domingo, 2 de septiembre de 2018

Día 31

Magris



















2 de septiembre

Ya de regreso en casa, después de disfrutar de varios días del encefalograma plano de las vacaciones, decidí ponerme a trabajar y ver si, con un poco de suerte, lograba al menos escribir algo. Pero no fue fácil; los regresos nunca lo son.

Las primeras horas de la mañana las pasé mirando los papeles que habían quedado sobre la mesa, intentando ubicarme. Me levanté varias veces desanimado. Me preparé unos mates, regué las plantas, miré el horizonte por la ventana.

Estuve así varias horas, sin conseguir resultado alguno, hasta que, en un momento, me vino a la cabeza una frase de Claudio Magris que si no me equivoco está en uno de sus textos de Microcosmos. "El café es el lugar de la escritura", dice el triestino. "Se está a solas, con papel y pluma y todo lo más dos o tres libros, aferrado a la mesa como un náufrago batido por las olas."

Sabía que ir a media mañana al café del barrio que regenta mi nuevo amigo Oscar (aficionado a escribir aforsimos y gran admirador de Oscar Wilde) podía ser peligroso. Y es que a él, siempre que voy, le gusta sentarse a charlar conmigo e invitarme cervezas. Pero si lo pensaba bien, prefería una leve borrachera por la mañana y volver con algunas lineas escritas en el cuaderno que perder el día entero yendo de la cama al living, como diría Charly.

Así que hacia allá me fui, con papel y pluma y todo lo más dos o tres libros, preparado para ingerir cervezas a una hora poco apropiada, pero con grandes esperanzas de poder trabajar.

Quiso la suerte que el café estuviese lleno de náufragos, aferrándose a sus mesas, por lo que pude escribir bastante rato antes de que Oscar tuviese la oportunidad de dejar lo que estaba haciendo para venir hasta mí provisto de cervezas y de sus aforismos que siempre son un placer leer.

Pasé en el café varias horas productivas. Ahora, al menos, puedo decir que emborroné un par de páginas, escuché unos aforismos prometedores y volví a casa con varias cervezas encima con sabor a final de vacaciones. Vuelvo, además, dispuesto a pasar en limpio estas lineas para luego poder seguir sin culpa con los quehaceres domésticos y con la contemplación del horizonte desde mi ventana. Esos sí, creo que todo esto sucederá después de una siesta reparadora.

Secuelas de las vacaciones.

sábado, 18 de agosto de 2018

Día 30


la biblioteca de Babel. by tothemo0nandback on DeviantArt
18 de agosto

Una cosa que aprendí de los libros - si es que aprendí algo - es a leer siguiendo una especie de hilo que va cosiendo una obra con otra (o un autor con otro), creando un tejido que parece no tener límites. La telaraña de la literatura.

En cada autor que me gusta encuentro migas para encontrar el camino; indicios de otras lecturas (algunas veces de manera muy explicita y otras no tanto) que me guían hacia la siguiente lectura. No son recomendaciones, no. Es más, diría que tiendo a evitar las recomendaciones (tanto a recibirlas como a darlas). Las preferencias literarias, como cualquier otra preferencia, son algo muy subjetivo. Evito, también, las recomendaciones editoriales o las que salen en los suplementos literarios, porque considero que la mayoría responden a intereses comerciales. Así que, como decía, me guío por las lecturas que se esconden detrás de los autores que más me interesan. Y es que me di cuenta de que allí están siempre, esperando agazapadas en algún rincón oscuro, las siguientes lecturas que me llevarán a próximas lecturas y así sucesivamente. Lo único que hay que hacer es buscar ese hilo que se desprende de entre esas páginas y tirar de él.

Mediante este método, descubierto hace ya algún tiempo, he obtenido grandes recompensas. Me tropecé con maravillas - o lo que para mí son maravillas - literarias.

Tirando del hilo que se desprendía de los libros de Borges, por ejemplo, encontré La divina comedia o el Ulises de Joyce. Al hilo de Cesare Pavese le debo haber leído Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson o Babbit, de Sinclar Lewis. A Ricardo Piglia y a su hilo les agradecería en persona, si pudiera, el haberme presentado a Faulkner y a Kafka.

