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viernes, 17 de noviembre de 2023

Monamoda y Barbanueva - (poemita nº5)


Monamoda y Barbanueva




















Guardo el recuerdo
de asomarme a la ventana de mi casa 
en el barrio del Raval, 
en Barcelona, 
y verlos pasar paseando de la mano, 
felices.

Hacen una pareja maravillosa, pensé,
tan frescos y tan hermosos,
Barbanueva y Monamoda, 
muy a la última;
o a la penúltima, porque la última 
allá se va, allá se fue y ya pasó,
quién puede decir si volverá en otro revival retro vintage.
Y ahí viene otra a gran velocidad, otra que a su paso dejará
tan poco como la anterior, apenas alguna foto
o unos zapatos abandonados en el fondo del placard
esperando el recuerdo o el olvido.

Y ellos también pasan y se van, se alejan;
dejan el perfume, que queda como queda la piel
mudada, seca, pasada y usada muy poco
y ya desechada, rápido, pasada de moda.
Muy pasada.


martes, 21 de marzo de 2023

Yo iba en trenes

Estación Retiro







    En la isla donde vivo no hay trenes. Hay un tranvía que conecta dos de las ciudades más grandes. Hay mar, hay veleros, hay unas montañas hermosas, hay un volcán. Y la gente es amable y bellísima. Pero no hay trenes. Y en ocasiones siento una profunda nostalgia. Porque los trenes fueron una parte imprescindible en la formación de mi identidad. Crecí y pasé una buena parte de mi vida, esa parte tan importante que es la infancia, junto a las vías del tren. En mi barrio, como en muchos otros barrios de Buenos Aires, por aquel entonces el tren pasaba a pie de calle. No había túneles ni puentes. Había una barrera que subía y bajaba para que los coches que circulaban por la calle se detuvieran en el momento en que estaba por pasar el tren. Había unas luces rojas que titilaban al ritmo de una campana que sonaba para avisar que venía el tren. En esos momentos, mis amigos y yo, que podíamos estar jugando a la pelota o caminando por las vías haciendo equilibrio o poniendo monedas en los rieles para que el tren las aplastara y las dejara lisas, parábamos lo que estábamos haciendo y nos hacíamos a un lado para dejar paso a la mole de hierro, y la mirábamos pasar durante esos segundos que hoy me siguen pareciendo mágicos. 

    La línea que pasaba por mi casa era la del Mitre, que iba desde Retiro hasta Tigre. A la altura de mi casa había tres vías: una en dirección a Retiro, otra en dirección al Norte, a Tigre, y la tercera era una vía muerta, en la que antiguamente se paraban los trenes que tenían algún desperfecto o cosas así, pero en la que ahora no había nada y no pasaba ningún tren. Ese era nuestro espacio.

    Para los que vivíamos en el barrio, el tren representaba cosas muy diferentes. Para los padres, estoy seguro, representaba el horror, el miedo, la angustia de perder a un hijo. Era el monstruo que en cualquier momento podía arrebatarles una parte de sus vidas. Porque nosotros, que éramos esa parte de sus vidas tan fácilmente arrebatable, nos pasábamos el día rondando las vías del tren.

    Para mí, y seguramente también para mis amigos –esos amigos tan maravillosos que todavía hoy, cuarenta años después, puedo decir con orgullo criollo que siguen siendo, a pesar de la vida y de las distancias, mis grandes amigos–, el tren representaba, por un lado, la aventura; nos ofrecía una salida del barrio y nos permitía poder explorar rincones hasta entonces desconocidos. Nos subíamos al tren como quien se embarca en una expedición a las oscuras entrañas del Congo. Por otro lado, también representaba la muerte. No era rara la vez que veíamos a alguien ser engullido por la bestia: un suicidio, un accidente, alguien que no había escuchado las señales a tiempo. En esos momentos, empujados por esa temeridad y esa curiosidad morbosa tan propias de la juventud, salíamos corriendo en dirección al frenazo chirriante y chispeante para ver si podíamos ver algo antes de que los bomberos recogiesen los restos de ese naufragio sangriento. Luego volvíamos a nuestra esquina y retomábamos los que habíamos dejado en pausa. 

    Hoy, por supuesto, lo que extraño, lo que me hace sentir esa nostalgia, no es aquel lado siniestro de todo lo que rodeaba al tren. Hoy extraño el traqueteo, extraño el olor a quemado que quedaba en el aire después de su paso. Extraño los viajes a otros barrios, las esperas en la estación ojeando las revistas en el kiosco. 

    Este año, en Reyes, a mi hijo le compramos un tren de madera. Dimos muchas vueltas porque no nos decidíamos por nada que nos gustara. Pero yo quería comprarle un tren, aunque no sabía por qué. No soy amante del modelismo y nunca me interesaron las miniaturas de los trenes. Pero cuando veo ahora a mi hijo jugando con ese tren en miniatura, con sus vías y su estación pintada de naranja y su reloj y sus piezas de madera, y lo escucho haciendo chú-chú, siento algo que me remonta a esos días del pasado, a la estación de Belgrano, y me veo caminando por las vías haciendo equilibrio sobre los rieles. 

