martes, 31 de julio de 2018

Día 28

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31 de julio

Hoy, mientras estaba sentado exagerando en mi cuaderno algunas ideas para la novela, me vino a la cabeza aquella frase de La náusea, de Jean-Paul Sartre: "Pienso que éste es el peligro de llevar un diario: se exagera todo, uno está al acecho, forzando continuamente la verdad."

Inmediatamente, me dispuse a copiar estás líneas de Sartre en mi diario. Porque me di cuenta de que, dejando de lado el tono melancólico que utiliza el autor francés (no olvidemos que, en un principio, La náusea iba a llamarse "Melancolía" y que gracias a Gallimard nos salvamos de ese horrible nombre), lo que en realidad se podía leer de fondo en esa frase era una excelente definición de lo que es la ficción. Así que, con permiso de Sartre, reformulé la frase. Pienso, escribí, que éste es el modo de escribir ficción: exagerándolo todo, estando al acecho y forzando continuamente la realidad.

Cuando terminé de escribir esa frase, cerré el cuaderno y me eché hacia atrás dejando caer todo el peso sobre el respaldo de la silla, como si quisiera obsequiarme un merecido descanso por haber encontrado una fórmula perfecta para crear ficción. Pero enseguida me di cuenta de que no era para tanto y volví al trabajo. A veces sucede que a uno lo golpean de frente ciertos aires de grandeza que lo único que logran es dejarnos despeinados.

Así que viéndome despeinado y ridiculizado por el aire de la grandeza, abrí el cuaderno, me acomodé los poco pelos que me quedan en la cabeza y seguí desde donde lo había dejado antes de que me interrumpiese la frase de Sartre, es decir, continué exagerando algunas ideas para la novela. 
Pero como una frase lleva a la otra, me acordé también de algo que leí en algún lado, no recuerdo dónde, pero sí de que alguien hablaba de esos escritores a los que no les importa andar despeinados por los aires de grandeza y que, en lugar de preocuparse por escribir y seguir mejorando, se preocupan más por andar agrandando su figura. La frase decía algo así como que hay grandes escritores y escritores buenos, "yo prefiero ser de los segundos", decía el autor.

Y como yo también prefiero ser de los segundos, lo mejor es seguir trabajando, me digo, y conservar un peinado más o menos decente. No sea cosa que me confundan con Trump.

sábado, 28 de julio de 2018

Día 27

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28 de julio

El día de hoy se cierra con un fuerte dolor de cuello por haber estado demasiadas horas delante del azul eléctrico de la pantalla. Y como resultado, han quedado apenas algunas páginas completamente prescindibles que, probablemente, mañana cuando las relea acaben en la papelera. Pero en lugar de seguir quejándome, prefiero disfrutar de la recompensa que siempre me queda al terminar el trabajo. Ahora ya puedo sentarme a leer tranquilo, por placer, sin la presión del que trabaja. Me quedan pocas páginas para terminar "Los adioses" de Juan Carlos Onetti. Una maravilla. Así que dejemos de lado la frustración y despidamos el día como se merece. Leyendo.

Y como siempre suele hablarse de la importancia de los comienzos en las novelas y de las primeras frases, me despido transcribiendo la primera frase de este magnífico libro que, me parece, es la primera frase más misteriosa que he leído hasta ahora.

"Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas, y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada". 

Me despido.

Adioses.

martes, 24 de julio de 2018

Día 26

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24 de julio

Si tuviera que decirlo, diría que a Bilbao me llevaron la casualidad y un libro de Roberto Arlt que conseguí unos días antes en una librería de segunda mano. El libro se llama Aguafuertes vascas y está compuesto por una serie de artículos que Arlt escribió en los años treinta, en un viaje por España; una especie de continuación de sus Aguafuertes porteñas.

Yo había decidido, en realidad, pasar unos días de vacaciones en Barcelona, visitando amigos. Pero apenas llegué a la ciudad, quise salir de allí de inmediato, escapando espantado de las aguafuertes turísticas que arrasan con todo.

