lunes, 29 de octubre de 2018

Día 39














Pensaba hoy en lo íntimo y lo público en la escritura. Y mientras le daba vueltas a la cosa me acordé de una frase de Enrique Vila-Matas que decía “Escribir es dejar de ser escritor”. Una frase, como casi todas las de Vila-Matas, que nunca sabré si se le ocurrió a él o, en cambio, la tomó prestada de algún otro escritor, algo que hace habitualmente. En este caso me parece que es más bien lo segundo. Porque al tiempo de haberme cruzado con la frase de Vila-Matas di con una entrevista que le hicieron hace varios años a otro escritor que admiro, Fogwill, en la que el argentino decía algo parecido: “Escribo para no ser escritor”.
Pero sea de quien fuese, desde la primera vez que di con ella, la frase me interesó mucho. Porque en definitiva, lo que viene a decir es que uno no puede estar haciendo dos cosas a la vez. Sobre todo cuando se trata de escribir. Y es que el acto de escribir deja poco tiempo para que, además, uno vaya por ahí (cuando digo por ahí, me refiero a las calles o las redes) haciéndose el escritor. Escribir es una actividad íntima y muy solitaria. Implica, como mínimo, pasarse horas y horas solo y encerrado, escribiendo o leyendo.
Y cuando uno no está enfrascado en esta actividad íntima y solitaria, muchas veces se la pasa caminando, con la mirada clavada en las baldosas, y pensando como un loco en las cosas que está escribiendo. Dándole vueltas a una frase que se empeña en quedar horrible o una escena que no termina de encajar en ningún lado.
Del otro lado, y en oposición a está imagen del escritor enfrascado en un mundo íntimo y solitario, escribiendo sin parar o pensando en lo que escribe, está la otra imagen, la de la máscara. La imagen del ser escritor. Y digo en oposición porque esta imagen máscara, la del ser escritor, no es nada compatible con la de aquel otro personaje tan solitario del que hablábamos, y hace que éste tenga que salir de su encierro para poner todo su ser a la parrilla. Exponer sus entrañas para que se cocinen al calor de los otros.
Y para eso, inevitablemente, tiene que dejar de escribir. Y si uno anda demasiado tiempo por ahí siendo escritor dejará de tener tiempo para estar en casa encerrado dándole vueltas a una idea o golpeando las teclas. Y así dejará inmediatamente de ser escritor. O pasará a ser de la estirpe de los escritores que nunca escriben nada.
Con esto no quiero desmerecer el maravilloso arte de vivir. No me malinterpreten. Considero que para escribir y mejorar la propia escritura, vivir es imprescindible. Pero no nos confundamos. Vivir es otra cosa, nada tiene que ver con ir por la vida haciéndose el escritor.
Es más, diría que vivir es alejarse todo lo posible de esa idea de ser escritor. Vivir sería, para quien escribe, lo que el fin de semana es para el oficinista. Desconexión.
En mi caso, siempre me sentí más a gusto del lado de lo íntimo. Es decir, disfruto más con el suave balanceo entre lo íntimo y lo desconectado. 
On/Off.

miércoles, 17 de octubre de 2018

Día 38

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17 de octubre

Esta semana sufrí lo que yo llamaría una crisis de identidad. Me sucedió mientras leía sobre la vida del escritor argentino/uruguayo/francés Copi y, paralelamente, terminaba de leer El buda de los suburbios de Hanif Kureishi.
Puede que parezca que nada tiene que ver una cosa con la otra pero, si lo pensamos con detenimiento, todo está relacionado.
Pongamos por ejemplo el caso de Copi. Escritor nacido en Argentina, que de muy chico se mudó con su familia a Uruguay y que más tarde se trasladó a París en donde desarrolló su carrera literaria y artística. Escribió en francés, pero como siempre se sintió profundamente argentino, y por lo visto él también sufrió una especie de crisis de identidad, en un momento dado comenzó a escribir en un español con marcado deje argentino y, además, decidió regresar a su argentina natal. Pero al parecer la vuelta no fue nada bien y todo aquello que le había hecho triunfar en París, no encontró cabida en una Buenos Aires que todavía no estaba preparada para su genio. Y al final, decepcionado con una Argentina hostil y atrasada, decidió regresar a París.
A mí no me pasó nada de eso, aunque sí que hay ciertas similitudes, salvando las imperdonables distancias. Yo también tengo períodos en los que me gustaría poder despojarme de todo extranjerismo y volver a escribir en un estilo con marcado deje argentino y quizás volver a Buenos Aires (aunque no me gustaría encontrarme una Buenos Aires hostil y atrasada como la que supuestamente encontró Copi). Pero a los pocos días todo esto se me pasa y sigo con lo mío como si nada.
En el buda de los suburbios de Kureishi pasa algo parecido. Todos (o casi todos) los personajes parecen estar atravesando una crisis de identidad en algún momento de la historia. Son todos extranjeros, de algún modo, en el mundo en que les tocó vivir. Y buscan la mejor manera de adaptarse o cambiar esa condición. Tengo que reconocer que todo eso me resulta muy familiar.
Una y otra vez me planteo dejar estas lecturas que tanto me arrastran a esos pensamientos oscuros de argentinismos y retornos, pero al parecer no puedo. Hay en mí una necesidad de conectar con ese lado inmigrante nostálgico. Y tengo la sensación, ahora mientras escribo esto, de que en ese sentimiento es donde puede llegar a estar la clave de algo. Algo que no sé bien qué es pero que tal vez tenga que ver con una salida a estas crisis de identidad que tanto me acechan. Un algo que quizás me acerque de alguna forma a una suerte de epifanía. O quizás no. Qué sé yo.
Pero hay que probar.