    Se preguntaba Neruda en un poema si había algo más triste en el mundo que un tren inmóvil en la lluvia. Yo le diría que sí a Neruda. Le diría, Pablo, no poder ver pasar ningún tren, ni con sol ni bajo la lluvia, es aún más triste. 


lunes, 21 de septiembre de 2020

Día 73













Dos son las razones por las que me he decidido a cambiar el título de este diario. La primera tiene que ver con el hecho de que llevo un tiempo trabajando en un nuevo proyecto que lleva ese mismo nombre. Son una serie de textos sobre una Buenos Aires que ya no existe, una Buenos Aires que es una variación de la ciudad que hoy está en el lugar en el que estaba la ciudad en la que crecí. 

Pero no sólo eso. Porque esos textos, me doy cuenta, son también una variación de aquella Buenos Aires, puesto que la memoria traiciona, deforma, engaña, desfigura, y por lo tanto su arquitectura será también variable. Una calle puede que aparezca donde no debería, un bar en lugar de otro. La segunda razón, y quizás las más importante, es una razón que desde el principio de los tiempos ha sido utilizada por madres y padres para reforzar una postura o una verdad personal. Me refiero a esa célebre y celebrada frase que acababa con cualquier posible discusión o alegato por parte de los hijos: «porque sí, porque lo digo yo». Con esto, espero que quede claro que el cambio del título de este diario obedece más a un capricho que una necesidad. 

lunes, 8 de julio de 2019

Día 56 (bis)

Levrero (Mariano Re)













8 de junio
Me aburro.
Leo, pero no me concentro. Me duele el cuello. Tampoco logro sentarme a trabajar, así que doy vueltas por la casa. Hago cosas rutinarias para olvidarme de que me aburro y de que me duele el cuello. No funciona, sigo aburrido y dolorido. Me pongo a hacer unos ejercicios para estirar el cuello, pero el alivio dura solo unos segundos. Me siento, me levanto, me vuelvo a sentar. Me siento culpable por no estar escribiendo, así que me siento a escribir. En realidad escribo más bien por puro aburrimiento. Me pregunto si servirá de algo y en seguida me viene a la cabeza una frase de Mario Levrero que decía que "vale la pena llegar al aburrimiento, tocar el fondo en el aburrimiento, porque de ahí nacen los impulsos correctos". Ahí mismo se me relaja el cuello y me dejo llevar por el aburrimiento, me abandono hasta tocar fondo en el aburrimiento y espero a que nazcan en mí los impulsos correctos. Espero saber reconocerlos cuando lleguen.

jueves, 27 de junio de 2019

Día 55

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27 de junio

Hoy estuve revisando lo que llevo escrito en este diario y sí, efectivamente me he alejado del propósito inicial que era el de llevar un diario de la escritura de mi próxima novela. Lo que tengo hasta ahora es, como mucho, un diario de la escritura de mis neurosis. Pero no se me puede criticar. Ni siquiera yo mismo me critico. Porque creo que tal vez, de un modo u otro, pueda rescatar algo de todo esto. Quizás no me sirva como diario de la escritura de la novela que estoy intentando (aunque a un ritmo extremadamente lento) escribir. Pero puede que en algún momento me sirva como diario de otra novela, o de lo que sea. No hay que descartar nada. Eso me dice mi instinto.
En principio, lo que sí debería hacer es empezar por pedir disculpas a aquellos amigos que supieron ver mi deriva y me advirtieron de que la cosa estaba naufragando. Aquellos a quienes en ese momento di la espalda, alegando que TODO tenía que ver con la novela. Lo acepto y rectifico.
Ahora, me propongo arrojarme osadamente a esas aguas revueltas y buscar el modo de volver a encauzar esta barca. Pero no puedo prometer nada. Así que mejor les aviso, desde ahora, a aquellos posibles lectores a quienes pueda incomodarles mi desvarío, que tal vez nunca encuentre el camino de vuelta y que esto siga siendo un simple diario de neurosis y cosas completamente alejadas de la novela; pero siempre cosas muy cercanas a una posible obra de vida. Sólo por si acaso alguna vez se me ocurre, como a Proust, lanzarme "Á la recherche du temps perdu". Voilà.




lunes, 17 de junio de 2019

Día 53

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17 de junio
Mudanza nueva, cuidad nueva. Y, por lo tanto, ansiedades nuevas. Por ejemplo: tengo que dedicar algo de tiempo a buscar un nuevo repartidor de agua embotellada. Voy a extrañar a mi buen amigo Patterson, repartidor de agua/poeta, que pasaba cada viernes a traer mi caja semanal de agua en botellas de vidrio y que cada tanto me leía alguno de los poemas que escribía en su ruta de reparto. Con él podía charlar sobre literatura y los poetas que nos gustaban a los dos. Eran buenos tiempos aquellos. Ahora no sé lo que encontraré aquí, en mi nueva ciudad. Pero no pierdo las esperanzas de encontrar nuevos y extraños amigos. Los tiempos cambian y hay que darles la bienvenida.

miércoles, 12 de junio de 2019

Día 52 (día 1)

