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jueves, 10 de diciembre de 2020

Día 75


Calesita Parque Rivadavia



10 de diciembre de 2020

Variaciones porteñas

UNO

Un viaje es un viaje, nada más. No hay que buscar una metáfora en todo.
Este viaje empieza en otoño en Tenerife y llega un día después a la primavera de Buenos Aires. Vuelvo a casa de visita.
Ya pasaron casi tres años de la última vez y de esa última visita conservo una imagen borrosa y ligeramente deformada.
Como siempre que vuelvo, el viaje empieza con un paseo. Una especie de primera toma de contacto en la que visito ciertos lugares que antes solía frecuentar.
La ciudad por la que ahora camino no es la misma en la que crecí, pero, a la vez, conserva muchas cosas que ponen en entredicho la frase anterior. Estos paseos tienen como objetivo encontrar puntos de referencia en los que volver a apoyarme. Mientras camino, no paro de contrastar la información que me envían mis recuerdos con lo que mis ojos ven. Donde antes había una casa, ahora hay un edificio. El almacén del barrio se ha convertido ahora en un supermercado. Hay calles en las que no encuentro ni una sola estructura que pueda reconocer. En esta Buenos Aires, me siento como un personaje extraviado, moviendo la cabeza a un lado y a otro en busca de puntos de referencia para orientarme. Me cuesta incluso reconocer el entramado de calles de mi barrio. Hay nombres de calles que, me doy cuenta, había olvidado por completo. Nombres que años atrás podía recitar de memoria, uno detrás de otro, abarcando un radio de varios kilómetros a la redonda.
Pero no todo es así. Hay ciertos lugares como los cafés, las estaciones de tren y las plazas, que representan las tres patas que, a duras penas, sostienen una mesa sobre la que se tambalea una ciudad que crece sin control.
Son, esos lugares, de los pocos a los que puedo ir sin tener la sensación de estar en algún otro sitio. Un buen ejemplo es el café Pensamiento, sobre la avenida José María Moreno, donde ahora me siento y pido un café con leche y tres medialunas. Los dueños no me reconocen, pero yo a ellos sí. Son dos gemelos gallegos que desde hace casi cincuenta años mantienen en pie este maravilloso rincón. En todo ese tiempo, ni el bar perdió su esencia ni ellos el acento gallego. Aquí venía mi viejo a tomar el aperitivo los domingos antes del almuerzo. Aquí venía yo cuando era chico a pedir un vaso de agua después de haber estado jugando al fútbol en la calle de enfrente. Yo estoy muy cambiado, pero el café no.
Desde que dejé la ciudad, hace casi veinte años, adopté la costumbre de venir acá a desayunar la primera mañana, cada vez que vuelvo de visita a Buenos Aires. Es mi puerta de entrada al barrio y a la ciudad. Un punto de partida. De ahí ya puedo enfrentarme a todo lo demás.
Decía antes que yo cambié, y siento que cambié a la par que Buenos Aires. Que hemos crecido, y también madurado y envejecido juntos. A ella le sienta mucho mejor, claro.
Cada vez que nos volvemos a ver notamos el paso del tiempo sobre nuestras superficies.
Mi arquitectura ha sufrido grandes cambios al igual que la suya. Con la única diferencia que la suya, menos caprichosa, se expande hacia arriba y hacia los lados, mientras que la mía se empeña ir hacia abajo, derrumbándose a buen ritmo.
Salgo del Pensamiento y camino algunas cuadras hasta Parque Rivadavia, otro de los pocos rincones que resiste con firmeza el paso de los años. En mi recuerdo, todo está exactamente igual que cuando venía a la calesita con mi mamá o, ya de adolescente, a comprar libros usados o casetes piratas.
No me resisto a los cambios. No puedo decir que me molesta que la ciudad se transforme. Nos pasa a todos. Yo tampoco soy el mismo. Me conformo con que conserve estos rincones donde puedo volver a ver la película de mi pasado. Pero me entristece sentir que la ciudad y yo nos conocemos cada vez menos. Que nos alejamos. No puedo evitarlo. Porque Buenos Aires me enseño todo lo que sé. Soy así gracias a ella. En mis primeros veinte años acá, viví casi todas las experiencias que me formaron. Las que vinieron después fueron simples variaciones.

martes, 24 de julio de 2018

Día 26

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24 de julio

Si tuviera que decirlo, diría que a Bilbao me llevaron la casualidad y un libro de Roberto Arlt que conseguí unos días antes en una librería de segunda mano. El libro se llama Aguafuertes vascas y está compuesto por una serie de artículos que Arlt escribió en los años treinta, en un viaje por España; una especie de continuación de sus Aguafuertes porteñas.