jueves, 4 de octubre de 2018

Día 37

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4 de octubre

"Temo al fracaso", me dijo ayer mi amigo Paterson, poeta y repartidor de agua embotellada. Había venido, como cada semana, a dejarme mi caja de agua. Y como mi casa era el destino último de su recorrido, aproveché y lo invité a tomar una cerveza para combatir el calor.
El tono de su frase sonó demasiado grandilocuente, y me di cuenta enseguida de que estaba ensayando conmigo algo que probablemente acabaría por escribir más tarde en alguno de sus poemas. Así que por seguirle un poco el juego, le respondí yo también en un tono de impostada grandilocuencia y puede que además le agregase un deje de melancolía tanguera.
"Qué te voy a contar yo, che, si también soy un fracasado" contesté, y le apoyé una mano en el hombro.
Y después, con la intención de tranquilizarlo un poco, porque vi que su expresión tenía algo de melancolía no impostada, le dije que de todos modos yo creía que los escritores estamos todos un poco abocados al fracaso desde el momento en que cualquier cosa que escribiésemos siempre acababa por fracasar ante nuestros ojos, porque nunca nada está a la altura de lo que en realidad querríamos haber escrito.
Pero creo que mi frase tranquilizadora no funcionó para nada y hasta quizás tuvo el efecto contrario, porque vi cómo su espalda se encorvaba un poco más y ahora parecía como si llevara un enorme peso a sus espaldas.
"Es que hace rato que no escribo nada", me dijo.
Y me contó que creía que su espíritu otoñal, viendo que el verano se alargaba más de la cuenta, había quedado en suspenso a la espera de que las primeras hojas comenzasen a caer.
Mientras lo escuchaba soltar esa frase cargada de poesía, y como nunca creí en el bloqueo, pensé que en realidad lo que le faltaba a mi amigo era algo que le levantase el ánimo. Y me acordé de un artículo que había escrito Fabián Casas en su columna del diario Perfil. Eran unos consejos que le daba a un amigo suyo para cuando no podía escribir. En uno de ellos, que me gustó mucho, decía que para escribir primero hay que ser un lector creativo, es decir, escribir como Pierre Menard, mientras lees.
Así que le dije esto a mi amigo y le pedí que me acompañara a mi estudio porque quería regalarle el libro de Borges, Ficciones, en el que viene el cuento Pierre Menard, autor del Quijote. Le dije que así podría probar a escribir mientras leía y tal vez recuperar esa creatividad que él aseguraba que estaba en suspenso.
Me lo agradeció mucho y, mirando los libros dispuestos en la biblioteca, soltó suspiro de alivio y dijo: "me encanta esta sonrisa de dientes torcidos y desparejos". Y entonces, el que soltó un suspiro de alivio fui yo, porque me di cuenta de que mi amigo había dejado atrás su bloqueo y había vuelto a crear algo.
Nos despedimos un rato después. Él se fue contento con su nuevo libro y dejando atrás su falso bloqueo. Yo me quedé pensando en el cuento de Borges y en aquella frase que decía "Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura..." Y con esa inspiración, me fui inmediatamente a mi estudio a enriquecer el arte detenido y rudimentario de la lectura y pasar la mañana haciendo lo que mejor se me da, leer.
No sea cosa que mi espíritu otoñal se quede en suspenso.