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12 de junio

METADIARIO

Por un breve período, espero, me propongo hacer un breve inciso en el diario de escritura de la novela para darle lugar a este que será "el diario de la escritura de un cuento".
La decisión de empezar hoy, aquí, ahora, este metadiario, este diario dentro del diario, se debe a motivos más bien oscuros y, por qué no decirlo, algo esotéricos. Y es que cuando se trata de Montauk todo parece ocurrir de un modo misterioso. Esta vez no ha sido distinto. Por eso pensé que lo mejor sería llevar un diario, para dejar constancia de que los caminos de Montauk son inescrutables.
Intentaré explicarme mejor: hace algunas semanas me llegó un mensaje de mi cuñado con un enlace a un articulo que trataba sobre ciertos eventos relacionados con el Proyecto Montauk. (Lo del Proyecto Montauk es una especie de código secreto que tenemos entre los dos y que hace referencia a una historia que juntos vivimos hace muchos años, cuando los visité a él y a mi hermana en Nueva York). No voy a explicar acá nada sobre el Proyecto Montauk. Si a alguien le interesa no tiene más que buscar en internet y allí dará con toda la información necesaria sobre esa y otras teorías de la conspiración. Únicamente diré que mi cuñado y yo compartimos la creencia de que Montauk tiene el poder de "materializar" los pensamientos.
Fue quizás por eso que ese día, al ver el mensaje de mi cuñado, no me sorprendió nada comprobar, una vez más, que basta que a uno se le dé por pensar en Montauk para que Montauk aparezca. Y es que el día anterior a que me llegase el mensaje, estuve yo pensando bastante en Montauk y en la posibilidad de escribir sobre el tema. De ahí que decidiese responder al mensaje de mi cuñado prometiéndole que esta vez sí, definitivamente, escribiría un cuento sobre Montauk.
Si la casualidad existiese, diría que fue la casualidad la que hizo que al día siguiente de haber recibido dicho mensaje - y de haber decidido escribir sobre Montauk - me llegase otro, esta vez de una buena amiga que me avisaba de un concurso de relatos en el que se ofrecía un sustancioso premio económico. No pude evitar ver la conexión (eso es lo que Montauk siempre provoca en mí) así que, sin demorarme más, me senté a escribir el cuento - albergando la esperanza de que Montauk "materialice" el dinero del premio - y también a escribir este diario de la escritura de ese cuento, para, como ya dije, dejar constancia de cualquier suceso extraño que este elección pueda acarrear. Continuara...

viernes, 24 de mayo de 2019

Día 51

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24 de mayo

Hace varios días escribí por ahí que creía que últimamente había dejado de copiar a otros para copiarme más a mí mismo. Entonces me acordé de que, en la época que viví en Bolonia, se me había dado por pensar que todo lo que yo escribía era una copia fiel del estilo de William Faulkner. Creía con ingenuidad que muchas de mis frases también eran hermosas, largas y sinuosas, subordinada tras subordinada, como las de el escritor norteamericano. Pero ahora que leo mucho más y mejor a Faulkner, me doy cuenta de que el pobre Faulkner nunca fue una victima seria de mis intentos de copia. Por más que me duela, cuando releo aquellos cuadernos, me doy cuenta de que nada tenían que ver mis frases largas e inconexas con la sintaxis maravillosa de este. Y, probablemente, si Faulkner hubiese estado vivo mientras yo vivía en Bolonia, y yo hubiese tenido la oportunidad de enviarle una carta al escritor norteamericano, diciéndole que siempre lo había admirado y que había intentado copiarlo y, además, le hubiese enviado, junto con la carta, una muestra de mi escritura, fiel copia de su estilo, estoy seguro que Faulkner se habría atragantado con el humo de su pipa y con sus carcajadas, y se habría muerto allí mismo, con mi carta en las manos, de la risa. Menos mal que nunca tuve la oportunidad de hacerle llegar esa carta.
Tal vez no se entienda mucho lo que quiero decir con todo esto. Por suerte para mí, si alguien me preguntase qué he querido decir con esto, podría responderle con una frase del propio William Faulkner quien, cuando en una entrevista le preguntaron sobre qué pensaba de que mucha gente, después de haber leído sus libros hasta tres veces, dijese que aún no los entendía, Faulkner le respondió que deberían leerlos una cuarta vez. Así que ya saben, si alguien no ha entendido después de haber leído esto tres veces, que me lea una cuarta. Y listo.

jueves, 9 de mayo de 2019

Día 49

















9 de mayo

Escribe Foucault: "más de uno, como yo sin duda, escribe para no tener ningún rostro". De esta afirmación obtengo un inmediata respuesta mental: la tensión - cada vez más arraigada en mí - entre, por un lado, adherir sin condiciones a la idea del filósofo francés y reafirmarme en mi posición de escribir "para no tener ningún rostro", y por otro, en cambio, someterme a la inseguridad y perseguir la línea cada vez más dominante de que lo escrito no vale nada si no se le pone un rostro. Face o no Face, esa parecería ser la cuestión.

miércoles, 8 de mayo de 2019

Día 48














8 de mayo

"En la literatura se sabe lo que no se quiere hacer, porque lo que sí se quiere hacer no siempre resulta logrado al escribir. En cambio, la negatividad nos permite escribir desechando todo lo que no nos interesa".
Ricardo Piglia Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices.