Tenía la idea de escapar bien lejos, pero sobretodo de ir a la contra. Es decir, a contracorriente de esa aguafuerte tan devastadora que es el turismo de masas.

Así que fui hasta la estación de Sants con la intención de alejarme de todo aquello. Llegué agotado por el calor, por lo que decidí que, antes de buscar un tren que me llevase lo más lejos posible, lo mejor sería sentarme en un bar y tomarme algo fresco para reponerme del ajetreo de la ciudad que acababa de atravesar.

Y mientras esperaba que me trajesen mi bebida, y para distraerme un poco (y empezar así a alejarme de todo), abrí el libro que llevaba conmigo y fue allí donde me encontré con algo que me hizo decidir el destino de mi viaje. Era un fragmento en el que Arlt entablaba conversación con algunos vascos que viajaban en su mismo vagón de tren, en dirección a Bilbao. Leí esto:

<<- ¿Usted ha comido alguna vez en Bilbao? (Le preguntaba uno de los vascos al escritor argentino).
- No.
[...]
- Pues cuando coma en Bilbao, se volverá loco.

Conclusión que no puede menos de sumergirme en divagaciones melancólicas. ¿Qué será de mí si enloquezco en Bilbao?>>.

No me hizo falta leer más para saber que quería irme directo a comer en Bilbao y que, quizás, no estaría mal volverme loco, allí, por la comida, en lugar de volverme loco en Barcelona por el turismo. Así que terminé mi bebida y corrí a comprar un billete en el primer tren que saliera para Bilbao.

Acompañado por las Aguafuertes vascas de Arlt, y por un montón de pasajeros que viajaban conmigo en el mismo vagón, empecé mis vacaciones, que terminaron siendo inmejorables.

Comí en Bilbao hasta volverme loco y, además, siguiendo con mi intención de ir siempre a la contra, caminé un tramo del Camino de Santiago, que pasa cerca de la ciudad, pero lo hice en dirección contraria; es decir que, en lugar de caminar hacia Santiago, caminé en dirección a San Sebastián y me crucé con muchísimos peregrinos que me miraban extrañados e incluso alguno llegó a preguntarme que por qué iba hacia el otro lado, y yo les contesté de tanto comer en Bilbao me había vuelto loco y creía que me había dejado algo en San Sebastían.

Así fueron mis vacaciones que terminaron por ser todo lo que esperaba: unas buenas vacaciones a la contra y comer hasta enloquecer.

Qué más puedo pedir.

lunes, 9 de julio de 2018

Día 25

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9 de julio

Despertó mi atención, esta misma tarde, una frase de Sebald sobre la ciudad de Venecia, en la que el autor alemán decía que quien se adentra en esa ciudad nunca sabe lo que va a ver a continuación o por quién será visto al momento siguiente.

Ahí mismo detuve mi lectura y me dejé llevar por el recuerdo. Recordé algo que tenía relación con esto. Recordé un paseo que di hace dos o tres días por aquí, por mi ciudad. Me adentré en ella como quien se adentra en Venecia, sin saber qué iba a ver a continuación ni por quién sería visto al momento siguiente. Di varias vueltas sin rumbo fijo y, sin fijar tampoco el rumbo de mis pensamientos, los dejé que se adentrasen en los rincones más recónditos, sin que supieran ellos tampoco lo que verían a continuación.

Vague y me metí por calles por las que no suelo ser visto. Y en algún momento, al parecer, fui visto en una librería comprando unos lápices. Eso no lo supe en el momento sino que me lo dijo un conocido luego, cuando me aseguró que me había visto allí, en la librería.

Yo, supongo que debido a que mis pensamientos se paseaban sin ser vistos, no recordaba el episodio, pero constancia de ello eran los lápices que, efectivamente, descansaban en mi escritorio.

Debo reconocer que me preocupó el hecho de no recordar el haber estado en la librería ni haber comprado esos lápices. Temí, por un momento, que mi memoria se hubiese adentrado demasiado en algún lugar oscuro y no volviese a ser vista nunca más.

