la escritora en ciernes del cuento que menciono más arriba. Una maravilla. Copio un fragmento para que se me entienda y se la entienda:

    En tu clase de Lengua y Literatura del instituto, mira la cara del señor Killian. Llega a la conclusión de que las caras son importantes. Escribe unos tercetos sobre los poros. Esfuérzate. Escribe un soneto. Cuenta las sílabas: nueve, diez, once, trece. Decide experimentar con la ficción. En esto no hay que contar las sílabas. Escribe un cuento corto acerca de una pareja de ancianos que se matan el uno al otro de un tiro por accidente, a consecuencia de una avería inexplicable de una escopeta de caza que una noche aparece misteriosamente en su cuarto de estar. Dáselo al señor Killian como trabajo de fin de curso. Cuando te lo devuelve, ves que ha escrito: «Algunas de tus imágenes están muy bien, pero no tienes sentido del argumento». Cuando estés en casa, en la intimidad de tu dormitorio, escribe a lápiz con letras tenues bajo sus comentarios en tinta negra: «Los argumentos son para los muertos, cara de cráter».

Ya desde el principio, desde que está en el instituto, la aspirante a escritora tiene que luchar contra todas esas fuerzas antagónicas que la hostigan y le ponen trabas injustificadas en su camino hacia una escritura fresca, renovadora, inteligente, hasta me atrevería a pronunciar esa palabra tan desgastada: original. En ningún momento hay nadie que la apoye: ni su familia, ni sus amigos, nadie. Pero ella tira para adelante. Sigue creando. Y, lo más importante, sigue haciendo lo mismo, cuentos sin argumento (trama) aparente. Ahí está depositada toda la confianza en la propia obra. 

Por eso, quizás, sospecho que no hay que rodearse de gente benévola, sino más bien acercarse sin reparos a todas esas bestias venenosas, a esas voces que creen tener la verdad absoluta. Diría casi que, para poder crear algo importante, hay que alimentarse de esas opiniones, meras opiniones, maliciosas. Y luego hacer todo lo contrario.
Es importante mostrar lo que uno escribe y exponerse, sí, pero mostrárselo no solo al aliado sino también al oponente, y siempre con la actitud estoica de la aspirante a escritora del cuento de Moore. Seguir escribiendo a pesar de todo, con rabiosa insistencia. Y seguir adelante así, sin argumento, sin trama. Quizás así se pueda crear algo que valga la pena. Al fin y al cabo, los argumentos son para los muertos.

jueves, 23 de julio de 2020

Día 70



23 de julio

Un renombrado opinólogo de mi barrio, con el que suelo coincidir en el bar de la esquina al que voy en mi hora libre del día a intentar avanzar en la novela a paso no de una hormiga sino más bien con el tenaz y perseverante y pesado paso de una tortuga vieja y más arrugada de lo normal, nos regaló muy desinteresadamente a mí y al camarero que estaba detrás de la barra, una larga lista medidas para salir de esta pandemia que, según él, el gobierno estaba tardando en adoptar. Y mientras él disertaba sobre los errores que todos los ciudadanos cometemos y que nos llevarán, según aseguró, más rápido que tarde a un nuevo confinamiento, yo no pude evitar desviar mi atención hacia las gotitas de saliva y cerveza que saltaban desde la boca descubierta de nuestro conocido opinólogo y viajaban hasta la mascarilla del camarero que lo observaba de reojo y asentía distraído mientras sacaba brillo a unas copas con un paño seco.
Disculpándome, argumentando que tenía algo que escribir antes de que la idea se me fuera de la cabeza, me alejé hasta una mesa bien apartada en un rincón, junto a la ventana abierta y me senté allí a fingir que escribía algo. A salvo de la lluvia de saliva y cerveza, y de la sabiduría regalada de nuestro conocido, pude disfrutar de mi hora libre del día. Eso sí no escribí nada. Ni tampoco me pude terminar el café con leche que dejé abandonado sobre la barra, seguro de que se había llenado de gotitas cargadas de consejos. Al menos, el sol que entraba por la ventana me acaricio un poco el ánimo y logré volver a casa con renovadas energías.