viernes, 26 de abril de 2019

Día 47

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26 de abril

Muchacha desnuda sentada en el olvido
                                   
                                           A Alejandra Pizarnik

Sentada desnuda,
tus pies descalzos no llegan al suelo,
tu pelo revuelto es lo único que cubre una parte de tu cuerpo.
Un cigarrillo, eterno apéndice de tus labios, alza un muro de humo
que esconde tu mirada lúcida, sombría.
Tu voz ronca se disimula detrás del deseo de las palabras
o de las palabras del deseo y a lo lejos te veo
y te grito ¡Alejandra!
Y vos, desnuda, desde el olvido,
levantás una mano
y me saludás.

domingo, 18 de noviembre de 2018

Día 40

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18 de noviembre

Hoy por la mañana me desperté sintiéndome raro. Algo me incomodaba. Pero no fue sino hasta después de desayunar, leer las noticias del día y de dar un repaso a los principales suplementos culturales, es decir, cuando ya estuve bien despierto, cuando me di cuenta de que lo que tenía era nostalgia. Pero no era una nostalgia cualquiera. Era una nostalgia que se me ocurrió llamar "Nostalgia de Barthes".
Me explico: mi nostalgia de Barthes es un sentimiento de que en los últimos tiempos la literatura se está alejando cada vez más irremediablemente de aquellas teorías, para mí tan reveladoras, sobre la muerte del autor y el consecuente nacimiento del lector, que promulgó el francés a principios de los setenta. 
Hoy, me parece, hay un interés creciente en resucitar la figura del autor. Y los lectores, cada vez menos imaginativos, y ávidos de información sobre las vidas de esos autores, en lugar de buscar nuevos significados y de sumergirse en maravillosos mundos imaginarios, al parecer, prefieren creer que todo lo que se escribe es real, biográfico. Qué maravilloso que es, dicen estos lectores, que al autor le sucedan esas cosas tan increíbles y divertidas o dramáticas y tristes. Y después de haber leído esa novela tan publicitada (cuanto más aparezca por todos lados mejor), salen corriendo a escribirles a los autores por las redes sociales para contarles lo mucho que empatizan con lo que les ha sucedido, porque ellos también han vivido algo similar.
Barthes, no lo dudo, estaría horrorizado al ver que su "hijo lector", al que concibió como un lector crítico, en busca de multiplicidad de significados en los textos, hoy se haya quedado tan cerca de la superficie. El de hoy es un lector que en lugar de nadar y sumergirse, o flotar de cara al cielo, con los ojos cerrados y una sonrisa de placer en el rostro, dejándose llevar por las ondulaciones de la imaginación, se queda cerca del borde de la pileta, para estar seguro de que nunca se ahogará en esas oscuras profundidades.
Pero así son los hijos le diría yo a Barthes. Muchos tienden a alejarse de lo que los padres hubiesen querido para ellos.
Esos hijos que engendró Barthes, hoy, ya mayores, parecen tan alejados de su padre, que se les ha ocurrido crear una especie de secta que bien se podría llamar "los seguidores del autor". Lo adoran y le montan altares en los que ponen sus libros junto a las fotos ampliadas de la contraportada. Le encienden velas y todos los domingos van a verlo contar sus increíbles pero tan realistas historias en algún bar del centro. O lo siguen en las redes, donde, por suerte, va agregando historias que amplían las historias ya leídas. Lectores que cuando se juntan, hablan de cuán original les parecen las historias que les suceden a sus autores favoritos y lo increíble que es que les pasen cosas tan bizarras.
Estos lectores, en lugar de ser creadores de significado, como esperaba y quería Barthes, son más bien creadores de autores.
Es la muerte de la imaginación, le diría hoy a Barthes si lo tuviese delante. Pero por desgracia no está aquí. Y yo siento nostalgia.
Nostalgia de Barthes.

miércoles, 17 de octubre de 2018

Día 38

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17 de octubre

Esta semana sufrí lo que yo llamaría una crisis de identidad. Me sucedió mientras leía sobre la vida del escritor argentino/uruguayo/francés Copi y, paralelamente, terminaba de leer El buda de los suburbios de Hanif Kureishi.
Puede que parezca que nada tiene que ver una cosa con la otra pero, si lo pensamos con detenimiento, todo está relacionado.
Pongamos por ejemplo el caso de Copi. Escritor nacido en Argentina, que de muy chico se mudó con su familia a Uruguay y que más tarde se trasladó a París en donde desarrolló su carrera literaria y artística. Escribió en francés, pero como siempre se sintió profundamente argentino, y por lo visto él también sufrió una especie de crisis de identidad, en un momento dado comenzó a escribir en un español con marcado deje argentino y, además, decidió regresar a su argentina natal. Pero al parecer la vuelta no fue nada bien y todo aquello que le había hecho triunfar en París, no encontró cabida en una Buenos Aires que todavía no estaba preparada para su genio. Y al final, decepcionado con una Argentina hostil y atrasada, decidió regresar a París.
A mí no me pasó nada de eso, aunque sí que hay ciertas similitudes, salvando las imperdonables distancias. Yo también tengo períodos en los que me gustaría poder despojarme de todo extranjerismo y volver a escribir en un estilo con marcado deje argentino y quizás volver a Buenos Aires (aunque no me gustaría encontrarme una Buenos Aires hostil y atrasada como la que supuestamente encontró Copi). Pero a los pocos días todo esto se me pasa y sigo con lo mío como si nada.
En el buda de los suburbios de Kureishi pasa algo parecido. Todos (o casi todos) los personajes parecen estar atravesando una crisis de identidad en algún momento de la historia. Son todos extranjeros, de algún modo, en el mundo en que les tocó vivir. Y buscan la mejor manera de adaptarse o cambiar esa condición. Tengo que reconocer que todo eso me resulta muy familiar.
Una y otra vez me planteo dejar estas lecturas que tanto me arrastran a esos pensamientos oscuros de argentinismos y retornos, pero al parecer no puedo. Hay en mí una necesidad de conectar con ese lado inmigrante nostálgico. Y tengo la sensación, ahora mientras escribo esto, de que en ese sentimiento es donde puede llegar a estar la clave de algo. Algo que no sé bien qué es pero que tal vez tenga que ver con una salida a estas crisis de identidad que tanto me acechan. Un algo que quizás me acerque de alguna forma a una suerte de epifanía. O quizás no. Qué sé yo.
Pero hay que probar.