Pero la preocupación duró poco ya que esta misma tarde, leyendo a Sebald, me di cuenta que mi ciudad es también un poco como Venecia. Es decir que, si me adentro mucho en ella, puede pasarme eso de no saber por quién seré visto ni qué voy a ver a continuación hasta que lo que vemos son esos lápices que compramos cuando fuimos vistos sin saber lo que veríamos a continuación. Una vez que los vemos, y gracias a Sebald, ya recordamos dónde nos adentramos. Por suerte.

miércoles, 4 de julio de 2018

Día 24

 

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4 de julio

Hoy no me da vergüenza aceptar que tiendo a exagerarlo todo. Pero no puedo decir que siempre haya sido así. Y es que antes (quiero decir, antes de que me diera cuenta de que tiendo a exagerarlo todo) no sabía que tenía esta tendencia.

Llegué a esa conclusión esta misma semana, mientras revisaba unos textos que había escrito hace tiempo (algo que me horroriza porque me hace sentir, esto sí, mucha vergüenza) en busca de información que quería utilizar para algo que estaba escribiendo y que no recordaba.

Mientras revisaba esos viejos textos me dio por reflexionar sobre cómo mi escritura ha ido transformándose, mutando hacia lo que hoy es. Y me fijé, principalmente, en que si hay algo que la caracteriza es que, a pesar de que siempre lo ha sido bastante, ahora se ha vuelto más exagerada, o al menos eso me pareció.

Pero lo más interesante es que de esta reflexión salté a otra que también me ha resultado curiosa. Y es que, al pensar en el porqué de ese carácter exagerado de mi escritura, me di cuenta de que muy bien puede estar relacionado con algo que durante muchos años me inquietó. Me refiero a esa idea que se tiene, aquí en España, de que los argentinos somos, en general y por encima de todo, muy exagerados. Una idea que siempre me llamó la atención desde llegué a España, hace ya muchos años.

Digo que me llamó la atención porque de esa idea de la exageración no tenemos conocimiento los argentinos hasta que no venimos a España. No sabemos en Argentina nada de esa rasgo de nuestro carácter.

Esto me llamó, como decía, tanto la atención, que durante muchos años, mientras estaba aquí en España, me dediqué a preguntarle a la gente que iba conociendo por qué consideraban que los argentinos eramos exagerados. Muchos no supieron darme respuestas que me aclarasen del todo las dudas. Pero sí que hubo un amigo que me lo resumió bastante bien. Me dijo mi amigo, mientras estábamos tomando unas cervezas en un bar del barrio del Raval, en Barcelona: "Supongamos que entra un español en un bar y quiere pedir una caña. Este diría algo así como <<ponme una caña>> o quizás simplemente <<una caña, por favor>>. Ahora supongamos que entra un argentino con el mismo propósito, ¿qué diría? Pues algo así como: <<Disculpe, por favor, sería usted tan amable, si no es mucha molestia, y me pone una caña. Se lo agradecería infinitamente. Muchas gracias>>. Pero eso no es todo", continuó mi amigo, "después de que el camarero le pusiese la caña, diría además algo así como: <<Qué caña más linda, che. ¡Tiene pinta de estar riquísima y fresquita! ¡Qué maravilla!>>.

Por supuesto que mi amigo también estaba exagerando y así lo entendí. Pero quitando el sobrante de todo aquello que dijo, había en esa reflexión mucho de cierto. Y yo le contesté que el exceso de amabilidad y buen trato eran claros signos de buena educación y nunca estaban de más. Y él me respondió que estaba yo en lo cierto, pero que no por eso era menos exagerado.

Ahí se acabó la discusión y pasamos a otros temas y a disfrutar de nuestras cervezas que sí que estaban muy ricas y fresquitas, aunque puede que exagere.