En los inclasificables y para mí tan formadores hilos de los libros de Rodrigo Fresán encontré a Cheever, a Iris Murdoch o el indispensable Robertson Davies. También gracias a él leí Cumbres Borrascosas, de Emily Brontë o el Gran Gatsby, de Fitzgerald.

En los libros de Enrique Vila-Matas, uno puede encontrar hilos de los que tirar hasta el aburrimiento. Gracias a esos hilos me enredé en autores como Walser, Perec, Pitol, Pessoa o Sebald.

Podría seguir pero no sigo. Basta con decir que ese hilo que atraviesa la literatura que me interesa puede que sea infinito, como la biblioteca de Borges o el universo. Lo que me lleva a pensar en la teoría de la intertextualidad, aquella que afirma que cada texto pertenece a una inmensa matriz en la que está conectado a todos los textos anteriores por la lectura y la escritura en común.

Por esta razón, siempre me resisto a recomendar lecturas y a aceptar recomendaciones (aunque muchas veces esto último no se pueda evitar si uno no quiere ser grosero). Por la misma razón, desconfío de las recomendaciones esas que afirman que «estamos ante lo que quizás sea la obra del año», etc. Prefiero ceñirme a mis recomendadores oficiales, que no necesitan recomendar sino que se limitan a dejar por ahí, entre sus páginas, una puntita casi imperceptible del hilo infinito para que, quien quiera y sepa buscar, pueda tirar de ella hasta que nos lleve adonde mejor le parezca.

viernes, 10 de agosto de 2018

Día 29

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10 de agosto

Han sido muchas las veces en que algunos allegados han criticado en mí cierta tendencia que tengo hacia los cambios. «Vos siempre estás cambiando», me dicen. «¿No te cansas de cambiar todo el tiempo?», me preguntan. 
Es cierto que los cambios siempre asustan y, al parecer, la gente que me rodea se siente amenazada por esta tendencia mía. Pero después de reflexionar bastante sobre el tema, y quizás un poco para tranquilizarlos, he llegado a la conclusión de que en realidad no es que esté yo todo el tiempo cambiando, sino que, más bien, lo que hago es estar comenzando. Comienzo las cosas una y otra vez. Y como comenzar no es repetir, porque cuando comenzamos estamos obligados a empezar desde cero, parece que estoy todo el rato haciendo cosas diferentes, y cambiando. Pero no, comenzar no es lo mismo que cambiar. Comenzar, me atrevería a decir es avanzar, es crear y descubrir. Y yo, siguiendo un poco aquello que decía Ezra Pound en su ensayo-artículo "How I Began" de que "el artista está siempre comenzando. Cualquier trabajo artístico que no sea un comienzo, una invención o un descubrimiento tiene poca valía", lo que hago es estar siempre comenzando. Comienzo todo, todo el tiempo. Sin ir más lejos, creo que comencé el primer capítulo de la novela una doscientas cincuenta veces y, hasta ahora, pasar al segundo parece ser una empresa imposible. Pero no me preocupa porque sé que cuando lo empiece, lo volveré a empezar varias veces más y, estoy seguro, se me volverá a acusar de que estoy siempre cambiándolo, pero lo que en realidad estaré haciendo (como hacen los artistas, según Pound) es estar siempre comenzando. Así que a aquellos que me acusan de cambiante les digo que la próxima vez que me mude de ciudad, o que cambie de ideas o de trabajo, no será, como ellos creen, porque tenga cierta tendencia al cambio, sino porque soy un artista y, como buen artista, siempre me preocupo por estar comenzando, inventando o descubriendo para ver si mi obra pueda llegar a tener alguna vez cierta valía.

Y ahora me voy para así poder comenzar algo, cualquier cosa, para darle forma de obra de arte.

martes, 31 de julio de 2018

Día 28

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31 de julio

Hoy, mientras estaba sentado exagerando en mi cuaderno algunas ideas para la novela, me vino a la cabeza aquella frase de La náusea, de Jean-Paul Sartre: "Pienso que éste es el peligro de llevar un diario: se exagera todo, uno está al acecho, forzando continuamente la verdad."