martes, 2 de octubre de 2018

Día 36















1 de octubre

Cuando uno es una persona aficionada a los cambios y a comenzar las cosas una y otra vez por simple placer (por el simple hecho de (re)crearlas y reconfigurarlas; o quizás para otorgarles la posibilidad de convertirse en otra cosa), entonces uno corre el riesgo de, por ejemplo, estar en medio de la escritura de una novela (pongamos) y de repente, en un momento dado, pensar que tal vez podría quedar bien un cambio de forma. Y es ahí, en ese preciso instante, cuando todo se va al carajo. Porque te das cuenta de que, sí, lo vas a hacer. No lo podés evitar. Sin duda vas a volver al principio y vas a reescribir todo, o casi todo, para ver cómo quedaría el resultado aplicando la nueva idea que se te ocurrió. Y así sin más volvés a empezar. Total, qué importa. Lo importante, te decís para justificarte, es el proceso y no el resultado final. Qué más da si terminás un poquito más tarde. Y para sentirte tal vez un poco menos culpable, citas aquella frase que escribió Cesare Pavese en El oficio de vivir: "La única alegría en el mundo es comenzar. Es hermoso vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante".
Pero en realidad no necesitas justificarte. Porque como ya dijo el gran Ezra Pound "el artista está siempre empezando". Así que allá vamos. Hay ciertas cosas que no se pueden remediar.

lunes, 17 de septiembre de 2018

Día 34

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17 de septiembre

Buscar cosas ya dichas para tener cosas que decir. En eso puede que consista la originalidad, si es que existe. Porque, si bien puede que sea verdad aquello de que todo está dicho, no todo está dicho como uno podría decirlo. Eso es lo que hace que parezca que aún queda mucho por decir.

Se preguntaba Siri Hustvedt en El mundo deslumbrante: "¿Recordamos cuáles son las fuentes de nuestras propias ideas, de nuestras propias palabras?".

Y el escritor se pregunta ahora, mientras escribe esta nueva entrada en el diario de escritura de su próxima novela, de quién serán las ideas que está copiando en este cuaderno. Pero es inútil, él nunca ha tenido buena memoria para acordarse de todo lo que leyó, ni de dónde salen las cosas que se le ocurren. Por eso, piensa, es probable que esto que está escribiendo ahora se lo haya robado a alguien, eso sí, sin ninguna intención de plagio.

Además, qué probabilidades hay de que esto que escribe sea una exacta reproducción de algo que ya fue dicho por otro. Puede que también él haya llegado hasta esas ideas solo, por un camino distinto pero convergente con el de otro que ya ha escrito sobre eso. Y esta idea le hace volver a pensar en aquella teoría de la intertextualidad de la que ya ha hablado en textos anteriores y que tanto le gusta ¿Cómo no llegar a ideas parecidas si cada texto es parte de un todo conectado a la gran matrix de los textos?

Ahora se da cuenta de lo inútil que sería entonces plantearse si cada pensamiento que tenemos no será quizás una mala copia de algo que ya fue pensado por alguien. Inútil, sobre todo si uno no es Funes, el memorioso, aquel personaje de Borges que tenía una memoria que no le permitía olvidar ni siquiera un detalle.

Así que no hay escapatoria, piensa el escritor. Si queremos aspirar a algún tipo de originalidad nada mejor que vivir, leer mucho y luego olvidarse de toda referencia para que los recuerdos se mezclen con las vivencias y así, con un poco de suerte, surja de ese puchero algo parecido a una idea original. Sólo a eso podemos aspirar.

 

miércoles, 5 de septiembre de 2018

Día 32

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5 de septiembre

Y así, para no perder la costumbre de ir siempre a la contra y además por el simple placer de cambiar, que siempre es algo que le ha gustado, el escritor ha decidido que, a partir de este momento va a abandonar en sus textos el uso de esa primera persona que tanto se ha extendido en los últimos tiempos y que poco a poco parece querer abarcarlo todo.

