martes, 2 de abril de 2019

Día 46

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2 de abril

Me gusta la idea de perder el tiempo para volver a encontrarlo. Es algo que me pasa seguido. Voy dejando el tiempo en cualquier rincón y después no me acuerdo dónde. Pero sucede que, pasados unos días o a veces semanas, de repente, lo encuentro. Como hoy que por fin encontré un poco de tiempo, como quien encuentra 10 euros, arrugados y mezclados con pelusa, en el fondo del bolsillo de un pantalón que hace rato que no se usa, y aproveché para usarlo en escribir estas líneas que no son mucho pero son algo.
Lo aprovecho para escribir que este último mes he perdido un montón de tiempo. Pero no me preocupa. Es algo normal cuando uno cambia de casa y de ciudad y tiene que pasarse mucho tiempo dando vueltas por el nuevo barrio para encontrarlo todo (no solo el tiempo). Nuevo supermercado para hacer la compra, nueva panadería, nueva plaza con un rincón para leer, nuevo bar al que ir a escribir.
Esto último no tan fácil. Hasta que uno da con el lugar indicado pasa algún tiempo. Y es que el sitio tiene que reunir ciertos requisitos fundamentales. La combinación justa de ruido y calma. La mesa con la luz indicada. La corriente de aire precisa para no morir de pulmonía pero tampoco terminar asfixiado por los vapores de la máquina de café. Hasta ese momento perdemos mucho tiempo que se va quedando por ahí y que nunca recuperaremos. Pero no puedo negar que toda esa búsqueda de nuevos lugares donde también se perderá nuestro preciado tiempo me atrae. Tiene algo que no puedo explicar, como lo tienen la mayoría de las cosas que me gustan. Quizás por eso me muevo tanto ¿quién sabe?

lunes, 11 de marzo de 2019

Día 45

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7 de marzo

En las últimas semanas he tenido la oportunidad de comprobar que una mudanza podría perfectamente acabar con la vida de uno. Se corre el riesgo de terminar fragmentado, atrapado, cuidadosamente empaquetado en una de las demasiadas (muchas más de las que se había previsto) cajas de cartón, etiquetadas con marcador negro.
Lo que es seguro es que dentro de esas cajas y bajo esas etiquetas con pretensiones categorizantes, siempre, sin excepciones, una parte de nuestra vida desaparece. Así, sin más, se esfuma a pesar de todos nuestros esfuerzos por compartimentar y clasificar del modo más concienzudo nuestro pasado y presente para transportarlo hacia un futuro incierto.
Todo esto me ha llevado a pensar que una mudanza es en realidad una actividad de lo más postmoderna, en la que uno deconstruye su vida hasta el momento para luego intentar reconstruirla. 
Es esa nueva construcción/organización de las cosas la que pone en evidencia que lo que hasta ahora se presentaba como realidad objetiva no sino una parodia. 
Porque al la hora de desempaquetar nos damos cuenta de que todo aquello que tanto sentido parecía tener a la hora de etiquetar las cajas, ahora no es más que pura palabrería que en nada representa el contenido. Y así, nos encontramos un cepillo de dientes dentro de la caja que lleva escrita la enigmática frase "utensilios de cocina más a mano" y el destino de ese pobre cepillo puede acabar siendo el estante de la alacena, junto al café o el arroz, o el escurridor de los cubiertos. 
Lo único que podemos sacar en claro es que todo lo que hasta ahora ha sido ya nunca volverá a ser, o lo que es peor, nunca realmente ha sido. 
A partir de ese momento comenzamos a aceptar con sumisión que mudarnos no es simplemente cambiar de domicilio, sino más bien dejar cosas atrás, como la serpiente que muda su piel y abandona esa funda escamosa para continuar su camino. Así, nosotros también abandonamos, resignados, ciertas cosas (cosas que creíamos que habían estado allí en nuestra vida anterior), cosas que ya no están (como aquellos zapatos que estamos seguros que habíamos guardado dentro de la caja que lleva escrito precisamente "zapatos" en letras grandes y negras) y nos cuestionamos si alguna vez han estado o si han sido producto de nuestra imaginación creadora.
En fin, supongo que sólo es cuestión de asumir que nuestra vida tal y como la conocíamos desaparecerá en la mudanza. Eso si tenemos suerte y no desaparecemos nosotros por completo.

