sábado, 5 de enero de 2019

Día 44



5 de enero

Quiso la Fortuna que, casi sin percatarme de ello, leyese yo, seguidas, una detrás de la otra, dos obras de William Shakespeare, Hamlet y Macbeth. Pero no fue hasta hoy cuando se manifestaron en mi animo los efectos secundarios de esas lecturas. Efectos nefastos, como pude comprobar. 
Se me ocurrió en un momento ir hasta la cocina a prepararme un café y me crucé con B. que casualmente ya estaba preparando la cafetera. Sin demasiada reflexión y para hacerle saber mis deseos de tomar un café le dije "Si no queréis, señora mía, que la daga del destino os atraviese con su filo, preparad un café para vuestra majestad aquí presente. Os lo ordeno!". No tuve mejor idea que acompañar esas palabras con el dedo índice en alto, en gesto imperativo. Pero inmediatamente me di cuenta de que haber empezado el año con dos tragedias como estas eran, como mínimo, un mal presagio, ya que me volví a mis aposentos no solo sin el café deseado sino que además me llevé conmigo un mirada fulminante que me dejó clarísimo que tenía que replantearme mis lecturas de las semanas sucesivas.
To beef or not to beef, ahí estaba la cuestión.

viernes, 14 de diciembre de 2018

Día 43
















14 de diciembre
Sin querer pero en el fondo queriendo, estuve en los últimos días siguiendo uno de los consejos de Roberto Bolaño sobre el arte de escribir cuentos.
Según Bolaño, uno nunca debería escribir los cuentos de uno en uno porque se corre el riesgo de quedar atascado y estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de nuestra muerte. "Lo mejor", decía Bolaño, "es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si te ves con energía suficiente, escríbelos de nueve en nueve o de quince en quince".
Precisamente por miedo a quedarme atascado, me puse el otro día a escribir algunas cosas que me andaban dando vueltas por la cabeza hacía rato y que al final terminaron por convertirse en algo así como una idea para otra novela o para un libro de cuentos o lo que quiera ser.
Surgió como un título y ahora tengo varios bocetos que pueden, lo presiento, degenerar en cualquier cosa.
El título que se me ocurrió es "Fotografías aberrantes tomadas a esa hora en la que todavía no ha oscurecido del todo". un título bastante proniano, tengo que aceptar.
De ahí surgieron un montón de otras cosas horribles, pero en definitiva esa era la idea que venía con el título, es decir, que todo fuese un poco horroroso y que las cosas sucediesen en ese límite impreciso y frágil entre la luz del día y la insondable oscuridad que acecha del otro lado. Flotando, entre medio, aparecerían quizás unos monstruos aberrantes no de esos que se esconden en los armarios o debajo de las camas y que asustan a los chicos, sino más bien esos otros que caminan a nuestro lado y que en apariencia nada raro tienen, pero que son muy pero muy espeluznantes por dentro.
Y así de horrible, horroroso, horripilante y asqueroso sería todo, pero en definitiva muy cotidiano.
El problema mayor de todo esto es que en ningún momento, en sus consejos, Bolaño hablaba de lo que es escribir las novelas de dos en dos o de cinco en cinco ni del problema que esta empresa puede traer para quien la emprenda. Porque ahora me veo metido en el tremendo lío de la escritura en simultaneo de dos proyectos amplios y todo empieza peligrosamente a mezclarse y a enredarse hasta el punto de no saber muy bien dónde estoy parado.
Pero a riesgo de terminar aún peor, por ejemplo de terminar escribiendo novelas de nueve en nueve, creo que continuaré así sin plantearme mucho si un personaje atraviesa la línea y termina participando en la acción de una escena de la otra novela. Como mucho puede que termine ampliando todavía más el título y juntando las dos novelas en algo aberrante. En definitiva, lo importante es escribir.

martes, 11 de diciembre de 2018

Día 42


Resultado de imagen de ligeramente desenfocado


11 de diciembre


Muchas veces me sucede que tengo la sensación de estar al borde de algo pero no sé de qué. Puede aparecer en mitad de cualquier actividad cotidiana: mientras lavo los platos, mientras hago la compra, mientras estoy leyendo. Aparece, en apariencia, de la nada; surge pero no del todo. Se queda como a medio camino y es como si estuviese viendo yo algo a lo lejos, sin los anteojos puestos. Veo un espectro borroso. Ligeramente desenfocado, como diría el fotógrafo Robert Capa. Un esbozo de algo que podría ser una idea, aunque nunca se acerca lo suficiente como para perfilar los contornos. Siempre, sin excepción se queda en nada. 
Después de un rato la sensación se disipa y vuelvo a estar como al principio, es decir, en ese lugar indeterminado en medio de un inmenso vacío. Un lugar que no me pertenece y en el que me siento profundamente incómodo. Es como si estuviese en una fiesta en la que no conozco a nadie y en la que termino invariablemente apoyado en un rincón, con una copa de vino en la mano y mirando a todo el mundo, pensando en cómo podría participar de alguna conversación pero sin tener ningunas ganas de participar en ninguna. La mayoría de las veces el final es el mismo. Me alejo de la fiesta con aire de que me voy porque aquello no me interesa y tengo cosas mucho mejores que hacer, pero en realidad me voy con una sensación de no haber hecho lo que tendría que haber hecho.