Va a cambiar, piensa el escritor, hacia una tercera persona que se aleje de esa literatura del yo que, es verdad, durante mucho tiempo le ha gustado leer en algunos escritores que saben hacer un uso excelente de la misma, pero que, poco a poco parece ir perdiendo la fuerza de antaño. Quizás debido a que cuando algo se usa mucho termina por desgastarse y perder el brillo que tanto encandilaba.

Además, últimamente, al escritor se ha dado cuenta de que cada vez más gente le pregunta por las cosas que escribe, como si le hubiesen sucedido de verdad, incluso cuando él ha siempre intentado que sus textos fuesen lo suficientemente exagerados como para alejar cualquier tipo de duda sobre la veracidad de los mismos. Pero no hay caso, piensa el escritor. Aún hoy, siglos después de aquellos primeros experimentos literarios en primera persona, los lectores siguen identificando el yo literario con el autor. Y aunque esto nunca le ha parecido un problema grave, sí que siente que cada vez le cansa más y ya no le hace tanta gracia.

Así que ahora (incluso en este diario que desde sus comienzos ha sido un ejercicio del yo) el escritor ha pensado que lo mejor para él será escapar a los tentáculos omnipresentes de la literatura personal y crear un personaje que lo haga todo por él. Un personaje que, sin duda, no llegará nunca a ser un influencer, pero sí que levantará con orgullo el estandarte de heroico defensor de la ficción por la ficción. Y además, con cierto orgullo, saldrá por ahí a reivindicar aquel lema hoy tan olvidado que aseguraba que todos los personajes y los eventos que se presentan a continuación son ficticios y cualquier similitud con la realidad que el lector quiera encontrar fue, es y será pura coincidencia.

Y sin más, ahora sí, el escritor, con su nueva camiseta blanca con letras negras (como una hoja que nunca está en blanco), en la que se puede leer un gran "él" en lugar del tan orgulloso "yo", se va a dar un paseo por su ciudad con la intención de disfrutar de este nuevo anonimato.

Adieu! Bye Bye! Aufwiedersehen

domingo, 2 de septiembre de 2018

Día 31

Magris



















2 de septiembre

Ya de regreso en casa, después de disfrutar de varios días del encefalograma plano de las vacaciones, decidí ponerme a trabajar y ver si, con un poco de suerte, lograba al menos escribir algo. Pero no fue fácil; los regresos nunca lo son.

Las primeras horas de la mañana las pasé mirando los papeles que habían quedado sobre la mesa, intentando ubicarme. Me levanté varias veces desanimado. Me preparé unos mates, regué las plantas, miré el horizonte por la ventana.

Estuve así varias horas, sin conseguir resultado alguno, hasta que, en un momento, me vino a la cabeza una frase de Claudio Magris que si no me equivoco está en uno de sus textos de Microcosmos. "El café es el lugar de la escritura", dice el triestino. "Se está a solas, con papel y pluma y todo lo más dos o tres libros, aferrado a la mesa como un náufrago batido por las olas."

Sabía que ir a media mañana al café del barrio que regenta mi nuevo amigo Oscar (aficionado a escribir aforsimos y gran admirador de Oscar Wilde) podía ser peligroso. Y es que a él, siempre que voy, le gusta sentarse a charlar conmigo e invitarme cervezas. Pero si lo pensaba bien, prefería una leve borrachera por la mañana y volver con algunas lineas escritas en el cuaderno que perder el día entero yendo de la cama al living, como diría Charly.

Así que hacia allá me fui, con papel y pluma y todo lo más dos o tres libros, preparado para ingerir cervezas a una hora poco apropiada, pero con grandes esperanzas de poder trabajar.

Quiso la suerte que el café estuviese lleno de náufragos, aferrándose a sus mesas, por lo que pude escribir bastante rato antes de que Oscar tuviese la oportunidad de dejar lo que estaba haciendo para venir hasta mí provisto de cervezas y de sus aforismos que siempre son un placer leer.

Pasé en el café varias horas productivas. Ahora, al menos, puedo decir que emborroné un par de páginas, escuché unos aforismos prometedores y volví a casa con varias cervezas encima con sabor a final de vacaciones. Vuelvo, además, dispuesto a pasar en limpio estas lineas para luego poder seguir sin culpa con los quehaceres domésticos y con la contemplación del horizonte desde mi ventana. Esos sí, creo que todo esto sucederá después de una siesta reparadora.

Secuelas de las vacaciones.

miércoles, 4 de julio de 2018

Día 24

 

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4 de julio

Hoy no me da vergüenza aceptar que tiendo a exagerarlo todo. Pero no puedo decir que siempre haya sido así. Y es que antes (quiero decir, antes de que me diera cuenta de que tiendo a exagerarlo todo) no sabía que tenía esta tendencia.

Llegué a esa conclusión esta misma semana, mientras revisaba unos textos que había escrito hace tiempo (algo que me horroriza porque me hace sentir, esto sí, mucha vergüenza) en busca de información que quería utilizar para algo que estaba escribiendo y que no recordaba.

Mientras revisaba esos viejos textos me dio por reflexionar sobre cómo mi escritura ha ido transformándose, mutando hacia lo que hoy es. Y me fijé, principalmente, en que si hay algo que la caracteriza es que, a pesar de que siempre lo ha sido bastante, ahora se ha vuelto más exagerada, o al menos eso me pareció.

