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lunes, 2 de septiembre de 2019

Día 61


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2 de septiembre
Por la mañana:
    Anoche tuve un sueño perturbador. Soñé que estaba parado delante de un cuadro con el nombre "verde sobre fondo blanco". Recuerdo que Rodrigo Fresán decía que a él le molestaban esas obras de arte que llevan por nombre "sin título" y a continuación un número. A mí, en cambio, lo que más me molesta son esos cuadros que llevan el tipo de nombre como el que se me apareció en sueños.
    En el sueño en cuestión, creo que no veía el cuadro en sí, sino que me veía a mí mismo mirando la placa con ese nombre: "verde sobre fondo blanco". Pero estoy casi seguro de que no vi el cuadro, ni tampoco los colores.
    Pero el sueño no lo recordé hasta bien entrada la mañana. Nunca me acuerdo de los sueños. Eso sí, me desperté con una extraña sensación. Una especie de necesidad de cambiar algunas cosas de lugar en mi estudio. No podía soportar tanto blanco. Así como está ahora, pensé, no voy a poder trabajar. Demasiado minimalista, demasiado blanco. Entonces me puse a mover muebles de una lado para otro y a pensar en qué cosas podría poner para decorarlo, y en ese momento me acordé del sueño que había tenido y de la extraña sensación que me produjo.

Por la tarde:
    Compré algunas plantas preciosas para poner en el estudio. El verde sobre el blanco queda estupendo. Creo también que con la nueva distribución de los muebles optimizo más el espacio. Tengo más aire alrededor para trabajar y quizás, quién sabe, poder bailar cuando se me ocurra una idea fantástica. Aunque la verdad es que, como me golpeé el dedo chico del pie mientas movía el escritorio y ahora me está matando el dolor, hoy no creo que baile, por más que se me ocurra una idea genial. Y, ahora que lo pienso mejor, tampoco creo que sea buena idea ponerme a trabajar porque estoy agotado de tanto arrastrar muebles de acá para allá. Pero seguro que mañana, con el nuevo estilo verde sobre blanco del estudio, me vendrá la inspiración. Fijo.

lunes, 11 de junio de 2018

Día 20

madrid-bar

11 de junio

Me di cuenta hace algunos días de que no soy un escritor de escritorio. Soy más bien un escritor de andar o un escritor de cafeterías. Me explico: me sucede, la mayoría de las veces, que lo que se me ocurre para escribir me viene cuando estoy caminando, en uno de mis frecuentes paseos, o cuando estoy en la cafetería de la esquina de casa a la que siempre voy a escribir. El ambiente de la cafetería hace que, a pesar del ruido, me concentre y se me ocurran buenas ideas. Lo mismo me sucede cuando estoy paseando. Y aunque a quien me vea podría parecerle que voy observándolo todo con atención, en cambio, lo que me sucede es que voy inventándome cosas y muchas veces hasta hablando solo.

Siempre que vuelvo de esas caminatas o de la cafetería de la esquina de casa, me siento en el estudio a escribir, lleno de ideas. Algunas de ellas las tengo apuntadas en un cuadernito que llevo conmigo para todos lados. El problema viene precisamente cuando abro la computadora o el cuaderno en el que escribo. Es ahí, cuando empiezo a descargar toda la información, el momento en que la cosa empieza a diluirse y se va evaporando hasta quedarse en un par de párrafos que luego habrá que retocar. Todas esas ideas que creía magnificas y que se elevaban y flotaban con elegancia, de repente, pierden fuerza y energía. Y para colmo de males, yo quedo agotado, como si me hubiese pasado varias horas escribiendo.

Lo bueno es que he descubierto que la operación de salir a pasear o de ir a la cafetería funciona sin importar las veces que la repita. Siempre da resultado. Así que lo que hago es pasarme el día entrando y saliendo de casa. Yendo y viniendo. Salgo de casa, doy una vuelta por el barrio y después voy al bar y me siento a apuntar cosas en el cuadernito.

Supongo que el hombre del bar pensará que estoy medio loco ya que aparezco por allí varias veces al día y cada vez repito la misma operación: me siento en la mesa que está al lado de la ventana (si no está ocupada) y me pongo a escribir en el cuadernito mientras me muerdo la lengua. Hasta ahora nunca se atrevió a preguntarme nada, por suerte. Pero noto que me mira con curiosidad y sé que uno de estos días se va a animar y me va a preguntar. Y ahí voy a tener que atreverme yo a decirle que lo que hago es venir al bar para poder "irme". Que cada cierto tiempo, tengo que salir de casa para que las ideas se muevan y se eleven. Es como si tuviera una de esas bolas de cristal que simulan un paisaje con nieve, le diría al señor del bar, y, cada tanto, no me queda otra que agitarla para que la nieve (las ideas) se eleve y flote hasta quedar suspendida en el liquido durante varios segundos antes de asentarse nuevamente y que todo quede en calma. Esa es la metáfora que usaría para explicarle al señor del bar por qué voy allí a cada rato y me siento en esa mesa a escribir en el cuadernito mientras me muerdo la lengua. El tema es que si le digo eso, ahí sí que, seguro, pensará que estoy medio loco o loco del todo y, quizás, no me deje volver a entrar porque tendrá miedo que un día agite demasiado las ideas en su bar y haga alguna locura. Por eso creo que voy a tener que inventarme otra metáfora menos extraña, porque sino corro el riesgo de no poder volver y ahí a ver cómo me las arreglo para agitar la bola de nieve y que todo se eleve y flote. Me arriesgo demasiado a que todo se quede completamente en calma. Un paisaje con la nieve bien asentada. Aunque siempre me quedarán los paseos. Pero para qué arriesgar. Es mejor decirle que soy un adicto al café y que para disimular mi adicción hago como que escribo, concentrado. Para que no se note. Seguro que ahí se queda más tranquilo.