Yo había decidido, en realidad, pasar unos días de vacaciones en Barcelona, visitando amigos. Pero apenas llegué a la ciudad, quise salir de allí de inmediato, escapando espantado de las aguafuertes turísticas que arrasan con todo.

Tenía la idea de escapar bien lejos, pero sobretodo de ir a la contra. Es decir, a contracorriente de esa aguafuerte tan devastadora que es el turismo de masas.

Así que fui hasta la estación de Sants con la intención de alejarme de todo aquello. Llegué agotado por el calor, por lo que decidí que, antes de buscar un tren que me llevase lo más lejos posible, lo mejor sería sentarme en un bar y tomarme algo fresco para reponerme del ajetreo de la ciudad que acababa de atravesar.

Y mientras esperaba que me trajesen mi bebida, y para distraerme un poco (y empezar así a alejarme de todo), abrí el libro que llevaba conmigo y fue allí donde me encontré con algo que me hizo decidir el destino de mi viaje. Era un fragmento en el que Arlt entablaba conversación con algunos vascos que viajaban en su mismo vagón de tren, en dirección a Bilbao. Leí esto:

<<- ¿Usted ha comido alguna vez en Bilbao? (Le preguntaba uno de los vascos al escritor argentino).
- No.
[...]
- Pues cuando coma en Bilbao, se volverá loco.

Conclusión que no puede menos de sumergirme en divagaciones melancólicas. ¿Qué será de mí si enloquezco en Bilbao?>>.

No me hizo falta leer más para saber que quería irme directo a comer en Bilbao y que, quizás, no estaría mal volverme loco, allí, por la comida, en lugar de volverme loco en Barcelona por el turismo. Así que terminé mi bebida y corrí a comprar un billete en el primer tren que saliera para Bilbao.

Acompañado por las Aguafuertes vascas de Arlt, y por un montón de pasajeros que viajaban conmigo en el mismo vagón, empecé mis vacaciones, que terminaron siendo inmejorables.

Comí en Bilbao hasta volverme loco y, además, siguiendo con mi intención de ir siempre a la contra, caminé un tramo del Camino de Santiago, que pasa cerca de la ciudad, pero lo hice en dirección contraria; es decir que, en lugar de caminar hacia Santiago, caminé en dirección a San Sebastián y me crucé con muchísimos peregrinos que me miraban extrañados e incluso alguno llegó a preguntarme que por qué iba hacia el otro lado, y yo les contesté de tanto comer en Bilbao me había vuelto loco y creía que me había dejado algo en San Sebastían.

Así fueron mis vacaciones que terminaron por ser todo lo que esperaba: unas buenas vacaciones a la contra y comer hasta enloquecer.

Qué más puedo pedir.

martes, 17 de abril de 2018

Día 6

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15 de abril.
Incompatibilidades...
4- Viajar a La Gomera y llevar encima todos los cuadernos, apuntes y el portátil para pasar tres maravillosos días escribiendo en calma y alejado del mundanal ruido, para luego encontrarte allí con un sol de verano, un mar calmo y cristalino y gente maravillosa que te invita a comer y a beber de manera copiosa y, además, te regala botellas de vino de cosecha propia para que te lleves a casa. Así es como vuelves en el barco con la panza llena, quemado por el sol, medio borracho y mareado y sin haber escrito ni una línea. Pero eso sí, rebosando de felicidad y agradecimiento. Habrá que volver a intentarlo.

viernes, 6 de abril de 2018

Día 3

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6 de abril

Se dice del periodista y escritor Stephen Crane (Newark 1871- Badenweiler 1900) que en muchos de sus escritos anticipó, de alguna manera, sucesos que posteriormente viviría en carne propia. Escribió, por poner un par de ejemplos, sobre los suburbios de Nueva York y sus habitantes, mientras aún cursaba sus estudios en la Universidad de Syracuse, sin saber que posteriormente llegaría a sumergirse de lleno en la vida de los bajos fondos del Bowery. Escribió también un retrato vívido de los horrores en el campo de batalla, sin haber participado en ninguna guerra, algo que sí experimentaría años después como corresponsal en la guerra entre griegos y turcos.