Como de costumbre, me convenzo a mí mismo de que esa sensación borrosa que nunca quiere definirse ante mis ojos algún día se hará visible y finalmente tendré mi respuesta. Sabré ya para siempre cuál es mi lugar. 
Mientras tanto escribo. Porque siempre creí que si aparece en el momento exacto en el que estoy escribiendo, quizás pueda atraparla en una frase, o en una única palabra (lo cual sería maravilloso) Sigo escribiendo, muchas veces con los ojos cerrados, apretándolos con fuerza y tecleando con rabia para ver si por fin ese ojo interno, que explora en las ideas, llega a ver bien de qué se trata.
Hoy también, esa sensación, terminó por alejarse sin definirse y nada pude hacer para retenerla a pesar de que puse todo de mí, o eso creo. Siempre me queda, por supuesto, la duda de saber si pude haber hecho algo más.
A veces he llegado incluso a plantearme la posibilidad de hacer psicoanálisis. En argentina es algo muy común. Todo el mundo tiene su psicoanalista personal que semana tras semana le ayuda a definir este tipo de borrosidades. Hablo en el aire, porque, como nunca he ido, no sé si es así; no sé si alguien, alguna vez, llega a definir del todo aquello que no sabe bien qué es.

Ahí apareció de nuevo. Recién me detuve un segundo a sonarme la nariz, y mientras pensaba en lo que acababa de escribir y me limpiaba los mocos, me invadió de nuevo esa sensación. Pero ya se fue. Así, sin más preámbulos, desapareció y me acabo de quedar de nuevo sin respuesta. Voy a dejar de escribir un segundo para ver si vuelve a aparecer.
Cierro los ojos, me paso la mano por la cabeza como haciéndome una caricia. Parece que quiere volver. Ahora se me apareció como una voz sin llegar a ser una voz y me decía que la clave era que si ahora escribía algo lo retomara mañana y no dentro de una semana porque el hilo es muy fino y se rompe. Definir los bordes no es algo que se hace de la noche a la mañana, me dice. Hay que ser consciente de que mucha gente ve borroso toda su vida.
Vuelvo a detenerme. Pienso; o mejor dicho cierro los ojos para ver qué más tiene que decirme.
Me vienen palabras sueltas, pero no llego a decodificarlas. Y ahí llega el horror total: La Distracción Externa. Suena el timbre o alguien me llama o me escribe por teléfono. Es desesperante. Y la ansiedad de saber que esto antes o después sucede es también bastante perturbadora. No deja de acecharme.
Lo que daría por mantener ese estado por mucho más tiempo, quizás indefinidamente. Porque al menos así sabría que ahí está la sensación, que está cerca, casi llegando, y puede que con un poco más de concentración se comiencen a aclarar los bordes y todo empiece a tener mejor definición y se llegue a sintonizar ese canal tan esperado que está trasmitiendo la película que queríamos ver desde hace tanto…
Pero ya se va. Nada, nada, nada. Nunca.
Un final muy beckettiano, por cierto.


lunes, 3 de diciembre de 2018

Día 41

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24 de noviembre
Me gusta saber que comparto mi afición por la meteorología con alguien más. Porque, aunque es verdad que la gente por la calle habla siempre del tiempo, en realidad no les importa cómo y por qué suceden esos fenómenos que tanto parecen inquietarles.
Así que fue un placer encontrarme ayer por la mañana que mi amigo Paterson, poeta incansable (y el repartidor del agua embotellada que compro todas las semanas), me dejó por debajo de la puerta un sobre con un poema suyo reciente para que, decía, le diera mi opinión.
No soy un experto en poesía, pero me alegró mucho ver que el poema hablaba del frío y del invierno. Ya casi nadie, me parece, escribe sobre esas cosas.
Reproduzco aquí su poema "Invierno".


Invierno.
Las ventanas cerradas.

La noche,
Demasiado temprano,
Es la primera invitada en llegar.

