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martes, 10 de septiembre de 2019

Día 63

Mariano Re- blog












10 de septiembre
Si no recuerdo mal, fue la escritora irlandesa Mary Lavin quien dijo que un cuento debería ser como una flecha en vuelo o como el destello de un rayo. Algo inmediato; una experiencia en la que aparezca todo de una vez: comienzo, medio y final.
Y así, también, como una flecha en vuelo o como un rayo, me golpearon los cuentos de Una noche en el paraíso, de Lucia Berlin. Me pasé varias horas sin poder despegarme de la silla, hipnotizado por una prosa que desborda el libro y se sale de los márgenes, como si las líneas continuasen más allá de la página. Esa es la sensación que me dio. No es un libro de esos en los que uno, cada tanto, se detiene a reflexionar sobre lo que está leyendo. Este no. Este es un libro que marea. Un libro vertiginoso, que acelera a toda mostaza, hacia un final en donde uno se da cuenta de que ha seguido corriendo en dirección a un precipicio y no ha sabido detenerse a tiempo, y ahora no hay suelo debajo. El coyote persiguiendo al correcaminos.
En un momento dado, y haciendo un terrible esfuerzo por apartar los ojos de la narración, me detuve a pensar en por qué me causaba esta impresión. Al principio no di con una respuesta. Y entonces volví a la lectura, y como si fuese una flecha en vuelo o un rayo que iluminaba y me dejaba ver todo de una vez, vi en mi cabeza la imagen de Mary Lavin que me decía que esto era a lo que se refería cuando daba aquella definición de lo que ella creía que tenía que ser un cuento. Y ahí tenía yo mi respuesta. Lo que leía era un rayo que se encendía y, además, estoy seguro de haberlo visto, partía árbol en dos, allá a lo lejos, y dejaba un agujero terrible en la tierra.

lunes, 22 de julio de 2019

Día 58

Cotilleos, Mariano Re
22 de junio

De la novela nada de nada. No hay caso. Cada vez que intento ponerme a trabajar en ella empiezo desde el principio. Solo se me ocurren variaciones del principio. No hay manera de que pueda continuar desde donde lo había dejado. Las escenas nuevas que debería estar construyendo se me escapan, se diluyen en el mismo momento en que me siento a trabajar. Por lo tanto, he decidido dejar de pensar en la novela y dedicarme a desarrollar otras ideas que hace rato me están rondando por la cabeza. Sobre todo para unos cuentos. Algo de respiración corta, asmática. Eso es lo mío últimamente (es que me ha atacado una tos bastante importante y no se me va). Creo que es lo mejor para no sentir que me quedo estancado o que empiezo las cosas una y otra vez. A veces ese tipo de obsesiones cansa y no sirven de nada. Es como cuando alguien te dice algo con mala intención y te vas a casa sin haberle respondido nada, pero le das mil vueltas a todo lo que tendrías y podrías haberle dicho, y te pasas así las siguientes horas formulando y fabulando las frases más ingeniosas y certeras que nunca salieron de tu boca en el momento adecuado.
Pero me estoy desviando. Volviendo al tema de los cuentos, hoy por ejemplo me pasé toda la mañana retocando unos cuentos viejos que tenía archivados. Los releí y no estaban tan mal (no sé si está bien que lo diga yo), así que me dispuse a arreglarlos. Digo que pasé toda la mañana pero es mentira. En realidad fueron solo un par de horas. La otra parte de la mañana la pasé en la puerta de calle, charlando con Rosi, la portera del edificio nuevo en el que vivo. Me contó un montón de cosas interesantes sobre los vecinos. Cosas que, en realidad, me decían mucho más sobre quién era ella que sobre quién eran mis vecinos, pero bueno. La cuestión es que me puso al día de cómo están las cosas por el vecindario. Para que me vaya enterando de dónde me metí, me dijo Rosi. "No crea que me gusta hablar mal de la gente", agregó. Y después me advirtió sobre ciertas malas compañías que visitaban a la chica del tercero, y sobre los ruidos extraños que se escuchaban los domingos por la tarde en el segundo piso. No supe a qué se refería con eso de "ruidos extraños", pero puede que lo compruebe más adelante, algún domingo. Así que me entretuve un buen rato con las historias de Rosi. Y hubiésemos seguido charlando si no fuese porque en un momento nos interrumpió mi nuevo repartidor de agua embotellada, con quien yo todavía no tengo ninguna conexión, pero al parecer Rosi sí, porque en seguida me dejó en mitad de una frase y se fue detrás del repartidor, y lo acompañó en su recorrido por todos los pisos y le reía los chistes con unas carcajadas que me parecieron muy desproporcionadas.
De cualquier manera, me alegro de poder ir haciéndome al barrio y a su gente. Estoy seguro de que no pasará mucho tiempo antes de que pase yo también a formar parte de las historias de Rosi. No me extrañaría que ahora mismo estuviese escuchando detrás de mi puerta el golpeteo de las teclas de la computadora y que esté haciendo conjeturas sobre ese ruido extraño que se oye en mi casa. Después, seguramente, se lo contará a otro vecino y ahí sí, definitivamente, pasaré a ser uno más. Y tengo que admitir que eso me reconforta. Es un buen modo de convertirse en personaje.