La cuestión es que mientras leo sobre la vida de Crane y sus textos premonitorios descubro, no sin sorpresa, que al menos en dos ocasiones, durante los últimos meses, experimenté yo algo similar; es decir, escribí sobre cosas que luego viviría. Por supuesto que no tengo intenciones de comparar aquí mi vida, más bien monótona y aburrida, con la del audaz y aventurero escritor norteamericano. Tampoco pretendo equiparar mis torpes textos con su magnífica y prolífica (y, ahora también lo sé, premonitoria) obra. Simplemente, me pareció curioso y algo inquietante encontrar este aparente paralelismo con algunas de las situaciones que me tocó vivir últimamente. 

La primera situación a la que me refiero sucedió hace un par de meses, con motivo de mi última visita a Buenos Aires. Algunas semanas antes de viajar (incluso de saber que estaba por hacer ese viaje) se me ocurrió escribir un texto en el que ficcionaba mi regreso a la ciudad.

La intención era reflexionar sobre la relación que mantengo con la ciudad desde que vivo lejos; esa sensación que experimento al volver a algunos lugares después de tantos años y encontrármelos tan cambiados. Cosas por el estilo. En el texto aparecía yo como personaje, caminando por las calles de un barrio que nunca había sido mi barrio, pero que conocía bien y me servía perfectamente como escenario para lo que quería mostrar. Visitaba también un café (que existe realmente y que, dicho sea de paso, me parece unos de los rincones más encantadores) en el que supuestamente yo desayunaba todas las mañanas, en cada una de mis visitas a la ciudad, como si llevase a cabo una especie de ritual.

Quiso quizás el destino que esta vez, al aterrizar en Buenos Aires, fuese directamente a visitar a mi madre (quien casualmente vive ahora en ese barrio sobre el que yo había escrito) y que, al llegar a su casa, ella tuviese la magnífica idea de invitarme a desayunar a ese café tan pintoresco del que hablaba anteriormente. Hasta aquí todo podría considerarse una alegre coincidencia, pero sucedió – y esto no me lo esperaba – que, luego de desayunar, a mi madre se le ocurrió la idea de dar una vuelta por el barrio y mostrarme lo mucho que había cambiado todo desde que yo me había ido. Me paseó por lugares que yo nombraba en el texto, como la plaza del barrio o la estación del tren, para enseñarme el contraste de esos dos lugares, que se mantienen como antaño, con otros que tanto se han transformado.

Por supuesto, lo primero que pensé fue que ella había leído mi relato (algo más bien improbable, puesto que éste se había publicado en una revista digital no muy conocida) y estaba intentando reproducirlo para mí. Pero cuando se lo pregunté me respondió que, aunque le encantaría leer lo que yo escribo, sus ojos ya no ven tan bien y le cuesta muchísimo eso de meterse en Internet y leer de la pantalla. <<Igual>>, dijo, <<yo no necesito leer lo que escribe mi hijo para saber que escribe muy bien>>. Y así zanjó la conversación que enseguida tomó otro rumbo.

Todo hubiese quedado en esta simpática anécdota si no fuese porque, una semana después, me encontré casualmente con un amigo que hacía muchos años que no veía, y al que yo había utilizado, sin que él lo supiera, como personaje en mi última novela. En la historia, mi personaje perdía el camino, por así decirlo, después de haber tenido unos problemas personales. Todo ficción, claro. Nada sabía de la vida de este amigo desde hacía, como ya dije, muchos años. Tampoco sabría decir por qué se me ocurrió utilizarlo como personaje, pero así somos los escritores, sacamos material de cualquier lado. El caso es que después intercambiar los saludos pertinentes con mi amigo, lo invité a tomar una café y fue ahí cuando escuché su historia. Me contó que hacía unos años atrás, debido a unos “problemitas” con las drogas, había “perdido un poco el camino” (usó, para mi sorpresa, esas exactas palabras) y había estado, me dijo, algo desequilibrado.