Durante mucho tiempo olvidé aquella charla con mi amigo en Barcelona, hasta el otro día cuando, buscando otra cosa que nada tenía que ver con esto, me di cuenta del carácter exagerado de mi escritura y de su transformación y mutación hacia algo que perfectamente podría llamarse meta-ficción exagerada. Y fue ahí cuando dejé de buscar lo que estaba buscando y, olvidándome de la vergüenza que me daba leer lo que escribí hace tiempo, empecé a buscar patrones que me llevasen a reconocer mi tendencia tan argentina a exagerarlo todo. Y puedo decir, no sin algo de orgullo, que encontré algunas cosas bastante exageradas. Es más, me di cuenta incluso de que exagerar era algo que también había hecho mucho en mi novela anterior ya que recordé varias veces en las que, mientras la estaba escribiendo, le di a B. algunos capítulos para que me los corrigiese y, al preguntarle que le parecieron, ella me respondió que les parecían totalmente exagerados (y eso que B. es también bastante exagerada, aunque de argentina no tiene ni un pelo), pero que le encantaban.

Hoy me doy cuenta de que había en aquellas exageraciones (y en estas) mucho de intención y quizás algo de guiño a mi amigo de Barcelona. Hasta me atrevería a decir que hoy exagero todo un poco más que antes y que quizás, en mi próxima novela, todo aparezca mucho más exagerado. Quién sabe.

Pero no me da vergüenza afirmar ahora que exagero y, si me presionan, diría que abrazo la exageración como forma de vida. Espero no ser demasiado exagerado.

miércoles, 27 de junio de 2018

Día 23

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27 de junio

Cada vez me convenzo más de que hay escritores por todos lados. Se esconden detrás de las fachadas más insólitas y curiosas, para aparecer cuando uno menos se lo espera.

Hoy, sin ir más lejos, tuve un extraño encuentro con uno en el café de mi barrio. Ese café en el que me gusta sentarme a escribir y al que voy varias veces por día. El mismo café en el que, como ya escribí anteriormente, siempre entro con temor a que un día el dueño se harte y termine por preguntarme sobre el porqué de esa extraña actitud mía de ir allí, varias veces por día, sentarme en una mesa apartada (en lo posible siempre la misma), cerca de la ventana, y una vez acomodado allí, quedarme pensativo mientras lo observo todo sin observar realmente nada. O preguntarme, quizás, por esas otras veces en las que, inclinado demasiado sobre este cuaderno en el que ahora escribo estas lineas y, en una actitud de extrema concentración (mordiéndome la lengua hasta casi hacerme mal) me río solo mientras escribo como poseído.

Tengo temor no solo a que me pregunte, sino más bien a tener que responderle algo que le resulte tan extraño que me crea un loco perdido y termine por echarme de allí.

Y, por un momento, hoy fue el día en que todos esos temores se hicieron realidad. Sucedió lo que tanto me esperaba que sucediera, aunque no sucedió como me lo esperaba. Hoy, el dueño, por fin se ha acercado sin traer en sus manos el café de siempre. Y, en cuanto lo he visto venir directo hacia mí, con el ceño fruncido, he sabido que el momento había llegado y todo mi mundo se ha tambaleado por unos instantes. Casi estuve apunto de levantarme y salir de ahí yo solito, antes de que me echasen. Pero apenas me dio tiempo a cerrar el cuaderno cuando el dueño llegó hasta la mesa y me preguntó, sin más preámbulos, si era escritor. La pregunta me dejó tan desconcertado que lo único que atiné a responderle fue algo que recordé que un amigo me había recomendado decir en caso de que algo así sucediera.

"Pincha, rompe, pierde, paga", le dije, y me quedé mirándolo unos segundos, ahora sí, con verdadero temor a que me sacara del bar a empujones por pirado. Pero para mi sorpresa su réplica me dejó aún más descolocado que su pregunta anterior. "Escribir en un bar es como quedarse dormido escuchando la radio", me dijo. Y, como no entendí en absoluto lo que me había querido decir, me di cuenta enseguida de que había encontrado otro amigo con el que compartía afinidades. Porque no entender era precisamente lo que andaba yo buscando y así se lo dije. Y él, por supuesto, se echo a reír a carcajadas y la enorme panza que ostenta empezó a sacudir el delantal que tenía atado a la cintura.