Inmediatamente, me dispuse a copiar estás líneas de Sartre en mi diario. Porque me di cuenta de que, dejando de lado el tono melancólico que utiliza el autor francés (no olvidemos que, en un principio, La náusea iba a llamarse "Melancolía" y que gracias a Gallimard nos salvamos de ese horrible nombre), lo que en realidad se podía leer de fondo en esa frase era una excelente definición de lo que es la ficción. Así que, con permiso de Sartre, reformulé la frase. Pienso, escribí, que éste es el modo de escribir ficción: exagerándolo todo, estando al acecho y forzando continuamente la realidad.

Cuando terminé de escribir esa frase, cerré el cuaderno y me eché hacia atrás dejando caer todo el peso sobre el respaldo de la silla, como si quisiera obsequiarme un merecido descanso por haber encontrado una fórmula perfecta para crear ficción. Pero enseguida me di cuenta de que no era para tanto y volví al trabajo. A veces sucede que a uno lo golpean de frente ciertos aires de grandeza que lo único que logran es dejarnos despeinados.

Así que viéndome despeinado y ridiculizado por el aire de la grandeza, abrí el cuaderno, me acomodé los poco pelos que me quedan en la cabeza y seguí desde donde lo había dejado antes de que me interrumpiese la frase de Sartre, es decir, continué exagerando algunas ideas para la novela. 
Pero como una frase lleva a la otra, me acordé también de algo que leí en algún lado, no recuerdo dónde, pero sí de que alguien hablaba de esos escritores a los que no les importa andar despeinados por los aires de grandeza y que, en lugar de preocuparse por escribir y seguir mejorando, se preocupan más por andar agrandando su figura. La frase decía algo así como que hay grandes escritores y escritores buenos, "yo prefiero ser de los segundos", decía el autor.

Y como yo también prefiero ser de los segundos, lo mejor es seguir trabajando, me digo, y conservar un peinado más o menos decente. No sea cosa que me confundan con Trump.

sábado, 28 de julio de 2018

Día 27

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28 de julio

El día de hoy se cierra con un fuerte dolor de cuello por haber estado demasiadas horas delante del azul eléctrico de la pantalla. Y como resultado, han quedado apenas algunas páginas completamente prescindibles que, probablemente, mañana cuando las relea acaben en la papelera. Pero en lugar de seguir quejándome, prefiero disfrutar de la recompensa que siempre me queda al terminar el trabajo. Ahora ya puedo sentarme a leer tranquilo, por placer, sin la presión del que trabaja. Me quedan pocas páginas para terminar "Los adioses" de Juan Carlos Onetti. Una maravilla. Así que dejemos de lado la frustración y despidamos el día como se merece. Leyendo.

Y como siempre suele hablarse de la importancia de los comienzos en las novelas y de las primeras frases, me despido transcribiendo la primera frase de este magnífico libro que, me parece, es la primera frase más misteriosa que he leído hasta ahora.

"Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas, y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada". 

Me despido.

Adioses.

martes, 24 de julio de 2018

Día 26

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24 de julio

Si tuviera que decirlo, diría que a Bilbao me llevaron la casualidad y un libro de Roberto Arlt que conseguí unos días antes en una librería de segunda mano. El libro se llama Aguafuertes vascas y está compuesto por una serie de artículos que Arlt escribió en los años treinta, en un viaje por España; una especie de continuación de sus Aguafuertes porteñas.

Yo había decidido, en realidad, pasar unos días de vacaciones en Barcelona, visitando amigos. Pero apenas llegué a la ciudad, quise salir de allí de inmediato, escapando espantado de las aguafuertes turísticas que arrasan con todo.

Tenía la idea de escapar bien lejos, pero sobretodo de ir a la contra. Es decir, a contracorriente de esa aguafuerte tan devastadora que es el turismo de masas.

Así que fui hasta la estación de Sants con la intención de alejarme de todo aquello. Llegué agotado por el calor, por lo que decidí que, antes de buscar un tren que me llevase lo más lejos posible, lo mejor sería sentarme en un bar y tomarme algo fresco para reponerme del ajetreo de la ciudad que acababa de atravesar.