Mientras él me contaba todo esto, yo intentaba captar algún gesto que me indicara que todo era una broma, pero a decir verdad no percibí nada. Es más, mi amigo parecía más bien serio y preocupado por la situación que le había tocado vivir.

Todo lo que me contó tenía un sospechoso parecido con lo que yo había escrito en aquella historia, por eso ahora, el que verdaderamente estaba preocupado era yo. Y es probable que mi preocupación se notase en mi aspecto ya que mi amigo en seguida me preguntó si me sentía bien. Fue gracias a esa pregunta que logré escaparme de esa situación incómoda, contestándole que la verdad es que no me sentía nada bien y que debía estar todavía bajo los efectos del jet lag (algo bastante improbable ya que había pasado más de una semana del vuelo), así que salí del bar y me alejé de ahí casi corriendo.

Hubo también otras situaciones que podrían casi considerarse premonitorias en aquel viaje. Situaciones que en el momento me parecieron un tanto sobrenaturales pero a las que no quise dar rienda suelta para no alimentar mis manías ficcionales. No quería acabar también yo teniendo unos “problemitas” como mi antiguo amigo. Así que me lo tomé todo como si hubiesen sido unas maravillosas casualidades novelescas como esas que les suceden a los personajes de Paul Auster en algunas de sus historias.

La cuestión es que, ahora, mientras leo sobre la vida de Stephen Crane y sobre sus textos premonitorios todas esas inquietudes han vuelto a asaltarme. Y es que, para colmo, leo que el pobre Crane tuvo una muerte bastante prematura (a los 28 años), y lo primero que pienso es si todas estas coincidencias no derivarán también en mi propia muerte prematura. Un pensamiento totalmente paranoico y catastrófico, lo sé.

Así que sigo leyendo y poco a poco me tranquilizo diciéndome que yo ya he pasado hace rato los 28 años y que, además, según leo, el norteamericano dejó, en sus escasos años de vida, una extensa obra escrita. Yo, en cambio, apenas he escrito una novela y algunos textos sin importancia. Él, se vio involucrado en un naufragio, cuando cruzaba de Miami a Cuba, del que sobrevivió y fue capaz de contarlo en un hermoso cuento; y yo, aunque tengo planeada una novela en la que también, casualmente, se hace alusión a un naufragio, ni siquiera he empezado a escribirla. Mucho menos tengo en mente subirme a un barco en los próximos meses. Aunque, a decir verdad, cuando uno vive en una isla eso siempre es una posibilidad. Habrá que tenerlo en cuenta.

martes, 3 de abril de 2018

Día 2

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3 de abril

Escribir, lo que se dice escribir, no estoy escribiendo.  Lo que sí hago bastante por estos días es buscar información sobre viajes en barco a través del Atlántico. Sobre todo el trayecto que iría desde Buenos Aires hasta las Islas Canarias. No es que esté pensando ahora en una aventura por el estilo. Más bien investigo para la novela; busco cosas como: fechas en las que sería conveniente realizar el trayecto, cantidad de personas que deberían componer una tripulación media en un barco de tamaño mediano, qué tipo de embarcación sería la adecuada para este tipo de travesías, cosas por el estilo. Lo que encuentro son, más que nada, blogs de gente que ha hecho el viaje y que cuenta su experiencia personal, y muestran demasiadas fotos de ellos mismos, sonriéndole a la cámara, con la piel muy curtida por el sol y el mar. Hoy perdí toda la mañana en esto.

Después fui al mercado a comprar verduras. Hice de comer. Miré pasajes de avión (ya estaba cansando de tanto barco) para irme de viaje a algún lugar, lejos y por largo tiempo, pero los precios me desanimaron. 
Por la tarde, me fui a nadar.