El queso y el vino esperan
En la mesa a los amigos
Que se van sumando,
Llegan goteando

A esta reunión
Para sumergirse
En el humo, las discusiones, las risas
Hasta que el jueves, deprisa
Le ceda el paso al viernes
Y todos felices al fin
Que casi llega el fin 
De semana.

Un ente
Monótono
Y aburrido; repetido
Hasta el cansancio. 

Yo,
Por las dudas,
Me escapo hacia adentro.
En casa, encerrado.
Peligroso animal
Hibernando. 

domingo, 18 de noviembre de 2018

Día 40

Resultado de imagen de la muerte del autor barthes

18 de noviembre

Hoy por la mañana me desperté sintiéndome raro. Algo me incomodaba. Pero no fue sino hasta después de desayunar, leer las noticias del día y de dar un repaso a los principales suplementos culturales, es decir, cuando ya estuve bien despierto, cuando me di cuenta de que lo que tenía era nostalgia. Pero no era una nostalgia cualquiera. Era una nostalgia que se me ocurrió llamar "Nostalgia de Barthes".
Me explico: mi nostalgia de Barthes es un sentimiento de que en los últimos tiempos la literatura se está alejando cada vez más irremediablemente de aquellas teorías, para mí tan reveladoras, sobre la muerte del autor y el consecuente nacimiento del lector, que promulgó el francés a principios de los setenta. 
Hoy, me parece, hay un interés creciente en resucitar la figura del autor. Y los lectores, cada vez menos imaginativos, y ávidos de información sobre las vidas de esos autores, en lugar de buscar nuevos significados y de sumergirse en maravillosos mundos imaginarios, al parecer, prefieren creer que todo lo que se escribe es real, biográfico. Qué maravilloso que es, dicen estos lectores, que al autor le sucedan esas cosas tan increíbles y divertidas o dramáticas y tristes. Y después de haber leído esa novela tan publicitada (cuanto más aparezca por todos lados mejor), salen corriendo a escribirles a los autores por las redes sociales para contarles lo mucho que empatizan con lo que les ha sucedido, porque ellos también han vivido algo similar.
Barthes, no lo dudo, estaría horrorizado al ver que su "hijo lector", al que concibió como un lector crítico, en busca de multiplicidad de significados en los textos, hoy se haya quedado tan cerca de la superficie. El de hoy es un lector que en lugar de nadar y sumergirse, o flotar de cara al cielo, con los ojos cerrados y una sonrisa de placer en el rostro, dejándose llevar por las ondulaciones de la imaginación, se queda cerca del borde de la pileta, para estar seguro de que nunca se ahogará en esas oscuras profundidades.
Pero así son los hijos le diría yo a Barthes. Muchos tienden a alejarse de lo que los padres hubiesen querido para ellos.
Esos hijos que engendró Barthes, hoy, ya mayores, parecen tan alejados de su padre, que se les ha ocurrido crear una especie de secta que bien se podría llamar "los seguidores del autor". Lo adoran y le montan altares en los que ponen sus libros junto a las fotos ampliadas de la contraportada. Le encienden velas y todos los domingos van a verlo contar sus increíbles pero tan realistas historias en algún bar del centro. O lo siguen en las redes, donde, por suerte, va agregando historias que amplían las historias ya leídas. Lectores que cuando se juntan, hablan de cuán original les parecen las historias que les suceden a sus autores favoritos y lo increíble que es que les pasen cosas tan bizarras.
Estos lectores, en lugar de ser creadores de significado, como esperaba y quería Barthes, son más bien creadores de autores.
Es la muerte de la imaginación, le diría hoy a Barthes si lo tuviese delante. Pero por desgracia no está aquí. Y yo siento nostalgia.
Nostalgia de Barthes.