Pero lo más interesante es que de esta reflexión salté a otra que también me ha resultado curiosa. Y es que, al pensar en el porqué de ese carácter exagerado de mi escritura, me di cuenta de que muy bien puede estar relacionado con algo que durante muchos años me inquietó. Me refiero a esa idea que se tiene, aquí en España, de que los argentinos somos, en general y por encima de todo, muy exagerados. Una idea que siempre me llamó la atención desde llegué a España, hace ya muchos años.

Digo que me llamó la atención porque de esa idea de la exageración no tenemos conocimiento los argentinos hasta que no venimos a España. No sabemos en Argentina nada de esa rasgo de nuestro carácter.

Esto me llamó, como decía, tanto la atención, que durante muchos años, mientras estaba aquí en España, me dediqué a preguntarle a la gente que iba conociendo por qué consideraban que los argentinos eramos exagerados. Muchos no supieron darme respuestas que me aclarasen del todo las dudas. Pero sí que hubo un amigo que me lo resumió bastante bien. Me dijo mi amigo, mientras estábamos tomando unas cervezas en un bar del barrio del Raval, en Barcelona: "Supongamos que entra un español en un bar y quiere pedir una caña. Este diría algo así como <<ponme una caña>> o quizás simplemente <<una caña, por favor>>. Ahora supongamos que entra un argentino con el mismo propósito, ¿qué diría? Pues algo así como: <<Disculpe, por favor, sería usted tan amable, si no es mucha molestia, y me pone una caña. Se lo agradecería infinitamente. Muchas gracias>>. Pero eso no es todo", continuó mi amigo, "después de que el camarero le pusiese la caña, diría además algo así como: <<Qué caña más linda, che. ¡Tiene pinta de estar riquísima y fresquita! ¡Qué maravilla!>>.

Por supuesto que mi amigo también estaba exagerando y así lo entendí. Pero quitando el sobrante de todo aquello que dijo, había en esa reflexión mucho de cierto. Y yo le contesté que el exceso de amabilidad y buen trato eran claros signos de buena educación y nunca estaban de más. Y él me respondió que estaba yo en lo cierto, pero que no por eso era menos exagerado.

Ahí se acabó la discusión y pasamos a otros temas y a disfrutar de nuestras cervezas que sí que estaban muy ricas y fresquitas, aunque puede que exagere.

Durante mucho tiempo olvidé aquella charla con mi amigo en Barcelona, hasta el otro día cuando, buscando otra cosa que nada tenía que ver con esto, me di cuenta del carácter exagerado de mi escritura y de su transformación y mutación hacia algo que perfectamente podría llamarse meta-ficción exagerada. Y fue ahí cuando dejé de buscar lo que estaba buscando y, olvidándome de la vergüenza que me daba leer lo que escribí hace tiempo, empecé a buscar patrones que me llevasen a reconocer mi tendencia tan argentina a exagerarlo todo. Y puedo decir, no sin algo de orgullo, que encontré algunas cosas bastante exageradas. Es más, me di cuenta incluso de que exagerar era algo que también había hecho mucho en mi novela anterior ya que recordé varias veces en las que, mientras la estaba escribiendo, le di a B. algunos capítulos para que me los corrigiese y, al preguntarle que le parecieron, ella me respondió que les parecían totalmente exagerados (y eso que B. es también bastante exagerada, aunque de argentina no tiene ni un pelo), pero que le encantaban.

Hoy me doy cuenta de que había en aquellas exageraciones (y en estas) mucho de intención y quizás algo de guiño a mi amigo de Barcelona. Hasta me atrevería a decir que hoy exagero todo un poco más que antes y que quizás, en mi próxima novela, todo aparezca mucho más exagerado. Quién sabe.

Pero no me da vergüenza afirmar ahora que exagero y, si me presionan, diría que abrazo la exageración como forma de vida. Espero no ser demasiado exagerado.

miércoles, 27 de junio de 2018

Día 23

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27 de junio

Cada vez me convenzo más de que hay escritores por todos lados. Se esconden detrás de las fachadas más insólitas y curiosas, para aparecer cuando uno menos se lo espera.

Hoy, sin ir más lejos, tuve un extraño encuentro con uno en el café de mi barrio. Ese café en el que me gusta sentarme a escribir y al que voy varias veces por día. El mismo café en el que, como ya escribí anteriormente, siempre entro con temor a que un día el dueño se harte y termine por preguntarme sobre el porqué de esa extraña actitud mía de ir allí, varias veces por día, sentarme en una mesa apartada (en lo posible siempre la misma), cerca de la ventana, y una vez acomodado allí, quedarme pensativo mientras lo observo todo sin observar realmente nada. O preguntarme, quizás, por esas otras veces en las que, inclinado demasiado sobre este cuaderno en el que ahora escribo estas lineas y, en una actitud de extrema concentración (mordiéndome la lengua hasta casi hacerme mal) me río solo mientras escribo como poseído.

Tengo temor no solo a que me pregunte, sino más bien a tener que responderle algo que le resulte tan extraño que me crea un loco perdido y termine por echarme de allí.