sábado, 5 de enero de 2019

Día 44



5 de enero

Quiso la Fortuna que, casi sin percatarme de ello, leyese yo, seguidas, una detrás de la otra, dos obras de William Shakespeare, Hamlet y Macbeth. Pero no fue hasta hoy cuando se manifestaron en mi animo los efectos secundarios de esas lecturas. Efectos nefastos, como pude comprobar. 
Se me ocurrió en un momento ir hasta la cocina a prepararme un café y me crucé con B. que casualmente ya estaba preparando la cafetera. Sin demasiada reflexión y para hacerle saber mis deseos de tomar un café le dije "Si no queréis, señora mía, que la daga del destino os atraviese con su filo, preparad un café para vuestra majestad aquí presente. Os lo ordeno!". No tuve mejor idea que acompañar esas palabras con el dedo índice en alto, en gesto imperativo. Pero inmediatamente me di cuenta de que haber empezado el año con dos tragedias como estas eran, como mínimo, un mal presagio, ya que me volví a mis aposentos no solo sin el café deseado sino que además me llevé conmigo un mirada fulminante que me dejó clarísimo que tenía que replantearme mis lecturas de las semanas sucesivas.
To beef or not to beef, ahí estaba la cuestión.

viernes, 14 de diciembre de 2018

Día 43
















14 de diciembre
Sin querer pero en el fondo queriendo, estuve en los últimos días siguiendo uno de los consejos de Roberto Bolaño sobre el arte de escribir cuentos.
Según Bolaño, uno nunca debería escribir los cuentos de uno en uno porque se corre el riesgo de quedar atascado y estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de nuestra muerte. "Lo mejor", decía Bolaño, "es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si te ves con energía suficiente, escríbelos de nueve en nueve o de quince en quince".
Precisamente por miedo a quedarme atascado, me puse el otro día a escribir algunas cosas que me andaban dando vueltas por la cabeza hacía rato y que al final terminaron por convertirse en algo así como una idea para otra novela o para un libro de cuentos o lo que quiera ser.
Surgió como un título y ahora tengo varios bocetos que pueden, lo presiento, degenerar en cualquier cosa.
El título que se me ocurrió es " Fotografías aberrantes tomadas a esa hora en la que todavía no ha oscurecido del todo". un título bastante proniano, tengo que aceptar.
De ahí surgieron un montón de otras cosas horribles, pero en definitiva esa era la idea que venía con el título, es decir, que todo fuese un poco horroroso y que las cosas sucediesen en ese límite impreciso y frágil entre la luz del día y la insondable oscuridad que acecha del otro lado. Flotando, entre medio, aparecerían quizás unos monstruos aberrantes no de esos que se esconden en los armarios o debajo de las camas y que asustan a los chicos, sino más bien esos otros que caminan a nuestro lado y que en apariencia nada raro tienen, pero que son muy pero muy espeluznantes por dentro.
Y así de horrible, horroroso, horripilante y asqueroso sería todo, pero en definitiva muy cotidiano.
El problema mayor de todo esto es que en ningún momento, en sus consejos, Bolaño hablaba de lo que es escribir las novelas de dos en dos o de cinco en cinco ni del problema que esta empresa puede traer para quien la emprenda. Porque ahora me veo metido en el tremendo lío de la escritura en simultaneo de dos proyectos amplios y todo empieza peligrosamente a mezclarse y a enredarse hasta el punto de no saber muy bien dónde estoy parado.
Pero a riesgo de terminar aún peor, por ejemplo de terminar escribiendo novelas de nueve en nueve, creo que continuaré así sin plantearme mucho si un personaje atraviesa la linea y termina participando en la acción de una escena de la otra novela. Como mucho puede que termine ampliando todavía más el título y juntando las dos novelas en algo aberrante. En definitiva, lo importante es escribir.