lunes, 29 de octubre de 2018

Día 39














Pensaba hoy en lo íntimo y lo público en la escritura. Y mientras le daba vueltas a la cosa me acordé de una frase de Enrique Vila-Matas que decía “Escribir es dejar de ser escritor”. Una frase, como casi todas las de Vila-Matas, que nunca sabré si se le ocurrió a él o, en cambio, la tomó prestada de algún otro escritor, algo que hace habitualmente. En este caso me parece que es más bien lo segundo. Porque al tiempo de haberme cruzado con la frase de Vila-Matas di con una entrevista que le hicieron hace varios años a otro escritor que admiro, Fogwill, en la que el argentino decía algo parecido: “Escribo para no ser escritor”.
Pero sea de quien fuese, desde la primera vez que di con ella, la frase me interesó mucho. Porque en definitiva, lo que viene a decir es que uno no puede estar haciendo dos cosas a la vez. Sobre todo cuando se trata de escribir. Y es que el acto de escribir deja poco tiempo para que, además, uno vaya por ahí (cuando digo por ahí, me refiero a las calles o las redes) haciéndose el escritor. Escribir es una actividad íntima y muy solitaria. Implica, como mínimo, pasarse horas y horas solo y encerrado, escribiendo o leyendo.
Y cuando uno no está enfrascado en esta actividad íntima y solitaria, muchas veces se la pasa caminando, con la mirada clavada en las baldosas, y pensando como un loco en las cosas que está escribiendo. Dándole vueltas a una frase que se empeña en quedar horrible o una escena que no termina de encajar en ningún lado.
Del otro lado, y en oposición a está imagen del escritor enfrascado en un mundo íntimo y solitario, escribiendo sin parar o pensando en lo que escribe, está la otra imagen, la de la máscara. La imagen del ser escritor. Y digo en oposición porque esta imagen máscara, la del ser escritor, no es nada compatible con la de aquel otro personaje tan solitario del que hablábamos, y hace que éste tenga que salir de su encierro para poner todo su ser a la parrilla. Exponer sus entrañas para que se cocinen al calor de los otros.
Y para eso, inevitablemente, tiene que dejar de escribir. Y si uno anda demasiado tiempo por ahí siendo escritor dejará de tener tiempo para estar en casa encerrado dándole vueltas a una idea o golpeando las teclas. Y así dejará inmediatamente de ser escritor. O pasará a ser de la estirpe de los escritores que nunca escriben nada.
Con esto no quiero desmerecer el maravilloso arte de vivir. No me malinterpreten. Considero que para escribir y mejorar la propia escritura, vivir es imprescindible. Pero no nos confundamos. Vivir es otra cosa, nada tiene que ver con ir por la vida haciéndose el escritor.
Es más, diría que vivir es alejarse todo lo posible de esa idea de ser escritor. Vivir sería, para quien escribe, lo que el fin de semana es para el oficinista. Desconexión.
En mi caso, siempre me sentí más a gusto del lado de lo íntimo. Es decir, disfruto más con el suave balanceo entre lo íntimo y lo desconectado. 
On/Off.

miércoles, 17 de octubre de 2018

Día 38

Resultado de imagen de imagenes de Copi + creative commons

17 de octubre

Esta semana sufrí lo que yo llamaría una crisis de identidad. Me sucedió mientras leía sobre la vida del escritor argentino/uruguayo/francés Copi y, paralelamente, terminaba de leer El buda de los suburbios de Hanif Kureishi.
Puede que parezca que nada tiene que ver una cosa con la otra pero, si lo pensamos con detenimiento, todo está relacionado.
Pongamos por ejemplo el caso de Copi. Escritor nacido en Argentina, que de muy chico se mudó con su familia a Uruguay y que más tarde se trasladó a París en donde desarrolló su carrera literaria y artística. Escribió en francés, pero como siempre se sintió profundamente argentino, y por lo visto él también sufrió una especie de crisis de identidad, en un momento dado comenzó a escribir en un español con marcado deje argentino y, además, decidió regresar a su argentina natal. Pero al parecer la vuelta no fue nada bien y todo aquello que le había hecho triunfar en París, no encontró cabida en una Buenos Aires que todavía no estaba preparada para su genio. Y al final, decepcionado con una Argentina hostil y atrasada, decidió regresar a París.
A mí no me pasó nada de eso, aunque sí que hay ciertas similitudes, salvando las imperdonables distancias. Yo también tengo períodos en los que me gustaría poder despojarme de todo extranjerismo y volver a escribir en un estilo con marcado deje argentino y quizás volver a Buenos Aires (aunque no me gustaría encontrarme una Buenos Aires hostil y atrasada como la que supuestamente encontró Copi). Pero a los pocos días todo esto se me pasa y sigo con lo mío como si nada.
En el buda de los suburbios de Kureishi pasa algo parecido. Todos (o casi todos) los personajes parecen estar atravesando una crisis de identidad en algún momento de la historia. Son todos extranjeros, de algún modo, en el mundo en que les tocó vivir. Y buscan la mejor manera de adaptarse o cambiar esa condición. Tengo que reconocer que todo eso me resulta muy familiar.
Una y otra vez me planteo dejar estas lecturas que tanto me arrastran a esos pensamientos oscuros de argentinismos y retornos, pero al parecer no puedo. Hay en mí una necesidad de conectar con ese lado inmigrante nostálgico. Y tengo la sensación, ahora mientras escribo esto, de que en ese sentimiento es donde puede llegar a estar la clave de algo. Algo que no sé bien qué es pero que tal vez tenga que ver con una salida a estas crisis de identidad que tanto me acechan. Un algo que quizás me acerque de alguna forma a una suerte de epifanía. O quizás no. Qué sé yo.
Pero hay que probar.