Acto seguido, me invitó una cerveza que amablemente tuve que tomarme, aunque eran las diez de la mañana, porque rechazarla me pareció un gesto descortés para con mi nuevo amigo. Después, me contó que él también era escritor y que, en sus ratos libres, se le había ocurrido regentar un café. Dijo esto y soltó otra carcajada con sacudida de panza.

Me dijo que su mayor afición eran los aforismos, pero que no descartaba escribir una obra en la que conviviesen, de manera natural, los aforismos con la narrativa. Un obra como la de Oscar Wilde, me dijo, y me confesó que el irlandés era uno de sus escritores favoritos.

Para este momento, él ya estaba sentado en mi mesa con una cerveza adelante y yo un poco mareado con la segunda. Estuvimos así un rato, tomando cerveza y charlando sobre Oscar Wilde y sobre aforistas que yo desconocía completamente.

Después volví a casa muy contento y zigzagueando. Ahora tenía un nuevo amigo, un lugar fijo para escribir sin temor a que me echasen y una borrachera bastante importante. Volví tambaleante y pensando que, después de Paterson, Óscar (así me dijo que se llamaba, aunque no sé si se lo había inventado) era el segundo escritor que aparecía donde menos me lo esperaba y oculto tras una fachada curiosa.

Habrá que seguir buscando.

miércoles, 20 de junio de 2018

Día 22

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20 de junio

Esta mañana, mientras estaba corrigiendo unas páginas que escribí ayer por la noche, me interrumpió el timbre. Una interrupción que, a pesar de lo que puede esperarse, fue recibida con alegría por dos motivos: el primero, porque lo que estaba haciendo era un trabajo bastante tedioso; el segundo, porque quien había tocado el timbre era mi amigo Paterson, el repartidor de agua (como ya expliqué con anterioridad en este diario, Paterson no se llama Paterson pero se parece muchísimo en todos los sentidos a ese personaje de la película Paterson de Jim Jarmusch), que precisamente venía a traerme la caja de agua embotellada como cada semana.

Se lo veía agotado. De la frente le caían gotas de sudor que se secaba con un pañuelo blanco, de tela. Un gesto antiguo que me llamó la atención. Un gesto que bien podría atribuírselo a mi abuelo. Un gesto de alguien mayor, aunque Paterson no tiene más de cuarenta, estoy seguro.

Al verlo en esas condiciones de agotamiento, le pregunté si es que había tenido mucho trabajo durante la mañana debido a la llegada del calor y al inminente verano. Me respondió que sí, pero que a pesar del aumento del trabajo y del calor, él se alegraba muchísimo de la llegada de estas fechas y estas temperaturas. "En el verano", me dijo, "por alguna extraña razón, escribo mucho más".

De hecho, me contó mientras se tomaba el café y el vaso de agua que yo le había invitado, ahora estaba trabajando en una serie de Haikus: "Los Haikus de verano", me dijo sacando su cuaderno de poemas del bolsillo.

"No soy muy adepto a las formas", comentó, "pero la precisión y la concentración del Haiku me inspiran".

Después me leyó varios de los Haikus que había escrito y que me parecieron muy buenos. Precisos y acertados. Uno me quedó particularmente grabado y me gustaría reproducirlo aquí.

Al calor feroz

los labios agrietados

agua esperan

Después lo despedí, como de costumbre, desde la puerta de calle. Él me saludó con una mano y con la otra sacó el pañuelo y, con ese gesto antiguo, se secó el sudor de la frente antes de subirse al camión. Y mientras se alejaba, no pude evitar acordarme de mi abuelo y de todos esos veranos que pasé en su casa. Veranos maravillosos, bajo el calor feroz y con labios agrietados.