martes, 11 de diciembre de 2018

Día 42


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11 de diciembre


Muchas veces me sucede que tengo la sensación de estar al borde de algo pero no sé de qué. Puede aparecer en mitad de cualquier actividad cotidiana: mientras lavo los platos, mientras hago la compra, mientras estoy leyendo. Aparece, en apariencia, de la nada; surge pero no del todo. Se queda como a medio camino y es como si estuviese viendo yo algo a lo lejos, sin los anteojos puestos. Veo un espectro borroso. Ligeramente desenfocado, como diría el fotógrafo Robert Capa. Un esbozo de algo que podría ser una idea, aunque nunca se acerca lo suficiente como para perfilar los contornos. Siempre, sin excepción se queda en nada. 
Después de un rato la sensación se disipa y vuelvo a estar como al principio, es decir, en ese lugar indeterminado en medio de un inmenso vacío. Un lugar que no me pertenece y en el que me siento profundamente incómodo. Es como si estuviese en una fiesta en la que no conozco a nadie y en la que termino invariablemente apoyado en un rincón, con una copa de vino en la mano y mirando a todo el mundo, pensando en cómo podría participar de alguna conversación pero sin tener ningunas ganas de participar en ninguna. La mayoría de las veces el final es el mismo. Me alejo de la fiesta con aire de que me voy porque aquello no me interesa y tengo cosas mucho mejores que hacer, pero en realidad me voy con una sensación de no haber hecho lo que tendría que haber hecho.

Como de costumbre, me convenzo a mí mismo de que esa sensación borrosa que nunca quiere definirse ante mis ojos algún día se hará visible y finalmente tendré mi respuesta. Sabré ya para siempre cuál es mi lugar. 
Mientras tanto escribo. Porque siempre creí que si aparece en el momento exacto en el que estoy escribiendo, quizás pueda atraparla en una frase, o en una única palabra (lo cual sería maravilloso) Sigo escribiendo, muchas veces con los ojos cerrados, apretándolos con fuerza y tecleando con rabia para ver si por fin ese ojo interno, que explora en las ideas, llega a ver bien de qué se trata.
Hoy también, esa sensación, terminó por alejarse sin definirse y nada pude hacer para retenerla a pesar de que puse todo de mí, o eso creo. Siempre me queda, por supuesto, la duda de saber si pude haber hecho algo más.
A veces he llegado incluso a plantearme la posibilidad de hacer psicoanálisis. En argentina es algo muy común. Todo el mundo tiene su psicoanalista personal que semana tras semana le ayuda a definir este tipo de borrosidades. Hablo en el aire, porque, como nunca he ido, no sé si es así; no sé si alguien, alguna vez, llega a definir del todo aquello que no sabe bien qué es.

Ahí apareció de nuevo. Recién me detuve un segundo a sonarme la nariz, y mientras pensaba en lo que acababa de escribir y me limpiaba los mocos, me invadió de nuevo esa sensación. Pero ya se fue. Así, sin más preámbulos, desapareció y me acabo de quedar de nuevo sin respuesta. Voy a dejar de escribir un segundo para ver si vuelve a aparecer.
Cierro los ojos, me paso la mano por la cabeza como haciéndome una caricia. Parece que quiere volver. Ahora se me apareció como una voz sin llegar a ser una voz y me decía que la clave era que si ahora escribía algo lo retomara mañana y no dentro de una semana porque el hilo es muy fino y se rompe. Definir los bordes no es algo que se hace de la noche a la mañana, me dice. Hay que ser consciente de que mucha gente ve borroso toda su vida.
Vuelvo a detenerme. Pienso; o mejor dicho cierro los ojos para ver qué más tiene que decirme.
Me vienen palabras sueltas, pero no llego a decodificarlas. Y ahí llega el horror total: La Distracción Externa. Suena el timbre o alguien me llama o me escribe por teléfono. Es desesperante. Y la ansiedad de saber que esto antes o después sucede es también bastante perturbadora. No deja de acecharme.
Lo que daría por mantener ese estado por mucho más tiempo, quizás indefinidamente. Porque al menos así sabría que ahí está la sensación, que está cerca, casi llegando, y puede que con un poco más de concentración se comiencen a aclarar los bordes y todo empiece a tener mejor definición y se llegue a sintonizar ese canal tan esperado que está trasmitiendo la película que queríamos ver desde hace tanto…
Pero ya se va. Nada, nada, nada. Nunca.
Un final muy beckettiano, por cierto.


lunes, 3 de diciembre de 2018

Día 41

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24 de noviembre
Me gusta saber que comparto mi afición por la meteorología con alguien más. Porque, aunque es verdad que la gente por la calle habla siempre del tiempo, en realidad no les importa cómo y por qué suceden esos fenómenos que tanto parecen inquietarles.
Así que fue un placer encontrarme ayer por la mañana que mi amigo Paterson, poeta incansable (y el repartidor del agua embotellada que compro todas las semanas), me dejó por debajo de la puerta un sobre con un poema suyo reciente para que, decía, le diera mi opinión.
No soy un experto en poesía, pero me alegró mucho ver que el poema hablaba del frío y del invierno. Ya casi nadie, me parece, escribe sobre esas cosas.
Reproduzco aquí su poema "Invierno".