martes, 2 de octubre de 2018

Día 36















1 de octubre

Cuando uno es una persona aficionada a los cambios y a comenzar las cosas una y otra vez por simple placer (por el simple hecho de (re)crearlas y reconfigurarlas; o quizás para otorgarles la posibilidad de convertirse en otra cosa), entonces uno corre el riesgo de, por ejemplo, estar en medio de la escritura de una novela (pongamos) y de repente, en un momento dado, pensar que tal vez podría quedar bien un cambio de forma. Y es ahí, en ese preciso instante, cuando todo se va al carajo. Porque te das cuenta de que, sí, lo vas a hacer. No lo podés evitar. Sin duda vas a volver al principio y vas a reescribir todo, o casi todo, para ver cómo quedaría el resultado aplicando la nueva idea que se te ocurrió. Y así sin más volvés a empezar. Total, qué importa. Lo importante, te decís para justificarte, es el proceso y no el resultado final. Qué más da si terminás un poquito más tarde. Y para sentirte tal vez un poco menos culpable, citas aquella frase que escribió Cesare Pavese en El oficio de vivir: "La única alegría en el mundo es comenzar. Es hermoso vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante".
Pero en realidad no necesitas justificarte. Porque como ya dijo el gran Ezra Pound "el artista está siempre empezando". Así que allá vamos. Hay ciertas cosas que no se pueden remediar.

jueves, 20 de septiembre de 2018

Día 35

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20 de septiembre

Esta misma mañana, mientras el escritor compartía un rato con un amigo en la cafetería de su barrio, éste le preguntó por qué, en lo que se suponía que era un diario sobre la escritura de su próxima novela, no escribía él cosas que tuvieran alguna relación con la novela.

El amigo parecía realmente desconcertado. Por lo que el escritor sintió que debía darle una respuesta que lo dejase satisfecho. Así que le pidió que le diese unos minutos para reflexionar sobre el tema antes de contestarle. Él siempre fue un pensador más bien lento y no de esas personas que disponen de una agilidad envidiable que les permite dar respuestas certeras e inmediatas a preguntas más bien complicadas. Él no. Él tiene que tomarse su tiempo y darle vueltas a las posibles respuestas, porque siempre creyó que todas las preguntas tienen más de una respuesta posible y no es bueno ser tan categórico a la hora de responder. Y, además, siempre ha tenido el ¿problema? de que las preguntas le generan más preguntas y casi nunca respuestas.

Así que en seguida activó ese mecanismo mental que baraja entre diferentes opciones y sopesó las posibles, múltiples respuestas. Primero se le ocurrió decirle que en realidad, aunque quizás no lo parezca, todo tiene que ver con la novela. Que cuando uno está escribiendo no hay nada que uno haga, escriba o piense que no esté, de un modo u otro, relacionado con lo que está escribiendo. Y es que, en definitiva, cualquier cosa que le suceda al escritor, puede acoplarse al proceso mental de creación y terminar siendo una parte (aunque a veces muy deformada) de la historia.

Luego se le ocurrió que quizás podría responderle que: cómo sabía él cuáles cosas de las que escribía tenían o no que ver con la novela si ni siquiera sabía de qué iba la novela. Es decir, cómo podía saber que las cosas que estaba escribiendo en el diario no serían luego parte de las acciones o parte del discurso que los personajes.

Se le ocurrieron varias cosas más que responder, hasta que le vino a la cabeza aquella escena en la que, parece ser, un periodista francés, le preguntó a Dalí que qué era él el surrealismo y Dalí, con su habitual histrionismo, alzando el dedo índice al aire, le respondió: ¡Je suis le surrèalisme! Una respuesta que al escritor siempre le gustó muchísimo, por cierto.

"Dale, contestame", le dijo entonces el amigo, viendo tal vez que ya estaba tardando demasiado en responder a su pregunta sobre la escritura del diario. "Decime, ¿por qué carajo no escribís sobre la novela, eh?"

Y, tal vez por la presión o porque la pregunta del amigo ahora le pareció algo desafiante, como si éste quisiera desenmascarar alguna mentira oculta, el escritor, casi gritándole en la cara y un poco respondiendo a ese desafío, le respondió con el dedo índice bien alto:

¡Je suis le roman!

lunes, 17 de septiembre de 2018

Día 34

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17 de septiembre

Buscar cosas ya dichas para tener cosas que decir. En eso puede que consista la originalidad, si es que existe. Porque, si bien puede que sea verdad aquello de que todo está dicho, no todo está dicho como uno podría decirlo. Eso es lo que hace que parezca que aún queda mucho por decir.

Se preguntaba Siri Hustvedt en El mundo deslumbrante: "¿Recordamos cuáles son las fuentes de nuestras propias ideas, de nuestras propias palabras?".

Y el escritor se pregunta ahora, mientras escribe esta nueva entrada en el diario de escritura de su próxima novela, de quién serán las ideas que está copiando en este cuaderno. Pero es inútil, él nunca ha tenido buena memoria para acordarse de todo lo que leyó, ni de dónde salen las cosas que se le ocurren. Por eso, piensa, es probable que esto que está escribiendo ahora se lo haya robado a alguien, eso sí, sin ninguna intención de plagio.

