Roma apestaba cuando llegué
se me antojaba sucia,
oscura, asquerosa.
Inevitablemente
la comparaba con Buenos Aires
y me faltaban cosas
siempre.
No había nadie en los semáforos
pidiendo.
No había quioscos abiertos
hasta altas horas
todo cerraba demasiado temprano
demasiado temprano la noche
impertinente
golpeaba el cristal de mi ventana
y me pedía entrar.
Se comía demasiado temprano.
Se salía demasiado temprano.
Se dormía demasiado temprano.
Las piedras esas, tan admiradas,
me parecían inútiles elementos diseminados
por una ciudad vieja
y punto.
No había misterio, no había historia
detrás de todo aquello
solo el vació y el eco y los gatos
y las ratas que comían de la basura
amontonada junto a los contenedores llenos.
Las callejuelas estrechas
me aterraban
y siempre miraba por encima de mi hombro
cuando escuchaba pasos
detrás de mí.
Pero no había peligro
solo las sombras que me acompañaban,
vestigios de mi vida pasada
en una ciudad más violenta.
Hoy, en cambio, la luz
que se cuela entre las ruinas, hoy la música
por las calles de Trastevere
hoy aquel departamento
en el barrio San Lorenzo
y las plazas y los bares.
Hoy el empedrado, el río
hoy la pizza cuadrada y el café de pie
en la barra
hoy la convivencia entre los gatos y las ratas
y los gritos de los romanos
y de las romanas
hoy Quer pasticciaccio brutto de via Merulana.
Hoy, lo sé,
todo fue por la nostalgia.