Y, por un momento, hoy fue el día en que todos esos temores se hicieron realidad. Sucedió lo que tanto me esperaba que sucediera, aunque no sucedió como me lo esperaba. Hoy, el dueño, por fin se ha acercado sin traer en sus manos el café de siempre. Y, en cuanto lo he visto venir directo hacia mí, con el ceño fruncido, he sabido que el momento había llegado y todo mi mundo se ha tambaleado por unos instantes. Casi estuve apunto de levantarme y salir de ahí yo solito, antes de que me echasen. Pero apenas me dio tiempo a cerrar el cuaderno cuando el dueño llegó hasta la mesa y me preguntó, sin más preámbulos, si era escritor. La pregunta me dejó tan desconcertado que lo único que atiné a responderle fue algo que recordé que un amigo me había recomendado decir en caso de que algo así sucediera.

"Pincha, rompe, pierde, paga", le dije, y me quedé mirándolo unos segundos, ahora sí, con verdadero temor a que me sacara del bar a empujones por pirado. Pero para mi sorpresa su réplica me dejó aún más descolocado que su pregunta anterior. "Escribir en un bar es como quedarse dormido escuchando la radio", me dijo. Y, como no entendí en absoluto lo que me había querido decir, me di cuenta enseguida de que había encontrado otro amigo con el que compartía afinidades. Porque no entender era precisamente lo que andaba yo buscando y así se lo dije. Y él, por supuesto, se echo a reír a carcajadas y la enorme panza que ostenta empezó a sacudir el delantal que tenía atado a la cintura.

Acto seguido, me invitó una cerveza que amablemente tuve que tomarme, aunque eran las diez de la mañana, porque rechazarla me pareció un gesto descortés para con mi nuevo amigo. Después, me contó que él también era escritor y que, en sus ratos libres, se le había ocurrido regentar un café. Dijo esto y soltó otra carcajada con sacudida de panza.

Me dijo que su mayor afición eran los aforismos, pero que no descartaba escribir una obra en la que conviviesen, de manera natural, los aforismos con la narrativa. Un obra como la de Oscar Wilde, me dijo, y me confesó que el irlandés era uno de sus escritores favoritos.

Para este momento, él ya estaba sentado en mi mesa con una cerveza adelante y yo un poco mareado con la segunda. Estuvimos así un rato, tomando cerveza y charlando sobre Oscar Wilde y sobre aforistas que yo desconocía completamente.

Después volví a casa muy contento y zigzagueando. Ahora tenía un nuevo amigo, un lugar fijo para escribir sin temor a que me echasen y una borrachera bastante importante. Volví tambaleante y pensando que, después de Paterson, Óscar (así me dijo que se llamaba, aunque no sé si se lo había inventado) era el segundo escritor que aparecía donde menos me lo esperaba y oculto tras una fachada curiosa.

Habrá que seguir buscando.

miércoles, 20 de junio de 2018

Día 22

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20 de junio

Esta mañana, mientras estaba corrigiendo unas páginas que escribí ayer por la noche, me interrumpió el timbre. Una interrupción que, a pesar de lo que puede esperarse, fue recibida con alegría por dos motivos: el primero, porque lo que estaba haciendo era un trabajo bastante tedioso; el segundo, porque quien había tocado el timbre era mi amigo Paterson, el repartidor de agua (como ya expliqué con anterioridad en este diario, Paterson no se llama Paterson pero se parece muchísimo en todos los sentidos a ese personaje de la película Paterson de Jim Jarmusch), que precisamente venía a traerme la caja de agua embotellada como cada semana.

Se lo veía agotado. De la frente le caían gotas de sudor que se secaba con un pañuelo blanco, de tela. Un gesto antiguo que me llamó la atención. Un gesto que bien podría atribuírselo a mi abuelo. Un gesto de alguien mayor, aunque Paterson no tiene más de cuarenta, estoy seguro.

Al verlo en esas condiciones de agotamiento, le pregunté si es que había tenido mucho trabajo durante la mañana debido a la llegada del calor y al inminente verano. Me respondió que sí, pero que a pesar del aumento del trabajo y del calor, él se alegraba muchísimo de la llegada de estas fechas y estas temperaturas. "En el verano", me dijo, "por alguna extraña razón, escribo mucho más".

De hecho, me contó mientras se tomaba el café y el vaso de agua que yo le había invitado, ahora estaba trabajando en una serie de Haikus: "Los Haikus de verano", me dijo sacando su cuaderno de poemas del bolsillo.

"No soy muy adepto a las formas", comentó, "pero la precisión y la concentración del Haiku me inspiran".

Después me leyó varios de los Haikus que había escrito y que me parecieron muy buenos. Precisos y acertados. Uno me quedó particularmente grabado y me gustaría reproducirlo aquí.

Al calor feroz

los labios agrietados

agua esperan

Después lo despedí, como de costumbre, desde la puerta de calle. Él me saludó con una mano y con la otra sacó el pañuelo y, con ese gesto antiguo, se secó el sudor de la frente antes de subirse al camión. Y mientras se alejaba, no pude evitar acordarme de mi abuelo y de todos esos veranos que pasé en su casa. Veranos maravillosos, bajo el calor feroz y con labios agrietados.