Y mientras esperaba que me trajesen mi bebida, y para distraerme un poco (y empezar así a alejarme de todo), abrí el libro que llevaba conmigo y fue allí donde me encontré con algo que me hizo decidir el destino de mi viaje. Era un fragmento en el que Arlt entablaba conversación con algunos vascos que viajaban en su mismo vagón de tren, en dirección a Bilbao. Leí esto:

<<- ¿Usted ha comido alguna vez en Bilbao? (Le preguntaba uno de los vascos al escritor argentino).
- No.
[...]
- Pues cuando coma en Bilbao, se volverá loco.

Conclusión que no puede menos de sumergirme en divagaciones melancólicas. ¿Qué será de mí si enloquezco en Bilbao?>>.

No me hizo falta leer más para saber que quería irme directo a comer en Bilbao y que, quizás, no estaría mal volverme loco, allí, por la comida, en lugar de volverme loco en Barcelona por el turismo. Así que terminé mi bebida y corrí a comprar un billete en el primer tren que saliera para Bilbao.

Acompañado por las Aguafuertes vascas de Arlt, y por un montón de pasajeros que viajaban conmigo en el mismo vagón, empecé mis vacaciones, que terminaron siendo inmejorables.

Comí en Bilbao hasta volverme loco y, además, siguiendo con mi intención de ir siempre a la contra, caminé un tramo del Camino de Santiago, que pasa cerca de la ciudad, pero lo hice en dirección contraria; es decir que, en lugar de caminar hacia Santiago, caminé en dirección a San Sebastián y me crucé con muchísimos peregrinos que me miraban extrañados e incluso alguno llegó a preguntarme que por qué iba hacia el otro lado, y yo les contesté de tanto comer en Bilbao me había vuelto loco y creía que me había dejado algo en San Sebastían.

Así fueron mis vacaciones que terminaron por ser todo lo que esperaba: unas buenas vacaciones a la contra y comer hasta enloquecer.

Qué más puedo pedir.

lunes, 9 de julio de 2018

Día 25

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9 de julio

Despertó mi atención, esta misma tarde, una frase de Sebald sobre la ciudad de Venecia, en la que el autor alemán decía que quien se adentra en esa ciudad nunca sabe lo que va a ver a continuación o por quién será visto al momento siguiente.

Ahí mismo detuve mi lectura y me dejé llevar por el recuerdo. Recordé algo que tenía relación con esto. Recordé un paseo que di hace dos o tres días por aquí, por mi ciudad. Me adentré en ella como quien se adentra en Venecia, sin saber qué iba a ver a continuación ni por quién sería visto al momento siguiente. Di varias vueltas sin rumbo fijo y, sin fijar tampoco el rumbo de mis pensamientos, los dejé que se adentrasen en los rincones más recónditos, sin que supieran ellos tampoco lo que verían a continuación.

Vague y me metí por calles por las que no suelo ser visto. Y en algún momento, al parecer, fui visto en una librería comprando unos lápices. Eso no lo supe en el momento sino que me lo dijo un conocido luego, cuando me aseguró que me había visto allí, en la librería.

Yo, supongo que debido a que mis pensamientos se paseaban sin ser vistos, no recordaba el episodio, pero constancia de ello eran los lápices que, efectivamente, descansaban en mi escritorio.

Debo reconocer que me preocupó el hecho de no recordar el haber estado en la librería ni haber comprado esos lápices. Temí, por un momento, que mi memoria se hubiese adentrado demasiado en algún lugar oscuro y no volviese a ser vista nunca más.

Pero la preocupación duró poco ya que esta misma tarde, leyendo a Sebald, me di cuenta que mi ciudad es también un poco como Venecia. Es decir que, si me adentro mucho en ella, puede pasarme eso de no saber por quién seré visto ni qué voy a ver a continuación hasta que lo que vemos son esos lápices que compramos cuando fuimos vistos sin saber lo que veríamos a continuación. Una vez que los vemos, y gracias a Sebald, ya recordamos dónde nos adentramos. Por suerte.