Además, qué probabilidades hay de que esto que escribe sea una exacta reproducción de algo que ya fue dicho por otro. Puede que también él haya llegado hasta esas ideas solo, por un camino distinto pero convergente con el de otro que ya ha escrito sobre eso. Y esta idea le hace volver a pensar en aquella teoría de la intertextualidad de la que ya ha hablado en textos anteriores y que tanto le gusta ¿Cómo no llegar a ideas parecidas si cada texto es parte de un todo conectado a la gran matrix de los textos?

Ahora se da cuenta de lo inútil que sería entonces plantearse si cada pensamiento que tenemos no será quizás una mala copia de algo que ya fue pensado por alguien. Inútil, sobre todo si uno no es Funes, el memorioso, aquel personaje de Borges que tenía una memoria que no le permitía olvidar ni siquiera un detalle.

Así que no hay escapatoria, piensa el escritor. Si queremos aspirar a algún tipo de originalidad nada mejor que vivir, leer mucho y luego olvidarse de toda referencia para que los recuerdos se mezclen con las vivencias y así, con un poco de suerte, surja de ese puchero algo parecido a una idea original. Sólo a eso podemos aspirar.

 

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Día 33

Lectura y Locura | “Esperando a los bárbaros” de John M ...

12 de septiembre

El escritor está sentado en su escritorio. La luz de la mañana, que entra por la ventana del estudio, cae sobre los libros de la estantería. El efecto que producen los rayos que atraviesan, oblicuos, las ramas del níspero que está al otro lado de la ventana, creando sobre los lomos de los libros una especie de juego de sombras y luces, le parece hipnótico.

El escritor se queda un rato mirando este espectáculo de sombras chinescas. Es un modo como cualquier otro de distraerse, piensa, y así no pensar en que no se le ocurre nada para escribir. Mejor esto que la ansiedad. Mejor esto que tener que salir corriendo a buscar al baño las pastillas aquellas que evitan que el fuego crezca.

Así que el escritor prefiere mirar fijo la luz hasta que le duelen los ojos. Mirar para luego describir la sensación que esto le produce. Reproducir esa sensación en el cuaderno no tanto porque crea que ahí puede haber una historia, sino más bien, como ya se dijo, para distraerse un rato más y olvidar del todo la idea del botiquín y del frasco de pastillas. Escribir es mejor, piensa. Aunque a veces...

Ahora vuelve a mirar fijo la luz y cuando vuelve la vista hacia el cuaderno allí está de nuevo esa mancha, residuo de la intensidad de la luz en la retina. Es una mancha verde y a veces roja. No es una sensación desagradable. Por el contrario, parece provocar un efecto tranquilizador en él el hecho de escribir sin ver exactamente lo que está escribiendo. Y en seguida, no sabe muy bien por qué, quizás porque las cosas que guardamos en el subconsciente dejan también allí una mancha asociada a un recuerdo, el escritor se acuerda del personaje principal de Esperando a los bárbaros, la novela de Coetzee. Aquel magistrado que en vano intenta hacer entender a los militares obtusos del Imperio que los bárbaros, que habitan cerca de su frontera, no son una amenaza. Que siempre estuvieron allí y que, además, aquellos son sus territorios y nunca lograrán echarlos como pretenden. Aquel magistrado, soñador, que quizás se siente un poco culpable por haber dejado que los militares torturasen incluso a niños en su pueblo y que, tal vez por la misma culpa, toma bajo su tutela a una mendiga bárbara y la devuelve a su pueblo no sin antes (o quizás precisamente por esto) haberse enamorado de ella. Aquel magistrado que, como repite todo el tiempo, lo único que quiere es terminar sus días en paz, pero que al final los termina siendo una especie de vagabundo muy parecido a los que aparecen en los libros de Beckett, aunque quizás un poca más cuerdo. Pero quién puede asegurarlo.

Y el escritor, pensando en cómo acabo asociando ese recuerdo a este momento particular, se pregunta si no tendrá él también que darse cuenta de que sus bárbaros internos tampoco son una amenaza y que siempre han estado ahí. Habría que aprender a convivir con ellos aunque sus costumbres sean tan ajenas a lo que uno esperaría. Porque tal vez sea como dice el magistrado que "el dolor es la verdad, todo lo demás está sujeto a duda".

Y aferrado a esa teoría, el escritor vuelve a mirar la luz que cada vez se vuelve más intensa a medida que se acerca el mediodía. La mira fijo hasta que el dolor de los ojos sea la verdad y que lo demás sea sólo la duda. Nada más.

Mejor la duda y la distracción que las pastillas. Aunque no haya nada para contar.