Invierno.
Las ventanas cerradas.

La noche,
Demasiado temprano,
Es la primera invitada en llegar.

El queso y el vino esperan
En la mesa a los amigos
Que se van sumando,
Llegan goteando

A esta reunión
Para sumergirse
En el humo, las discusiones, las risas
Hasta que el jueves, deprisa
Le ceda el paso al viernes
Y todos felices al fin
Que casi llega el fin 
De semana.

Un ente
Monótono
Y aburrido; repetido
Hasta el cansancio. 

Yo,
Por las dudas,
Me escapo hacia adentro.
En casa, encerrado.
Peligroso animal
Hibernando. 

domingo, 18 de noviembre de 2018

Día 40

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18 de noviembre

Hoy por la mañana me desperté sintiéndome raro. Algo me incomodaba. Pero no fue sino hasta después de desayunar, leer las noticias del día y de dar un repaso a los principales suplementos culturales, es decir, cuando ya estuve bien despierto, cuando me di cuenta de que lo que tenía era nostalgia. Pero no era una nostalgia cualquiera. Era una nostalgia que se me ocurrió llamar "Nostalgia de Barthes".
Me explico: mi nostalgia de Barthes es un sentimiento de que en los últimos tiempos la literatura se está alejando cada vez más irremediablemente de aquellas teorías, para mí tan reveladoras, sobre la muerte del autor y el consecuente nacimiento del lector, que promulgó el francés a principios de los setenta. 
Hoy, me parece, hay un interés creciente en resucitar la figura del autor. Y los lectores, cada vez menos imaginativos, y ávidos de información sobre las vidas de esos autores, en lugar de buscar nuevos significados y de sumergirse en maravillosos mundos imaginarios, al parecer, prefieren creer que todo lo que se escribe es real, biográfico. Qué maravilloso que es, dicen estos lectores, que al autor le sucedan esas cosas tan increíbles y divertidas o dramáticas y tristes. Y después de haber leído esa novela tan publicitada (cuanto más aparezca por todos lados mejor), salen corriendo a escribirles a los autores por las redes sociales para contarles lo mucho que empatizan con lo que les ha sucedido, porque ellos también han vivido algo similar.
Barthes, no lo dudo, estaría horrorizado al ver que su "hijo lector", al que concibió como un lector crítico, en busca de multiplicidad de significados en los textos, hoy se haya quedado tan cerca de la superficie. El de hoy es un lector que en lugar de nadar y sumergirse, o flotar de cara al cielo, con los ojos cerrados y una sonrisa de placer en el rostro, dejándose llevar por las ondulaciones de la imaginación, se queda cerca del borde de la pileta, para estar seguro de que nunca se ahogará en esas oscuras profundidades.
Pero así son los hijos le diría yo a Barthes. Muchos tienden a alejarse de lo que los padres hubiesen querido para ellos.
Esos hijos que engendró Barthes, hoy, ya mayores, parecen tan alejados de su padre, que se les ha ocurrido crear una especie de secta que bien se podría llamar "los seguidores del autor". Lo adoran y le montan altares en los que ponen sus libros junto a las fotos ampliadas de la contraportada. Le encienden velas y todos los domingos van a verlo contar sus increíbles pero tan realistas historias en algún bar del centro. O lo siguen en las redes, donde, por suerte, va agregando historias que amplían las historias ya leídas. Lectores que cuando se juntan, hablan de cuán original les parecen las historias que les suceden a sus autores favoritos y lo increíble que es que les pasen cosas tan bizarras.
Estos lectores, en lugar de ser creadores de significado, como esperaba y quería Barthes, son más bien creadores de autores.
Es la muerte de la imaginación, le diría hoy a Barthes si lo tuviese delante. Pero por desgracia no está aquí. Y yo siento nostalgia.
Nostalgia de Barthes.